Editar es escribir
Mónica Nepote
Soy editora porque soy lenta. Escribir textos me causa una cierta aflicción históricamente hablando (¿o debería decir biográficamente hablando?). Incluso ahora que escribo, lejos de sentir una energía fecunda lingüística que me desborde, siento algo más parecido a una presión, sofoco y angustia, lo cual me empuja a preguntarme cómo habré de llevar de la mejor manera posible esta ruta que me gustaría volver texto.
A menudo me pregunto cómo será despertar y sentarse a escribir sin ningún tapujo o ningún impedimento. Ahora que lo hago es de noche, y me cuestiono qué será experimentar la vastedad del lenguaje, sin dudar, con poca mesura en el descanso, sin huir a Twitter o Instagram o a cualquier búsqueda inocua en el navegador espía de confianza.
Soy editora porque es un punto a medio camino, mientras forcejeo con mis dudas y mis temores relacionados con la escritura.
Soy editora porque me gusta leer, sin duda, aunque confieso que algunas veces leer por quinta ocasión un texto me resulta fastidioso como idea; una vez abierto el texto en cuestión quizá me dejo llevar por el deseo de ver terminado el proceso de edición, por dejar que circule, por ver qué vida lleva o por desentenderme, en cierta forma, de él. Debo admitir que desearía que los procesos, los míos, fueran más rápidos y quizá, me imagino o me analizo, esto no es más que ese rush capitalista, esa idea tan premiada y bien vista de ser productiva. Editar escribir producir. ¿Cómo escribir y editar dando respiración y tiempo necesario a los procesos?
Quizá, quiero pensar, los tiempos del texto o mis tiempos ante un texto, en su escritura y en su edición, poco tienen que ver con la inmediatez. Eso lo descubrí durante los años que pasé por el trabajo de guionista en una televisora cultural, dentro del equipo de noticias. El hecho de terminar y dejar pasar un guion diario dinamitó toda intención siquiera o alguna ligera inclinación a imaginarme en la redacción de un periódico.
Por otro lado, y de manera paradójica (en este mundo, imperio de las paradojas), el cursar una carrera larga (cinco años) desalentó la idea de seguir un camino académico. No voy a negar que a menudo me reprocho todas mis elecciones; quizá si fuera más rápida y menos tortuosa no estaría aquí imaginándome un texto que hable de editar, sino escribiendo un ensayo acerca de la convivencia interespecie, de la observación de los pájaros y de la importancia de los perros en las protestas sociales. Hace un tiempo que leo sobre naturaleza, Antropoceno, convivencias interespecies y estrategias para afrontar un planeta herido (estoy citando a Donna Haraway); pero en otra dimensión, la obligada o la comprometida, estoy pensando cómo tejer todo esto, que es un mero entrar en calor para hablar de un trabajo editorial, porque mañosamente no escribo de lo otro, puesto que nadie me “obliga”; es decir, prorratear la voluntad es el ejercicio más usual y que más pena me da admitir.
Soy editora porque me gusta pensar que la edición es, a su modo, una escritura colectiva. En un primer borrador de este texto me dio por pensar en las figuras de los editores al estilo siglo XX, es decir, casi todas figuras masculinas; casi todos los ejemplos, europeos; y casi todos tan respetados como las grandes voces masculinas del canon occidental. Después pensé no darle demasiado cupo a estos pensamientos, no por otra cosa, sino porque precisamente mi idea de Editar como un verbo que puedo escribir en mayúscula comprende una serie de prácticas y de puestas en juego que implica colaboración, procesos que involucran textos, versiones, percepciones y modos de situarse; espacios para situarse; formas de nombrar.
