Se me llenan los ojos de lágrimas.
Hacia una poética de la ternura
en la obra de Miyó Vestrini
Geraldine Gutiérrez Wienken
Las lágrimas son
la eterna revalidación de la humanidad
Friedrich Schiller
En la poesía, como en el arte, me interesa indagar asuntos originarios que pasan desapercibidos o camuflados por otros, no menos importantes, pero sí más llamativos; verbigracia, el elemento [líquido] de la ternura que en la poética desarrollada por Miyó Vestrini (1938–1991) se comienza a “agitar” desde sus primeros textos escritos en 1956. Una muestra de esto, en el poema Los viajeros: “Agitamos la ternura anclada en los bosques / como un insecto en una caja de plomo” (Vestrini, 2002: 82). Paulatinamente, se “escucha cómo se escurre el agua a lo largo de la casa” (Vestrini, 1993: 102) hasta que “una vida lenta se va por el desagüe” (Vestrini, 2015: s.n.). Desde este aspecto de la ternura, propongo revisar la experiencia del forzado desarraigo que determina no sólo su infancia, sino su “estar en el mundo”, su estado psíquico, su (pre)ocupación y, no por último, su lengua y su escisión. En una entrevista, la propia Vestrini declara:
En cuanto a esa vida dividida entre Europa y América Latina, es cierto: la siento de un modo doloroso. Advertí muy tarde que ambas naturalezas, ambos paisajes, convivían separados dentro de mí, y creo que no he superado todavía esa escisión (Díaz, 2008: 11).
Después de Lezama Lima, podemos afirmar que tanto la ternura [“sonrisa”, en Lezama Lima] como el grito fundan una región donde lo que nos atrae, al hablar de poesía, es “lo primigenio indistinto”, “la potencia concurrente, la pureza primigenia” (2010: 235). De ahí que ternura y grito se correspondan, sin distinción, en tanto ambos “se liberan del acto de matar” y, precisamente, esta impotencia de decir es a lo que Vestrini [se] resiste [con] en su escritura, esta es su “pesadilla” existencial y poética, la causa de su desenfado, de su estación de lluvia, de su “terca soledad”. Desde su debut, la poeta desafía lo desaparecido, la separación y hasta el olvido, invocando soledad y lluvia:
Soledad yo te invoco. / Y la lluvia danza a mi alrededor. / Sobre todas las cosas del olvido clavas tu aullido de niño muerto / y no obstante, / cada vez que te invoco / sólo me traes el gesto de aquel adolescente que quería morir (Vestrini, 2002: 75).
La soledad representa un paisaje que se mueve de un lado a otro, una dulce danza que trae recuerdos tristes y desilusiones. Sin embargo, o precisamente por la “pureza” de su tenacidad, la poeta precisa de esa lluvia.
En cuanto a la “potencia” de la ternura, el estudio de Anne Dufourmantelle aporta claves primordiales: la ternura ablanda, penetra en la textura [el texto] de las cosas, se siente en el agua, al caer la lluvia; le quita el peso a la sombra, imprime un ritmo —así como el poema confiere ritmo interno al lenguaje—, la ternura propone un tiempo opuesto en el tiempo, una segunda entonación, un instante o espacio no-familiar en lo familiar de la lengua. “Los niños abandonados saben mucho de esto” (39-41). De modo que renunciar a la soledad, a las lágrimas, a la ternura resulta [casi] imposible cuando la gracia ha sido insuficiente. Asimismo, el poder de la ternura prolonga la infancia, suscita el encuentro con el pasado, el desarraigo: en fin, provoca “una dulce revolución” (57). En el caso de Vestrini, la ternura también es capaz de desmitificar “la casa extraña”, en tanto representa una “vieja palabra” utilizada por “sus antepasados” para embaucar (2002: 75). Es decir, también el engaño es dulce, toca su origen, la casa, el habla, su “estar en el mundo”. Al respecto, Vestrini expone: “Entre los derechos del hombre, figura el escribir largamente, para sí primero, para los otros luego, con un propósito bien o mal definido: inundar las vitrinas, las paredes, los países, las casas. O, en fin de cuentas, suicidarse” (Vestrini, 2015: s.n.).
De lo anterior podemos deducir que la escritura líquida es afín a la ternura, debido a su carácter elemental y envolvente. La ternura es una forma activa de la pasividad, es decir, una forma notable de resistencia y como tal se sitúa en el centro de la ética y la política (Dufourmantelle, 11). También Nietzsche, en su Ecce homo, considera a la ternura como forma de la resistencia. La ternura inunda, anega e inquieta. Los dulces, los buenos, son perseguidos, burlados o declarados santos; los abandonamos porque el poder de la ternura nos conecta con nuestra propia debilidad. Por un lado, sin ternura no hay devenir, su potencia transformadora es tan necesaria como su pureza. Por el otro, la ternura descubre un paraíso perdido, precede siempre a la separación, al dolor ancestral, al hambre, al miedo, al grito; transgrede umbrales y no se deja diferenciar de los sentimientos que la acompañan, de ahí su carácter subversivo. En analogía con esto, la ternura encarna siempre “un antes”, como bien atestigua Vestrini: “Siempre hay un antes / antes de morir. / Antes, / quiero comerme unos tortellinis a la crema. / Antes quiero tomarme un trago de Tanqueray. / O que me abracen con manos fuertes” (2008: 96 y p.s.).
Por supuesto que este “antes” se da la mano con su “al día siguiente” [de la muerte] (2015: s.n.).
En palabras lapidarias de Lezama Lima: “La poesía no resiste la escritura” (235). Así, el atentado de Vestrini contra la escritura y la poesía demuestra que creación y conducta son inseparables del lenguaje. Al respecto, Lezama Lima señala:
Hay un ethos en la creación, una conducta dentro de la poesía que raras veces se interpreta y otras pasa a nuestro lado como una masa de abejorreos, canelones de la luz, terrón de compasillos áureos, en los que no logramos apoyar las manos (236).
Esta aserción Lezamiana, además de poética, refrenda la obra entera de Miyó Vestrini: “Escucha cómo paso de largo / y todo se hace tan frágil, / tan triste” (1993: 67) leemos en su ejemplar libro El invierno próximo (1976). La poeta solicita, de modo sutil, nuestra atención hacia un paisaje que atesora tenues sensaciones, gestos, instantes (“revolcones en la hierba”, “el rumor lento y grave del agua”, “niebla”, “lluvia”, “arroyos”, “mar”, y, no por último, “lágrimas”) inseparables todos del elemento agua y, por consiguiente, de la ternura.
I
Miyó Vestrini (Marie Jose Fauvelle Ripert), emigrante, periodista cultural y poeta, nace el 27 de abril de 1938 en Nîmes, Francia. A los nueve años de edad emigra a Venezuela, junto con su mamá, sus dos hermanas, su abuelo y su padrastro italiano, Renzo Vestrini. La familia se instala en Betijoque, Valera, en los andes venezolanos. Sirvan estos breves datos biográficos para señalar la relación de forzado desarraigo o violencia indirecta a la que desde pequeña Miyó Vestrini es sometida en contra de su voluntad: la separación de su padre y el reemplazo de este por la figura del padrastro. Esta separación se traduce, casi inevitablemente, en un conflicto con la madre. A este conflicto se suma el desarraigo de su entorno geográfico, el choque cultural, el encuentro con otro idioma [el español] y el paisaje extranjero. Todos estos aspectos intervienen en el desarrollo de su carácter irreverente, “exasperante” e “insoportable” [en sus propios adjetivos] que, en adelante, determinará su autonomía y su singularidad literaria, pero también su cuadro sintomático de “deshabitada”, de “terca soledad” y de su paulatina retirada.
Ya en sus primeros ocho poemas de 1956 encontramos un sujeto poético que registra imágenes de muerte y violencia en un paisaje urbano pobre, agonizante, con perros y niños heridos, así como ancianos moribundos. Da cuenta, además, del “primer aullido frente al dolor”, de la memoria de sus antepasados, de la culpa, pero también del insistir de la lluvia que refiere un goteo elemental. Su poema Ternura resulta paradigmático:
Somos teclear de lluvia. / Agonía de los lagartos. / Manos de carbón. / Caracoles de azogue. / La partida de un niño, / un perro doloroso / una hoja muerta. / Somos hombres / sin sílaba / sin sombra / sin lápiz […] / el silbido del hombre crucificado” (2002).
