ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Las cuerdas de Jacobo[*]
(fragmento)[**]

Virginia Caramés

 

 

1- La plegaria

 1963, Barracas, Buenos Aires

 

—Marta, la plegaria, ¿se acuerda, Marta?

—Jacobo, venga, vamos para la escalinata.

Marta se alisó la falda del uniforme, una túnica blanca almidonada. Al aplastar la tela sobre las rodillas escrutó la punta de los zapatos, blancos, impecables, que había acondicionado la tarde del domingo con la pomada en crema Servus y envuelto en papel para traerlos en la cartera. Tenía veintisiete años y este era su primer trabajo. Lo consiguió gracias a la carta de recomendación de Víctor, el amigo de su padre. Había puesto: «Es una muchacha muy resolutiva y dispuesta», palabras que le provocaban orgullo y con las que acordaba en todo.

Caminaron despacio hacia la escalinata lateral del patio, lugar que no resultaba visible desde el interior del hospicio. Marta se aseguró de que nadie anduviese por ahí e indicó con la palma de la mano el escalón. Sacó un pañuelo y lo extendió en el sitio donde inmediatamente se sentó. Jacobo permaneció de pie, enfundado en el abrigo raído de siempre, siempre abotonado, con las manos en los bolsillos. Estaba absorto mirando el cielo, o mirando los cables sobre el techo del edificio.

 

Arrancaron el sol de la frente celeste,

La clave de las palmas

Y las niñas ardientes

Que duermen en los cuerpos más negros de la tierra,

Y aquí el siguiente mar

Trae las islas mudas o…

 

—¿Se acuerda la plegaria?

Habían entrado dócilmente en una suerte de amistad. Ella le tenía afecto y admiración. Él le hablaba de cosas que ella no hubiera escuchado de ninguno de sus conocidos. Tampoco se habría animado a contar a nadie estas conversaciones, qué va, quién iba a creer que se entendiera con uno de esos locos. Lo escuchaba con atención, vislumbraba sus sufrimientos y se condolía de su condición. Esto no le pasaba con ninguno de los otros internados.

Sacó de la cartera un cigarrillo, los fósforos, lo prendió, dio una larga pitada con los ojos entornados y se lo pasó.

—Yo ya estoy muerto en Cristo —dijo él—. No quiero que me toquen.

Lo agarró entre dos dedos artríticos.

—Quiero estar hermoso y digno ante Dios.

Marta lo miraba.

—Le traje unos papeles, tiene que hacer más dibujos.

Él fumaba mirando los cables. O el cielo.

—Hay muchos dibujos en el altillo.

Otra pitada.

—En el de la Avenida de Mayo.

—Se llevaron todo, Jacobo.

Giró la cabeza de los cables a los ojos de Marta y con entusiasmo imprevisto dijo:

—No creo, no creo que los hayan encontrado.

El eco de las conversaciones que tenían la acompañaba en los viajes cuando volvía a su casa. Y bueno, se consolaba, hay lo que hay.

 

 

2- Lidia

2013, Lanús, Buenos Aires

 

—Hola, Oscar —le dijo Lidia a Horacio.

—Ah, hola, qué hacés. ¿Ya llenaste los papeles?

—Fui hoy. Ya está todo.

—Bueno, regio. ¿Te dijeron algo?

—No. Nada más los llevé —dijo Lidia después de que Horacio encogiera los hombros y metiendo las manos en los bolsillos diera saltitos—. Bueno, Oscarcito, me voy a casa que lo tengo a Homero en cama engripado.

—Uh, decile que se cuide. Chau, nena.

 

Lidia caminó unas cuadras. Ella frío no tenía: ¡qué iba a tener!, andaba con el camperón de lana forrado en corderito que se había comprado en Mar del Plata; era muy práctico, pensó, aunque lo que más le había gustado fue cuando la vendedora le dijo: «Y si no, está ese otro de vidriera, en tonos pastel». En tonos pastel, pensó. Qué podía ser más adorable, forrado en corderito y ¡en tonos pastel!

—¡Lidia! Menos mal que encuentro a un conocido, me va a dar algo, estoy tan nerviosa.

—Marta, ¿qué le pasó?

—Debo tener la presión en treinta. Tendría que ir a la farmacia; acompañame, querida. Vengo de la Municipalidad, ¡caraduras!

—Dele, vamos, igual yo voy para ese lado.

Durante las dos cuadras y media que las separaban de la farmacia, Marta despotricó contra las computadoras: que se les cae el sistema; contra los empleados: que cuando se les levanta el sistema le dicen que el trámite es en otra oficina y que no hay manera de evitar una nueva cola; contra Cacho: que ella siempre fue una madre abnegada y el desgraciado no es capaz de ir hasta la Municipalidad. En fin, que para algo una paga sus impuestos, y dijo que no se privó de decirle al empleado que su padre (enfatizó el «su») había sido el íntimo amigo y compadre del primo hermano del mismísimo Quindimil: «Ud. es un empleado municipal y yo soy la hija del compadre y mejor amigo de Víctor D’Ápice. ¿Sabe quién era? (seguramente sin esperar respuesta, como solía hacer): el primo hermano de Quindimil».

