El libro de los caballitos
(fragmento)
Valeria Meiller
Los niños están pastando
En el corazón de las tinieblas los niños
amontonan un cúmulo de nombres, una libreta
sin teléfonos a dónde llamar
en la adultez para preguntar cosas.
Por el baldío de la educación sentimental
caminan, una y otra vez,
buscando un recuerdo como si fuera un poste,
una tranquera, un alambrado, cualquier
elemento con un nombre concreto. De este lado
el campo es siempre azul por las flores
del lino y del otro, el trigo
dorado hasta que lo saja la maleza.
En los campos de los otros
la guadaña alcanza todas las hierbas
corta el problema de raíz, el pasto
es más verde y ningún puñal
interrumpe el futuro de la descendencia.
Los caballos galopan y en el pasado hay
parientes de los que no hablamos:
una tarde el hermano menor encuentra
una placa de bronce con su apellido
y un nombre que no
le suena ninguna campana.
Una fecha de nacimiento y otra
de defunción clausuran
una vida sin registro.
Hay recuerdos que el filo de las confesiones, no.
Que bajo la luz del día, no.
Hay pesadillas tenidas al borde de la noche:
la daga de los parecidos, su relato
a veces sonámbulo, otras desvelado.
Los años dorados caen por el círculo del oro
se separan de las fechas recientes.
En ese éxodo los niños se obligan a creer
que los cuchillos de los padres
sólo se empuñan para proteger a los hijos.
El último galope
¿Se acordarán después
de la mañana que siembran
una rotura en el lenguaje
para que el idioma de los tres
se contenga como las armas
que no van a volver a disparar?
La piel de su silencio tiene
una palabra, dos:
una dice no, la otra
se mueve con el gesto en que inclinan
la cabeza para terminar
una frase que no tiene respuesta.
Escuchan el galope a la distancia
de los caballos que nacieron blancos:
es una tierra tan plana
que le dicen a los perros
¡Silencio! Pero la lengua
siempre habla con eco
regresa como una enorme
consecuencia. El amor en cambio
no vuelve nunca
es una tropilla desbandada
es las puertas de la familia cerrándose
para siempre para ellos
a futuro.
En este poema no hay caballos
En este poema no hay caballos.
Una noche abrieron los establos,
dejaron que partieran
hacia el negro de la noche —que después
sería mañana, mediodía.
Corrieron desbocados. Alguien dijo:
‘La vi. Era mi yegua zaina
iba más oscura que la noche, más oscura
que las pinturas negras. No se parecía a nada,
ni siquiera al horror de Saturno
devorando a su propio hijo.
Una mitología diferente
la animaba: una resonancia
siniestra, planetaria’.
Hasta que en un momento,
la distancia del paisaje
a pesar de la llanura asfixiante de la pampa
cedió para que en su galope
los animales desaparecieran.
En este poema no hay caballos.
Una noche abrieron los establos,
dejaron que partieran
hacia la noche —hasta llegar
a un río o a una fosa, donde bebieron y bebieron
agua negra. Una mujer los vio
pasar casi de madrugada contó que iban
más oscuros que la tormenta dejando un surco
por la mitad del campo.
‘Araban como una espada,
destruyendo lo mejor de la tierra
—como un buque de guerra,
iban hacia la muerte,
derechos, con un silencio
de tumba, con el terror de los monasterios’.
En este poema no hay caballos.
Una noche abrieron los establos, dejaron que partieran
lavados por una luna ausente
en la oscuridad de la hora anterior
al alba, por el aire de un mundo
fundido en escarcha. Ni un solo pájaro
cantó, los coronó el silencio
negro de la noche.
Mi padre preguntó si allí podía
ocultarse algo, alguien,
mucho menos la muerte:
‘¿Dónde guarda la pampa interminable
la tumba de mi hijo?’ Ni un solo relincho.
El campo siguió drenando
su cerrazón sobre las cosas.
Ningún páramo, ningún valle.
Sólo la tropilla ennegrecida
bebiendo y bebiendo agua negra.
En este poema no hay caballos.
Una noche abrieron los establos, dejaron que partieran
hacia el negro de la noche —mi padre los vio
en un sueño años después: ‘Volvían’, dijo.
Eso fue todo y era tal la calma
que nos oíamos respirar y sentíamos miedo.
Después, pensamos en mi hermano
que duerme en la tierra acurrucado
por el sufrimiento de los otros
y nosotros también nos perdimos por su pozo
—vimos de nuevo partir a los caballos.
Nos pusimos de rodillas y junto al río
bebimos como un animal
nos volvimos sombríos
al entusiasmo de la vida.
Nos detuvimos frente a la muerte y recordamos
otra vez que los caballos partieron,
que sus cabezas
apuntaban hacia la eternidad.
Valeria Meiller. Escritora y académica argentina. Es autora de los libros de poesía El Recreo (El Fin de la Noche, 2010), El mes raro (Dakota Editora, 2015) y El libro de los caballitos (Caleta Olivia, 2021). Actualmente vive entre Nueva York y San Antonio, donde trabaja como profesora en el Departamento de Literaturas y Lenguas Modernas de la Universidad de Texas. Es doctora en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Georgetown y licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires.