ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Lerdo

Oscar Juárez Becerril

 

 

Camina liviana por Morelos. A su paso, cortinas herrumbrosas, cubiertas de grafitis, descienden violentas hasta el piso, generando desesperantes cacofonías metálicas. Los autos parecen tener prisa por alejarse del centro de la ciudad, por huir de la enrarecida tranquilidad vespertina.

Su larga cabellera da paso a una faz inconmovible que hurga ávida el entorno. Un vestido largo la cubre de los tobillos al cuello. Unos guantes de cuero resguardan afilados dedos.

Llega a la esquina con Quintana Roo. Observa en su elegante reloj que aún faltan algunos minutos para el inicio del concierto, así que se dirige a la Alameda a esperar. Los árboles mueven su imponente melena. Al pasar junto a los querubines que adornan una de las fuentes, siente sus pétreos ojos, que la observan. La dama no se inmuta, se mimetiza con las sombras que se tragan el arrebol que cubre la ciudad.

Recorre otra vez la calle e ingresa al inmueble. Se sienta al fondo, en las butacas destinadas a los introvertidos, a los acongojados, a melómanos meticulosos que no les gusta tratar con neófitos. Los asistentes se acomodan saludando a su cofradía. El director llama al orden, y el recital inicia.

Inmersa en el agradable mutismo humano, envuelta por las notas taciturnas del piano, distingue un par de ojos rojos que la observan a la distancia; se van acercando conforme avanza la pieza.

Llegado el intermedio, se prenden las luces y observa de cerca a un hombre de tez muy blanca vestido de negro. La saluda cortésmente, manifestando la dicha de encontrar a una mujer tan hermosa entre la multitud. Ella dibuja una sonrisa de agradecimiento y escucha el monólogo sobre los nocturnos de Chopin, de los cuales parece ser un gran conocedor.

Tras el aviso de la reanudación, la sala vuelve a quedar en armonía. La señora advierte la manera en la que el hombre, que se ha instalado detrás suyo, además de suspirar por la música, la acecha, la huele.

La música termina, dando paso a la ovación del público. Intenta escabullirse a través de los cuerpos que baten palmas de pie, extasiados ante una noche donde los músicos le han dado forma al desasosiego. Al final del pasillo aparece una mano que le ayuda a bajar las escaleras. El hombre la recibe con una mueca de dientes amarillos.

Instalados en el lobby, entre la multitud que sale del recinto, la mujer escucha alusiones a su origen noble, a su afición exacerbada por la música y por la bohemia. Aprovecha el tema para invitarla a su pequeña morada —así es como la denomina—, a fin de tomar una copa de vino y proseguir la charla.

Ella agradece el gesto y, sin mayor dilación, acepta acompañarlo. Se deja conducir a través de la ciudad inerte. Recorren Quintana Roo hasta la Alameda, giran a la izquierda en Hidalgo. El silencio se propaga doloroso, cortando al viento. Se incorporan finalmente a Felipe Villanueva.

Se detienen frente a una casa lúgubre que ostenta en su fachada ventanas en forma de cruces invertidas, en las que tragaluces macilentos concentran luz marchita. La urbe vacía los ve atravesar un viejo zaguán, que el señor abre con la elegancia de sus delgados y largos dedos incoloros. Cruzan un pequeño jardín, cuyas paredes, impregnadas de hongos de algodón, parecen respirar.

La dama no puede evitar pasar uno de sus dedos a lo largo del muro y llevárselo a la boca.

Al ingresar a la sala, los muebles dejan ver el paso inolvidable de los años y el refinado gusto del señor. Los ojos de los retratos se posan intranquilos en el infinito de sus muertes. La casa se anima ante compases lúgubres que surgen del empolvado tocadiscos.

El tipo busca establecer una plática interesante con base en su cultura general. Extrae gruesos tomos de su biblioteca para leer fragmentos en varios idiomas o mostrar láminas de extraña belleza. Refiere viajes a través de todo el mundo, los cuales lo han conducido a su estadía en esta álgida ciudad de la parte central del país.

Embriagado de nostalgia, describe la masacre de cien soldados durante la guerra de Independencia, sus paseos nocturnos en las inmediaciones de una pletórica estación de ferrocarriles, la contemplación de una hermosa estructura art nouveau que hacía las veces de mercado.

La joven se siente cómoda ante un ego al que no le interesan las contestaciones. Cumple su labor receptora asintiendo, sonriendo. Se deja halagar y alarga la copa cada vez que el señor le invita un nuevo trago.

El hombre avanza en su velada. Comienza a recitar: “Entonces, con el paso de un dormido despierto, / sin rumbo y sin objeto nos echamos a andar. / La noche vierte sobre nosotros su misterio, / y algo nos dice que morir es despertar”.

Sin detener la perorata, se levanta de su asiento, desliza sus piernas, posa teatral ante su público: “El miedo de no ser sino un cuerpo vacío / que alguien, yo mismo o cualquier otro, puede ocupar / y la angustia de verse fuera de sí viviendo / y la duda de ser o no ser realidad”.

Cerca del amanecer, asumiendo asentimiento en el mutismo, se acerca a la chica cada vez más arrebatado. Intenta excavar con sus sentidos una mirada imperturbable. Acaricia sus hombros con lánguidas zarpas coronadas por apéndices fantasmales.

Ella continúa engullendo humedad.

Seguro de su victoria, con hambre de bestia, quita el cabello que cubre el cuello de la mujer y se asombra de la ausencia, de la vitalidad fenecida, de lo que jamás creyó admirar. La chica voltea, sonriendo con un gesto artificial. Sorbe hasta el final su copa de vino.

Se incorpora del sillón para atravesar la sala con pasos delicados, que no detienen su marcha ante un pesado éter expandido, ante una impotencia inaudita que se aferra a ellos solicitando ayuda.

Cruza el umbral de su noche.

El aristócrata se queda postrado en el sillón, anonadado, inmutable. La observa desvanecerse en el jardín. Enloquece al ser consciente de su cuerpo muerto.

Halos de luz se cuelan por las cruces. Lo impregnan de una pátina nostálgica que lo carcome.

 

Oscar Juárez Becerril (Ciudad Nezahualcóyotl, Estado de México). Es vocalista de la banda de garage punk toluqueña Espantimandros. Participó en las bandas Kobardes? y Los Execrables.