Cabe resaltar que la ternura guarda el misterio de lo animal. Hay una huella de instinto básico (de protección, compasión y hasta de bondad) en esta gracia o suerte de elemental y paradójico salvajismo que, similar a la niñez, no se deja domesticar. A fuerza de ternura, el sujeto se ocupa no sólo de su supervivencia, sino también de sus relaciones, de su entorno social. No sorprende, entonces, la polifonía de Vestrini. El sujeto poético que determina su habla poética-narrativa es un “yo que en los poemas dice nosotros y se hermana con seres de la marginalidad urbana: mendigos, mujeres desnudas, ancianos, marineros, emigrantes” (Saraceni, 2010: 7).
En su primer poemario, Las historias de Giovanna (1971), Vestrini confronta al lector con el “denso y doloroso monólogo” (1993: 8) de un sujeto polifónico, sumamente subversivo y empá-tico. Atendiendo a un dictado íntimo y desgarrador, hace uso de múltiples voces o máscaras, dice nosotros / ellos / tú / yo para (re)contar y bosquejar la vida de una adolescente haciéndose mujer. Giovanna se convierte en otras/otros y en ella misma. Confluyen en estos poemas lo poético y lo narrativo, provocando un oleaje en el que el sujeto surfea reflejándose, involucrándose, mojándose y (des)doblándose cada vez más, en sí mismo y, al mismo tiempo, en el relato de una infancia de inmigrantes pobres, en un medio áspero. Así, la poeta alude y prolonga el “sueño descomunal de una infancia / que va y viene / como pájaro de mal agüero” (21). Se trata de un vaivén recalcitrante, de norte a sur y viceversa, en el que se van entremezclando sus recuerdos, su memoria personal y colectiva [siempre imbricadas y divididas], sus fantasmas, sus aventuras amorosas, su “estallante nostalgia” (21). Si bien las historias de Giovanna, paralelas a la biografía o a la novela fragmentaria, pueden ser consideradas como marca de la época, la de la lucha armada, la guerra de Vietnam (9), también ponen de manifiesto síntomas claves de su “terca soledad” (110), de “aquello que golpea desde adentro / largo dolor jamás concluido” (25) e imposible de reparar y que, como veremos más adelante, anuncia su voluntaria retirada final. No en vano el crítico literario Julio Miranda intitula su prólogo a la edición Todos los poemas, de Vestrini, “Canto de muerte”.
Estas historias también revelan “la ira de la madre” (39), la madre que “llora” y se queja de la vida en el extranjero; así como también su alcoholismo, esa forma de diluir y disolver la tristeza que Vestrini elogia en su cuento Todo el santo día:
Tantos estudios sobre las maldades del alcohol y nada sobre sus beneficios. Los latidos se normalizan, la bola se deshace, los ojos se aclaran, el pulso ya es firme, la cerrada angustia se desvanece y el pecho se abre. Clásica crisis de angustia diluida correctamente en un trago (2001: 40-41).
A esa adversa cotidianidad de Vestrini se añaden imágenes fugaces y líquidas de implacable ternura.
Todo mezclado, Giovanna
como esa neblina que enturbia la fuente de la plaza
y nos llama a la dulzura de una sola estación
[…]
He andado el país, Giovanna
de nada sirve haber amado tanto la lluvia,
el olor del mar,
los revolcones en la hierba (24-25).
Son gestos o sensaciones que vienen a suavizar o purificar su registro de experiencias de desamparo. La gracia de la ternura es capaz de diluir los momentos más rudos de la existencia. Luego de una (des)aventura amorosa, Giovanna dice, mirando por la ventana de algún hotel: “tiemblo, / como el pequeño habitante de un paraje que nunca fue mío” (44).
