ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Lorenza Lumbaque

Luis Arce

 

 

Quizá se había sonado la nariz con demasiada fuerza, quizá fue culpa del calor, pero, al notar el pañuelo manchado y sobresaltarse ante la caída de una pequeña gota de sangre en su vestido blanco, recordó que estas hemorragias repentinas casi la matan cuando tenía seis años; recordó también que hace años no sufría un episodio como este, así que visto desde cualquier ángulo, esta era una situación extraordinaria. Desde fuera uno podría pensar que dicha imagen no estaba alejada de la realidad y tampoco pertenecía al terreno de la ficción. Era la clase de suceso que habita siempre entre dos o tres esferas de la percepción. La primera, inaprensible y extraña, sería la del pensamiento, con todo y sus absurdas maromas y angustiantes lagunas. La esfera donde un sangrado de nariz siempre significa mucho más que un sangrado de nariz. Es bien sabido, pero quizá debamos recalcarlo: todo evento, una vez aislado y recogido por la cabeza, sólo puede ser exagerado, nunca menos, aunque sin duda sería preferible que pudiéramos regular sus consecuencias, hacerlo menos relevante, vaciarlo y dejarlo flotar, ingrávido, hasta que se desvanezca. Pensándolo bien, esta imagen (su vestido manchado, el par de dedos apretando la nariz para detener la hemorragia, lo que algunos acusarían como una pavorosa falta de vitamina C) le recordaba irremediablemente a sí misma. Y es aquí donde la cabeza comienza a hacer sus trucos. Seis años, nueve años, quince, veinticuatro, todas las veces exactamente de la misma manera, todas las veces en soledad,siempre con una gota de sangre manchando alguna de sus prendas favoritas. Piensa que siempre será de esa forma. Ella. Su cabeza no piensa lo mismo. El nerviosismo, lo aislado de sus pensamientos, la efervescencia de las cosas que recuerda y olvida no sirven de nada mientras todo el momento le remite a pensar que si algún día muere de algo, será de un sangrado de nariz. Imagina miles de gotas acumulándose en un charco espeso. La luz del sol iluminando la gigantesca mancha y los destellos que la inquietan al mismo tiempo que la hacen brillar como los trozos de un vidrio roto. Quisiera poder detenerse y tomar una fotografía del desastre, pero está a punto de desmayarse y sabe que eso es imposible. La cabeza piensa, sin embargo, en todas las formas posibles que tiene la persona de caer. A veces se imagina cayendo de rodillas sobre el charco, a veces piensa que se desvanecerá hacia atrás y su nuca reventará contra el suelo, a veces piensa que intentará dar un par de pasos buscando ayuda, pero apenas levante su pie del suelo, su cuerpo va a colapsar. Una pequeña sonrisa alcanzará a dibujarse en su rostro, levantando la comisura derecha del labio, sonriendo con maldad, con ironía, como quien reconoce a la muerte y la saluda diciendo: grandísima hija de puta, sabía que estabas por aquí, en algún lado.

Toma el pañuelo y forma un pequeño tapón para su nariz; empieza a caminar con la cabeza inclinada hacia arriba. La cabeza siempre se las arregla para engañar al cuerpo, aunque los signos, las pequeñas indicaciones de que algo anda mal, digamos los escalofríos, los mareos, el sudor desesperantemente frío, hacen todo lo posible para no perder la batalla. Igual pierden, siempre la cabeza ha manipulado el cuerpo para protegerse por encima de todo y bajo cualquier circunstancia. Es, por ejemplo, el punto más alto de la anatomía, es decir, también, el más inalcanzable de todos; los brazos pueden protegerla de casi cualquier amenaza y cubrirla en caso de derrumbe, los ojos están diseñados para localizar con rapidez cualquier amenaza que la circunde, los oídos también. La cabeza recibe en todo momento información de primera mano sobre cualquier peligro cercano, se protege sólo a sí misma. De paso se descuida al resto del cuerpo, dejando al abdomen en una posición sumamente comprometedora, pues los brazos jamás podrían proteger ambas partes del cuerpo. Es fácil suponer que las otras cabezas saben esto, lo que explicaría por qué, rabiosamente, dirigimos nuestros ataques más sangrientos y letales hacia las entrañas. En cualquier caso, la cabeza está ahí. Piensa que está en control de la situación. Se engaña. Llega un punto, en la vida de toda vida, en el que no es posible continuar, y el instinto y la intuición de supervivencia se hacen cargo del resto, pero nadie que lo haya experimentado podrá negar que se trata de un episodio cargado de frustración y despecho, nadie que haya estado cerca de morir por causas aparentemente inofensivas desconocerá el hecho, y la confirmación, y la suprema aunque estorbosa sabiduría, que consiste en reconocer que saber pensar las cosas no sirve para nada. Así que funciona, piensa la cabeza, mientras el cuerpo se ve obligado a continuar con una fatigante lucha sin sentido. Si pudiera elegir, hace tiempo habría dejado esta batalla. Quizá a los nueve años, cuando el sangrado fue tan aparatoso que salpicó las libretas de al menos tres alumnos sentados a menos de un metro de distancia. Curiosamente, pensaba la cabeza, en ese momento no se preocupó tanto por el sangrado como por la vergüenza de sangrar frente a sus compañeros de clase; somos seres misteriosos y estamos hechos, también, de lo que hubiéramos preferido ocultar. Ahora no sabe si es el sangrado de nariz o la vergüenza de estar sangrando en un parque lo que la hará desmayar. Porque, así parece al menos, ella realmente siente que ahora sí, contra toda su voluntad, con la maravillosa disposición de “seguir de pie”, ordenada por la cabeza, parece claro que esta vez sí, que no importan los esfuerzos del cerebro por mantener todo en sigiloso control, es inevitable, casi como una premonición dirigida hacia la más violenta de las conclusiones: te vas a desmayar.