Editar es unir, tejer y poner voces en contexto; a veces también es crear incluso los contextos; en ocasiones es estirar los formatos y los límites. ¿Qué hace que algo sea un texto? ¿Puede un audio ser un texto? Me gustan los poemas sonoros y visuales; me gusta —aunque no me encanta el término— la videopoesía¬¬¬¬¬¬¬¬. Me gustaría algún día referirme a ese orden de imagen en movimiento, sonido y grafía como algo que no sea un “videopoema”, pero, una vez más, ese no es el tema de este momento, aunque siento que si me desvío tal vez pueda lograr preguntarme por qué quien edita siente a veces placer y a veces fobia en nombrar. Eso es también parte de los actos que distinguen a lxs escritorxs, nombrar. De hecho, hay quien hace verdaderas apologías inspiradas en ese gesto. No es que propiamente nombrar me parezca más sobresaliente que programar una línea de código, aunque este sea sustraído de una página donde un programador generoso dejó abierto el código para esos fines. Nombrar es también un acto colaborativo y ceñirlo a la autoría es siempre un ejercicio que me resulta extraño. Nombrar porque tenemos lenguaje es un placer, pero añadir ™ al nombre me parece un gesto inocuo.
Editar, en un ejercicio personal, se ha vuelto una manera de escribir reescribir coescribir. Y es que las publicaciones parten del ejercicio de la colectividad. Un editor sin colaboradores no puede, por obvias razones, ser un editor, aunque potencialmente todos podemos autoeditarnos y autopublicarnos, dicho sea de paso, una opción por la que también he optado; pero el ejercicio de “escribir” como editar aquí quiere decir enfatizar el trabajo con otras voces, con otras escrituras; muchas de estas han decidido desplazarse a otras salidas más cercanas a la pantalla que al papel.
Según la teórica Katherine Hayles, la comunidad de escritorxs nos volvimos digitales mucho antes de incluso reconocer que lo somos; es decir, comenzamos a usar procesadores de texto y pantallas, a escribir archivos. Levante la mano cualquier lector o lectora que no tenga una o muchas carpetas de archivos de texto desperdigadas por ahí en sus computadoras personales, familiares o laborales, y, aunque pudiera ser, porque creo fervientemente en lo excepcional, casi estoy segura de que la gran mayoría de los humanos productores de texto guardan sus escrituras en formatos de procesadores de texto y, sin embargo, nuestra imagen de contenedor idealizado para almacenar nuestros textos impresos y para su circulación sigue siendo el libro impreso. Amo los libros, es verdad, no sería capaz de decir otra cosa. Me queda claro que el libro como tecnología ha mostrado ser cuasiperfecto, de lo contrario no estaría vigente luego de casi seiscientos años de historia. A pesar de mi confeso vínculo con este, me siento apelada por las prácticas que lo descentralizan y lo desacralizan. Las prácticas de escritura contemporánea nos llevan a situarnos como escritores y editores en otros contextos o en otros ejercicios que nos hacen preguntarnos ¿a qué nos referimos con escribir y publicar?, ¿dónde termina una práctica y comienza la otra? ¿qué tanta distancia se abre entre uno y otro ejercicio?
Soy una ferviente defensora de toda estética, así sea la más cutre, del DIY (Do it yourself o Hágalo usted mismo); me interesan los procesos que pueden ser compartidos y resueltos con las herramientas al alcance. Como se lo escuché decir a Carla Faesler: la low tech en cuestión de producción me apela mucho más en estos momentos que producir libros cuyos materiales los alejen de su posible adquisición y circulación.
Para construir un puente entre lo manual digital y lo manual analógico pienso en una de mis escritoras digitales favoritas: J.R. Carpenter; pienso en lo que suscribe el ensayo-conferencia “Una Red Hecha a Mano” (A Handmade Web), en el que hace una hermosa apología de los primeros años de la escritura digital en internet y de la forma en que las páginas eran programadas de manera personal, con las herramientas de código que cada quien tuviera al alcance. Al respecto, escribe:
Evoco el término una red hecha a mano para referirme a las páginas web codificadas a mano más que por software; páginas web hechas y actualizadas por personas más que por empresas y corporativos. Páginas web provisionales, temporales, únicas. Páginas web que desafían lecturas convencionales, escrituras, diseño, autoría, privacidad, seguridad o identidad.