II
El temblor y la soledad, in crecendo, determinarán su segundo libro: El invierno próximo (1975). Temblar refiere a un movimiento breve y rítmico, en alemán zittern: aparece en la traducción de la Biblia de Lutero en relación con personas y normalmente asociado al miedo, a diferencia de beben, que se refiere al temblor de la tierra, las montañas. La condición lingüística actual entiende beben como una fuerte sacudida que afecta profundamente a la tierra o al ser humano, y el temblor (zittern), en cambio, como un movimiento de vaivén más suave y ligero. En conclusión, el temblor de Vestrini matizado por la melancolía —no meramente por el miedo— actúa como una llovizna, agua incesante que da al cántaro de su soledad. Digamos que su invierno lluvioso es un intento de diluir su polaridad norte-sur.
Tal disolución sugiere crisis. Significa que algo se ha roto, que llegó a un punto crucial y decisivo. La poeta toma más consciencia de su “pesadilla”, de la necesidad de reflexionar y analizar “el dolor [que] sobrevive”, eso que se “deshace” cuando quiere “porque, te lo dije, / va y viene el fulgor / el insufrible mal / de todo tenaz afecto” (69). Correspondiendo con este criterio, observamos, por ejemplo, en el poema XII, a un sujeto poético que oscila como un péndulo, prendiendo y apagando luces, al borde de la locura. Se trata de una denunciante insistente que expresa y analiza de modo crítico y consciente su subjetividad afectada: “estudio con sumo cuidado las diferencias entre dirritmia / psicosis-esquizofrenia-neurosis-depresión-pánico / y me arrecho” (64). En adición, Vestrini logra crear así una subjetividad transcendental que abarca a otras subjetividades o sociedades afectadas. Levanta su voz contra el efecto normalizador [de licuadora] de ciertas corrientes de terapia psicoanalítica.
Según Foucault, el misterio de la locura consiste en la cualidad de la voluntad y no en la incorruptibilidad de la razón (130). La conciencia crítica de la locura emerge del bagaje razonable, antes de elaborar una noción, puesto que él no define, sino que denuncia (158). De modo que el sentido de la crisis se debe buscar en el presente roto. Después de Nietzsche y Artaud sabemos que todas las formas de conciencia de la locura están presentes en el corazón de nuestra cultura, y el hecho de que sólo puedan ser formuladas a través de la poesía no indica que desaparecen, sino que se mantienen en la sombra, en la más libre y espontánea forma del lenguaje. De ahí que poner en cuestión su fuerza, probadamente atraerá nuevas fuerzas (164).
No obstante, lo más notable de El invierno próximo, de Vestrini, es que esta crisis o revolución intestina nos da luces sobre la herida primigenia de la poeta: “Si hubiera tenido un padre […] el desconsuelo sería más pequeño” (66). Lúcido diagnóstico, el cual nos impregna de la dulzura que, a ratos, la protege. El poema XIX sigue la misma tónica. Por un lado, detalla la cosificación de lo femenino en la sociedad moderna (uno de los temas más examinados en relación con su poesía); por otro lado, nos ofrece una imagen de irrebatible ternura: “El cuello / hermoso y largo / doblado hacia las piernas / piensa […] y grita” (72).
III
Pocas virtudes (1986), el último poemario que publicó en vida, es una flecha de tiempo. Cinco años después Vestrini se suicida. Con una cuasi arte poética abre el libro: “En el patio de Anaïs Nin / dilapido mi muerte / perdida pero obstinada” (79). Sabemos que también Anaïs Nin y su padre se separaron, cuando ella tenía once años. Sus Diarios lo comprueban. De modo que Vestrini pisa duro en ese patio común de la poesía sin padre. Desde su experiencia de forzado desarraigo, en el poema Letanías y pocas virtudes reflexiona sobre su condición de “ser triste y muerta”: “mi delito / delito de largas y profundas noches / cuando la lluvia tarda en caer / y todo me hace pensar / en mi padre / en mi madre / en la tierra / mal cerrada” (81-82). Imposible no traer a colación La vida es sueño, de Pedro Calderón de la Barca, el monólogo de Segismundo frente a Rosaura: “¿qué delito cometí / contra vosotros naciendo?”. Segismundo fue separado y mandado a encarcelar en una torre por su propio padre, el Rey Basilio. Entonces, desde esa torre “mal cerrada”, que es la melancolía y la separación, Vestrini da cuenta de sus difíciles madrugadas, de su llovizna sin tregua. Toda esa “agua / agua de todos los días” va a dar a su “boca / boca triste de grandes palabras” para desembocar en la triada o delta de su destierro: “madre”, “padre”, “tierra” (81-82).