Y así ocurre. Un grupo de chicos que estaban sentados en la banca del parque acuden a su ayuda y lanzan preguntas demasiado obvias: ¿está bien?, ¿le llamamos a alguien?, ¿deberíamos llamar a una ambulancia? La primera pregunta siempre es esa. En tales situaciones la cabeza piensa si acaso sería posible hacer una pregunta más imbécil, pues toda la evidencia apunta a que, de hecho, nada está bien. Nada. Cero. Y, encima, a esta indiscutible fatiga se le ha sumado un factor todavía más peligroso, más angustiante: su vida está en manos de unos jóvenes que apenas son conscientes de las implicaciones de estar vivo. Y, sin embargo, ella tendrá que confiar en que harán lo correcto, justo como todos lo harían en momentos de emergencia, momentos así, cuya única cualidad parece ser el unirnos en una inseparable búsqueda de redención. Igual, los chicos consiguen hacer la llamada. Una ambulancia se dirige a toda velocidad a la ubicación de los hechos. Al llegar nota que los jóvenes no sólo han efectuado todo lo posible, se diría que incluso han hecho un excelente trabajo. Mantuvieron la cabeza estable, consiguieron una sombrilla para evitar que el sol golpeara directamente el rostro de la desmayada, sacaron –no se sabe de dónde– una almohada, hasta consiguieron agua. Ella se siente aliviada de haberse encontrado con estos chicos y no con una bola de inútiles. El cerebro juega entonces otra de sus trampas. Una trampa extraña y hasta falta de sentido. Retira el foco de la gravedad de la situación y lo pone en los chicos que aspiran a haber hecho un buen papel en una situación tan exigente. Grandes muchachos, piensa el cerebro, y se justifica asegurando que al final todo va a salir bien, por lo mismo es hasta prudente pensar en otras cosas, cosas como el qué están haciendo estos chicos, a esta hora, en un parque, cuando claramente deberían estar en la escuela. La cabeza se mueve incluso hacia cosas mucho más preocupantes: piensa, por ejemplo, en la alta probabilidad de que alguno de estos chicos esté realizando una historia de Instagram con este momento, y sus amigos, a kilómetros, estén mirando, no sin cierta fascinación, el hecho y las consecuencias de un sangrado de nariz. Hay que registrarlo para vivirlo, parecen decir, mientras los enfermeros llegan y la toman por la cabeza, la suben a la ambulancia y se dirigen al hospital más cercano. Uno de ellos quiere averiguar quién es la persona que está desmayada y, de ser posible, localizar a alguno de sus familiares para que pueda acudir a salvaguardarla. La cabeza del enfermero también le tiende sus trampas, pero una vida llena de ajetreos, coronada por la gigantesca responsabilidad de las vidas que han pendido de sus manos, lo han hecho un tipo mucho más práctico y estable. Así que se apura a tomar el bolso de la chica para buscar alguna identificación, una licencia, quizá la credencial del trabajo, que pueda aportar algo de luz a todo el caos que ahora se concentra dentro de este vehículo de cinco metros de largo por dos de altura. Encuentra, eso sí, varios billetes viejos, un par de fotografías –niños, apenas en primaria– y, finalmente, una credencial de elector caduca: Lorenza Lumbaque, se llama la chica. Y el enfermero piensa que ese es el nombre más lindo que ha escuchado en toda su vida. Pero su cerebro insiste en hacer a un lado el impulso de conocerla. En esta esfera poco importa si pudieron llegar a conocerse o si acaso esto es el destino haciendo de las suyas; en esta esfera, piensa el enfermero, piensa acaso su cabeza, hay que salvarle la vida.

 

Luis Arce (Ciudad de México). Textos suyos han aparecido en diversas revistas, como Luvina, Metrópolis, Tierra Adentro, Periódico de Poesía, Punto de Partida, La Tempestad y Vice, así como en las antologías Paraíso en llamas (2008) y Motivos de sobra para inquietarse (2015).