El vaivén o la formación de esta artista, escritora digital canadiense-inglesa, es un caso que, me gusta repetir, da cuenta del intercambio entre mundos y demuestra de cierta forma (y digo esto porque no es lo mismo ser una autora en el norte global que en un país del sur) cómo es que estas rutas de escritura componen en sí toda una narrativa: Carpenter empezó estudiando dibujo de paisaje y de naturaleza; después hizo fanzines; al mismo tiempo empezó a escribir; y, durante una estancia en el Banff Center, hacia mediados de los noventa, presentó un libro cuya idea es que fuera una lectura circular, pequeños poemas hablando de ciertas zonas del cuerpo acompañados de dibujos, pero notaba que al terminar la lectura la gente dejaba el libro, y la idea de circularidad quedaba lejana a la impresión de las personas. Un amigo suyo le sugirió programarlo en HTML y Carpenter empezó su trabajo como programadora de poéticas y, más tarde, de narrativas hipertextuales. Toda su obra puede verse en su página: luckysoap.com. Ella se define como una hacedora de mapas, fanzines, libros, poemas y narrativas lineales y no lineales, intertextuales, hipermediales y de narrativas generadas por computadora. Estas prácticas cruzadas, que reivindican el espacio propio, la escritura descentralizada del libro que, finalmente, puede o no volverse este, son en sí ejercicios que reflexionan y ejecutan varios puntos que inician con los procesos de escritura, con poner en duda la idea de qué es escribir, ampliando a escribir también el pensar en el soporte, como quería Carrión; Carpenter me lleva a pensar en la autoría en diversos procesos, en otro proceso más que es pensar qué es una página, tanto electrónica como de papel, y, sobre todo, reivindica el trabajo de editar y autoeditarse.
Pensar en internet como un espacio de escritura hecha a mano nos remite a la forma en que podemos hacer fanzines o publicaciones de bajo costo con materiales al alcance. Desde mi punto de vista, algo que han permitido las tecnologías digitales es, precisamente, volvernos más autónomxs, es decir, podemos editar y publicar con tecnologías muy simples, podemos también escribir colaborativamente y confiar en los saberes colectivos para programar, hacer páginas, usar soportes múltiples. Estas tecnologías también permiten ponderar configuraciones alternas al momento de pensar la escritura y la edición, así como ver a estos espacios como exploraciones que, quizá, al final de cuentas se vuelven esa pregunta obsesiva que nos hacemos: ¿qué es escribir?
Y creo, mirando este caminar en espiral, que soy editora porque es mi manera de volver a la escritura, y escribir es para mí pensar en formatos y formas de hacer territorios, territorios que sean, como decía Curzio Malaparte, espacios como yo. ¿Cómo es hacer un libro como un cuerpo (el mío)? ¿Cómo hago un territorio que se parezca a lo que pienso? Es curioso, si algo se parece a mí, tendría que ser como espacio que reconoce lo plural, lo polifónico, lo que soy en conjunto con las otras personas.
Soy editora porque escribo y pienso colaborativamente, y es la forma en la que ejerzo la conversación y el pensamiento en muchas lenguas y con muchas cabezas, con muchos conocimientos y destrezas.
Escribo y edito y Edito y escribo con todxs y nunca sé a dónde va esa escritura, si será sonido, texto, imagen, todo junto; y es escritura política, crítica, lúdica, texto y silencio, imagen y ruido, página y pantalla.
Mónica Nepote (Guadalajara, Jalisco, 1970). Estudió la licenciatura en Letras Hispanoamericanas en la Universidad de Guadalajara. Es autora de los libros Trazos de noche herida (Fondo Editorial Tierra Adentro, 1993), Islario (Filodecaballos, 2001), Hechos diversos (Ediciones Acapulco, 2014) y Mi voz es mi pastor (Taimado Sioux Ediciones, 2014). Desde 2013 encabeza el proyecto de E-literatura del Centro de Cultura Digital.