—Marta, Manolo ya murió hace unos años.

—Eso me dijo el maleducado: «Quindimil ya se murió, señora» —imitó con mueca bobalicona—. Maleducado —repitió casi hacia adentro retomando el gesto ceñudo, y siguió susurrando:

—Malotrus, gougnafiers…

Luego le informó a Lidia que ya tiene setenta y siete (bien llevados, pero setenta y siete), que menos mal que usa zapatos cómodos, y terminó maldiciendo casi a los gritos a los que no arreglan las veredas; «que una tropieza y se rompe la cadera y ¡te quiero ver!».

Para alivio de Lidia, llegaron a la farmacia.

—Marta, acá la dejo porque tengo a Homero en cama.

Y asomándose en la entrada de la farmacia:

—Hola, Beatriz, acá Marta necesita que le tomes la presión. Te la dejo que tengo a Homero en cama. Besito.

Le hizo seña de «besito» y salió.

 

Mientras Lidia abría la puerta de su casa empezó a sonar el teléfono. Se apuró.

—Hola, ¿qué hacés, adónde fuiste?

—…

—Siete grados hace.

—…

—De térmica.

—…

—Bue… en media hora estoy. ¿Te llevo una bufanda?

—...

—No sé, cien pesos tendré más o menos…Che, lo vi a Oscar recién.

Colgó y volvió a salir.

 

Lidia se orientó por el estornudo. El resoplido estruendoso de Homero la obligó a mirar.

—Ya llegué —dijo y sonrió.

—Lidiecita, ya te saqué número, andá ahí, tomá, el 22.

—Los dos patitos.

—Sí. ¿Trajiste el DNI?

—Sí. Te traje la bufanda. Me podrías haber dicho que ya te habías puesto una.

—El DNI, Lidia, ¿lo trajiste?

—…

—¡22! —se oyó desde el mostrador.

—Buen día —contestó el empleado sin mirarla.

—Vengo a hacer el documento nuevo.

—Tiene que pasar por mesa de informes y retirar la planilla.

—Ya tengo la planilla, las fotocopias, las dos fotos…

—Bueno, bueno. ¿Nombre?

—Lidia de Arresti. —El empleado levantó la vista por encima de los anteojitos de cerca.

—Su nombre, señora, completo.

Lidia hizo una mueca de aburrimiento y enarcó las cejas.

—Lidia Mabel ele, a, ve corta, a, doble ce, a.

El empleado escribe, se detiene, vuelve a enfocarla por encima de las gafas y se la queda mirando unos segundos. «Los empleados públicos siempre están hartos», pensó.

—Pérdida, extravío, hurto…. —enumeró el empleado.

—Deterioro.

—¿Cuánto deterioro?

—Mire, yo fui a Colonia y el que te sella los papelitos al salir me dijo que no sabía si con ese documento me iban a dejar pasar cuando llegase. No es gracioso irse unos días de paseo y estar pensando que por ahí una se tiene que quedar flotando en el Río de la Plata.

—Bueno, señora, deterioro.

—Suficiente deterioro —remarcó Lidia.

Mientras tanto Homero Arresti salía a la vereda a contestar el llamado de Cacho. Se está complicando, le había dicho Cacho, el caso es que no había conseguido sacar los papeles de catastro.

—¿Qué? Cacho, ¿fuiste a la Muni?

—No, fue mi vieja, no consiguió nada y ahora mismo me está rompiendo las pelotas porque se pasó la mañana de trámites.

—Mandale un beso a Marta. Te llamo.

Homero Arresti se agarró la pera con una mano mientras caminó yendo y viniendo en un tramo de pocos metros frente a la puerta de entrada de la dependencia de donde en un rato saldría Lidia. No sabía con qué excusa la mandaría a Montevideo, esta vez sola y con el encargo de llevar una encomienda. Se distrajo pensando que durante el viaje de Lidia podría quedarse en su casa  descansando de la rutina que desde hacía cuatro años lo hacía salir hacia su supuesto trabajo en el centro. Ella nunca le preguntó. Las explicaciones sobre las cuestiones informáticas que él le daba eran aburridas y le resultaban suficientes; incluso era creíble que ciertas urgencias hicieran sonar su teléfono a cualquier hora de la noche. No hay opciones, pensó, es Lidia la que tiene que viajar.

 

Mantas de fuego

sobre los agrios soplos

de mi locura.

 

Virginia Caramés (La Plata, Provincia de Buenos Aires, Argentina). Es autora de Aves, moscas y otras máquinas (Barnacle, 2023) y de Las cuerdas de Jacobo (Barnacle, 2024). Coordina el grupo de lectura de poesía El Aparejo.

 

 

 

[*] Todas las citas que aparecen en cursivas pertenecen a textos de Jacobo Fijman.

[**] Del libro Las cuerdas de Jacobo (Barnacle, 2024).