José J. González (Toluca, 1989). Licenciado en Letras Latinoamericanas por la UAEM. Actualmente es gestor educativo, docente de preparatoria abierta e integrante del taller de narrativa de Grafógrafxs.
LARVAS
Ese día, de camino a casa, mientras avanzábamos inmersos en la oscuridad de la calle, un hedor profundo, vago e insospechado se presentó ante nosotros. Nos detuvimos de inmediato y, como si se tratara de un rumor delicado, un cuchicheo imparable llegó del suelo hasta nuestros oídos.
Cesamos nuestra plática y Li se apresuró a sacar de su bolso el celular. Podíamos escuchar ese murmullo. Dirigimos la luz de su teléfono sobre esa fracción oscura que se retorcía ante nosotros, y nos dimos cuenta de que teníamos los pies sobre el cadáver de lo que parecía ser una enorme gallina que simulaba deshacerse en un baile tremebundo de larvas arrastrándose rápidas sobre su carne pútrida. El hervidero era tal que, a pesar de dar un paso hacia atrás, era como si estuviéramos inmersos en una incontrolable marea blanquecina y purulenta.
La imagen se clavó con fuerza en nuestra mente. Hicimos el resto del camino en silencio; sólo de vez en cuando emitíamos pequeños sonidos sin ton ni son. La entrada a nuestro hogar fue a pasos lentos y silentes. La casa era tibia y reconfortante. Un baño podría ayudar a relajarnos de la impresión; sin embargo, dormimos intranquilos por la evocación constante y aterradora de aquel trozo de carne muerta.
En la hora más silenciosa de la madrugada, después de haberme despertado por la presencia de una fiebre atisbada por una extraña tensión espiritual, permanecí con los ojos abiertos largo tiempo hasta que comencé a sentir como si algo reptara de la planta de mis pies hasta la rodilla. Li permanecía dormida al otro extremo de la cama, o por lo menos eso parecía. La sensación era cada vez más fuerte, por lo que, sin dudarlo, arrojé las sábanas. Allí abajo no había nada.
La noche lo cubría todo. La habitación parecía inmensa, y aun así me sentía acorralado por miedos desconocidos. Li me daba la espalda, por lo que consideré innecesario molestarla. Me levanté y crucé el largo pasillo que, ahora más que nunca, insinuaba un camino ominoso a la cocina. Con lo poco que podía adivinarse en la oscuridad, tomé el cuchillo y me decidí a partir un trozo de pan que estaba en el centro de la mesa, sobre un cesto de palma, un viejo cesto que hacía años habíamos comprado cuando comenzamos a vivir juntos. Mis dedos sintieron la sierra filosa de ese cuchillo; por unos momentos me quedé pensativo en medio de ese espeso silencio.
Me acerqué hasta el lugar donde sabía que se encontraba la mermelada. El frasco era pesado. Hundí el cuchillo en su interior y coloqué una capa sobre el pedazo de pan. El pan es como la carne, me dije. Di una gran mordida y de inmediato sentí que algo en mi boca comenzaba a moverse; sentí un pequeño cosquilleo bajando por mi garganta, y un sabor amargo y pastoso comenzó a llenar mi boca. Arrojé el bocado y corrí hacia el apagador. La cocina se iluminó.
Del vaso de mermelada colocado sobre la barra estallaban en furiosos puñados decenas de larvas. Contemplé la escena con profundo asco. Arrojé al suelo el pedazo de pan. Sentí el reptar de esos seres sobre mi carne, los sentía en mis entrañas, los sentía en mi espíritu. Corrí hasta la habitación para dar aviso a Li, pero al abrir la puerta sólo encontré una profunda y espesa oscuridad. La busqué con el tacto, pero allí en su lugar no había nada, sólo un constante cuchicheo.
Nota
Desde hace tiempo buscaba un taller de narrativa. No fue hasta hace un par de meses que decidí unirme a uno y empezar a compartir mi trabajo. El ambiente me parece muy ameno y profesional. He encontrado a autores bastante curiosos con una producción genial e inigualable. La forma en la que todos dialogamos permite la retroalimentación. En el taller se generan buenas ideas y propuestas, de las cuales emergen textos muy buenos. Pertenecer al taller de narrativa de Grafógrafxs ha sido la mejor decisión que pude haber tomado.