En aras de profundizar sobre el conflicto con la madre, propongo examinar la denuncia que Vestrini hace en el poema No vuelva más por aquí. La poeta reconstruye una consulta de psicoanálisis no sólo verbal sino también visualmente. En la columna izquierda habla la paciente; en la derecha, la o el terapista. El poema combina el soliloquio [reflexión de la paciente] con el monólogo que reproduce una conversación con ella misma y con la o el terapista imaginario. El poema calca lo siniestro de su experiencia de forzado desarraigo. Al final de la consulta, la voz de la terapeuta resume su pesadilla:
Vamos a ver. Usted es una niña. Tiene
diez años. No le teme a nada […]. Su madre
la toma del brazo. La lleva a pasear
por el pueblo. Le habla de demonios
y aparecidos. Usted se resiste a ese
brazo que la envuelve toda. ¿Fue entonces
cuando sintió miedo?
Pueblos y demonios. ¿Qué sabe
ella de todo esto? Viene a preguntarle
por el infierno de los desparecidos.
Y me devuelve a la ciudad, a la luz
que me llevará a la penumbra.
Antes de cerrar la puerta, me dice:
¡no vuelva más por aquí! (109-110)
Vale preguntarnos, entonces: ¿Qué nos ofrece la lírica en el terreno de lo precario, emergente, del choque de la experiencia personal con una realidad de forzado desarraigo? Se puede perdonar el desarraigo, la separación forzada del origen genealógico. Se puede perdonar lo que olvidar o borrar no se puede. Sólo donde existe lo irremisible, donde es imposible absolver, sólo ahí existe el perdón, argumenta Derrida (2003: 29 y p.s.). (Per)donar significa dar/donar completamente allende lo ocurrido. Pero cómo estar seguros de que el don o la gracia de perdonar acontece en realidad y que no estamos olvidando o descuidando el acontecimiento, lo irremisible. De modo que el perdón se da desde su propia imposibilidad, haciendo lo imposible para que ocurra. Sin duda nos encontramos ante una extrema paradoja. Se trata de una doble gracia, puesto que el perdón está condicionado a la ternura (Dufourmantelle, 24). Sin revolución interior, el acto de perdonar resulta un burdo pasatiempo, ahonda la herida, profundiza el desarraigo. El perdón, como la ternura, libera no sólo al sujeto donante sino también al recipiente. Ocurre siempre a destiempo, de modo asimétrico y justo cuando se pierde el equilibrio. Igual que la poesía.
Recordemos: la ternura es política, no se deja dominar ni reprimir; tampoco permite subterfugios. Por consiguiente, una subjetividad sometida a la violencia, que no sabe otra cosa que sacrificarse, va a desarrollar la ternura no como arte u opción, sino como una salida para evitar el conflicto o la violencia. En fin, los libros póstumos de Miyó Vestrini, Valiente ciudadano (1994) y Una buena máquina (2015), dejan claro que la ternura no se transforma en refugio [nunca]. La ternura es siempre una forma de retirada.
Si la poeta de El invierno próximo desea “que la muerte sea simple y limpia / como un trago de anís caliente” (73), es decir, de aguardiente, en Valiente ciudadano suplicará, extrañamente, a Dios: “Dame, señor, / una muerte que enfurezca” (117). En estos textos, la madre es la protagonista, el blanco de su denuncia: “Alguien descubrió el mundo por mí / y me dejó tirada a mitad de camino / entre el sol / y la niebla” (120). En otro poema dice: “Muéstrame eso que te hizo tu madre cuando eras niña” (128).
IV
El libro Una buena máquina (2015) nos muestra un aspecto primordial de la poeta y de su oficio. Esta exquisita edición comprende poemas y borradores en los que se manifiesta lo carnal y lo psíquico del proceso crítico-creativo de Miyó Vestrini. La crisis de la creación refrenda, en su propia obra, la creación en la crisis. De ahí que la elaboración del poema revela, en simultáneo, la causa y la forma de su “pesadilla” y su “ternura”. Parafraseando a Lezama Lima, podemos decir: Vestrini no resiste la escritura. Por consiguiente, su voz, siempre sonora y, por ende, dulce, transforma, desgarra, quiebra, separa, tacha, repite, enmienda hasta el suicidio. Su poesía encarna una tentativa de disolver lo indisoluble. No en vano Vestrini declina en toda su obra creativa el elemento de la ternura, el agua en todas sus formas y verbos posibles (lluvia, aguacero, desagüe, mar, río, arroyo, alcohol, neblina, tinta, sudor, sangre, inundar, llorar, beber), hasta llegar a la forma más orgánica, pura y transparente: la lágrima.
A continuación, transcribo notables citas de Una buena máquina, que reiteran la poética de la ternura desarrollada por Vestrini. Sus sentencias, enumeraciones y desahogos caen como un torrencial aguacero, llenando, rebasando hasta el vacío.
Del poema La hija: “Todavía no escoge el lugar / pero piensa ya en el exterminio de la luz / y la inquietud llena de lágrimas sus ojos”.
Del poema Este maldito territorio:
El señor del piso de arriba abre la ventana de vidrio sobre rieles / atisba el soplo de la noche como quien no tienen dónde llorar / y cuando ocurre / se me llenan los ojos de lágrimas / y me desvivo con él / asunto pequeño de balcón a balcón.
De un borrador en prosa: “Una sangre toda mía, corrida de luna en luna, con el párpado cerrado bajo una mano tranquila. Lo miré y se llenaron de lágrimas mis ojos”.
Para mi madre
es doloroso
excesivamente
ser yo
y permanecer quieta
mientras mis ojos
se vacían
hacia abajo
Mis ojos
llenos de lágrimas.
El 29 de noviembre de 1991, Miyó Vestrini se suicida con una sobredosis de Rivotril: “El agua [de la bañera] la rebasaba”, según su biógrafa (2008: 95). En fin, la ternura cose el mundo, como un poema cose los jirones de lo real, sin reconciliarlo.
Las traducciones del alemán son de la autora
Referencias
Díaz, Mariela (2008), Miyó Vestrini, Caracas, El Nacional, Biblioteca Biográfica Venezolana.
Dufourmantelle, Anne (2013/2020), Macht der Sanftheit [Puissance de la douceur], Brinkmann & Bose.
Foucault, Michel (1961/1996), Wahnsinn und Gesellschaft [Histoire de la folie]. Eine Geschichte des Wahns im Zeitalter der Vernunft, Frankfurt, Suhrkamp Verlag.
Lezama Lima, José (2010), Escritos de estética, Ed. Pedro Aullón de Haro, Madrid, Editorial Dykinson.
Saraceni, Gina (2010), Miyó Vestrini: Los primeros aullidos, El Salmón–Revista de Poesía, año III, núm. 7, pp. 4–7.
Vestrini, Miyó (1994), Todos los poemas, prólogo Julio Miranda, Caracas, Monte Ávila Editores.
Vestrini, Miyó (2015), Es una buena máquina. Poesía inédita, prólogo y selección Faride Mereb, Caracas, Ediciones Letra Muerta.
Vestrini, Miyó (2001), Órdenes al corazón, Editorial Blanca Pantin.
Vestrini, Miyó (2002), El encierro del espejo, prólogo Claudia Schvartz, Caracas, Editorial Blanca Pantin.
Geraldine Gutiérrez Wienken (Venezuela, 1966). Poeta y traductora. Es magíster en Ciencias de la Literatura y doctora en Filología Alemana por la Universidad de Heidelberg, Alemania. En 2007, obtuvo el IX Premio de Poesía, Ciudad Real, España por su poemario Con alma de cine. Ha publicado compilaciones y traducciones de poetas alemanes (Rainer René Mueller, Hilde Domin, Inge Müller y Rose Ausländer, entre otros). Recientemente publicó su poemario El silencio es una bailarina (El Taller Blanco, 2020, Alción, 2021).