ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Mario Pineda Chávez (Ciudad de México, 2000). Ha colaborado en la revista Ideario. Es integrante del taller de narrativa de Grafógrafxs.

 

EL IMPOSTOR

 

Camilo Ponce sale a la calle con el sosiego que le da creer que todo está bajo control. Era el caso de esa noche. Se encontraría con su novia Amanda en algún café para más tarde terminar haciendo el amor con el éxito habitual. Camilo estaba seguro de haber encontrado a alguien que sus nuevos amigos y, sobre todo, su madre aprobarían. Una certeza que igual no evita que su andar sea rígido y nervioso mientras llega a la esquina y no consigue ver el volcán nevado.

En Paseo Colón escucha el rodar de una patineta; la proximidad del sonido lo hace sentir intranquilo. Clava la mirada sobre el conductor, pero encuentra el rostro conocido de Tostado, con muchos más tatuajes que la última vez que lo vio. Camilo trata de esquivarlo, pero es reconocido con todo y su pinta de abogado.

—¿Qué transa, Ponce?, ya nunca te dejas ver, culero.

—¡Qué pedo, Tostado!, si no te veo desde que te encerraron en ese dizque anexo, güey —responde lo más natural que puede.

—Eso ya tiene rato, carnal, ya ando limpio. Ya sabes, pura motita, güey.

A las palabras le siguen las manos, que con vida propia sacan un gallito del pantalón. El mal disimulado nerviosismo de Camilo se vuelve más evidente, no ha consumido nada desde que está con Amanda y ahora los brillosos ojos de su anacrónico amigo se abren ante él, como la ventana a un mundo que sólo concebía posible en el pasado: allá, donde también habita Julieta, su pareja en otra época.

La mano tatuada humeándole de cerca le hace levantar la mirada, que se encandila con la opacidad del día y entonces fuma más por inercia que por nostalgia. Siente que su boca se reseca hasta extremos no alcanzados hace tiempo, mientras se pierde en fantasías de un remoto ayer. Su mente, ahora sin dueño, le revela con una milimétrica exactitud los tejidos de esa piel pálida, que ya no ve, y probablemente nunca más verá. Es tan distante ese punto de la vida de Ponce que ha dudado de su verosimilitud.

Camilo nunca habría revelado la naturaleza de sus encuentros con Julieta, donde cada vez se entregaba con mayor sumisión a las ansias de ella. Le habían enseñado desde niño cómo debía ser: violento siempre que fuese necesario y con dominio absoluto sobre la mujer dentro y fuera del sexo. Sin embargo, la fascinación le llegaba al someterse a Julieta, al permitirle a esa mirada impenetrable y severa montarse sobre él e imponer su querer como un versado jinete, que por más animal que tenga debajo, lo adiestra a su antojo.

Ponce vuelve en sí y se descubre solo. Aturdido, se pregunta cómo no reparó en el momento en que Tostado se marchó o si nunca estuvo ahí. Pero la segunda opción le parece imposible. Puede sentir la droga volviendo maniaca la producción de imágenes dentro de su cabeza. Turbado, se deja caer en la primera banca a su alcance.

Una vez sentado vuelve a ser poseso. El coito bajo control de Julieta pronto se hizo insuficiente y el cambio de rol, que después sería total, inició la noche en que Camilo accedió a que Julieta jugueteara con su ano, introduciéndole apenas medio dedo. Inútilmente trató de disimularlo, pero ambos sabían cuánto le había excitado. Asumir su rol se hizo para Ponce una obsesión, una manía que por momentos siente volver a él, deseando que ese pasado fuera su presente.

Noches enteras pensó si sería un desviado, alguien a quien sin duda su católica madre rechazaría. Sus miedos lo obligaban a ser otro, a reprimir el anhelo de experimentar aquel goce pleno. La invisible influencia de la gente había sido siempre poderosa, pero esa mezcla de miedo y deseo era lo que hacía más hondo su deleite. Placer que se desparramó al infinito la sucesión de veces en que Julieta lo penetró con furor sin más armas que sus dedos. “Eso era la plenitud”, ahora recordaba Ponce.

La remembranza lo hace sentir un extraño, un completo desconocido de Amanda y de todo lo que ella representa en su vida. Como si un maniaco forastero se hubiera hecho pasar por él todo este tiempo.

Ponce se levanta con la palpitación agitada, apenas controlando el vértigo de la revelación. Son pocos metros los que lo separan del café, donde de un momento a otro estará llegando ella. Si se apresura, podrá dar fin a la farsa antes de que el maniático, “el otro”, se vuelva a apoderar de él. Parece ficción. Como si pasado y presente hubieran cambiado de posición. Al poco, la mujer se dibuja en la banqueta y Ponce palidece sintiéndose poseído.

 

 

EL PARQUE ROJO

 

Por fortuna para el arribista, se imponen las escondidillas, su juego favorito. Siempre se ha sentido más en sosiego entre las sombras del silencio, que lo van curtiendo como experto seleccionador de escondites. Los tres cruzan la calzada polvorienta, lo único que se interpone entre ellos y el Parque Revolución o, como todos lo conocen, el Parque Rojo, por las numerosas bancas rojas en todo su contorno, antes ocupadas por prostitutas. Con el régimen actual, sólo los yonquis se atreven a habitar el lugar franqueado por la estatua descabezada de Carranza.

Del otro lado de la calzada Independencia es todo silencio. Los amigos se congregan bajo la farola parpadeando con demencia. Se percibe un aire tétrico y de densidad considerable. Emilio rememora lo escuchado en la radio:

–Oigan, los de la radio dijeron que hoy nadie podía salir después de la media noche.

El Güero le dice que cómo se cree las mamadas que escucha en la radio, y en el acto lo pone a contar:

–Hasta el cien, pero lentos, ¡cabrón!

Con las manos bañadas en sudor, Salvador defiende a su amigo:

–¡A ti nunca te toca contar, Güero! ¿Y si lo que escuchó Emilio es cierto?

–Ya vas a empezar de miedoso, igual que todos los de tu pinche pueblo —revira desafiante el Güero, con su mirada incendiaria.

Salvador, herido más por la cantidad de puñaladas que por su fuerza, se mantiene firme, preparado a esconderse como nunca.

Emilio se pone a contar sobre el trasero frío del general. Salvador sale disparado a la otra orilla del parque. Allí, un pasadizo escalonado, previamente visualizado en su mente, lo arroja al metro. En el subsuelo encuentra una podredumbre que sólo el olvido pudo dejar. El Güero camina rápido hacia la fuente destartalada y, una vez sentado, comienza a fumar.

El individuo termina el conteo en medio de un silencio glaciar. No pasa mucho tiempo para que visualice la silueta pálida, como de fantasma, bajo el humo. Se echa a correr hasta la estatua y, ¡zas!, le da una nalgada.

—¡Undostrés por el Güero, que está en la fuente!

—Ni estoy jugando, morro castroso —le replica la voz, acercándose—. Anda, ve a buscar al maricón de tu primo antes de que nos caiga encima la media noche.

Con el corazón dando brincos, Emilio se lanza a la búsqueda. Pasa revista a cada árbol y cada banca del lugar. Sólo encuentra basura y pipas de cristal. Muy nervioso, vuelve, suplicándole al Güero que se sume a la búsqueda; pero sólo hasta que faltan quince minutos para las doce le obedece. Agitados, sudando en frío, no encuentran ni rastro de él.

Para ellos han pasado apenas segundos cuando escuchan el estruendoso y prolongado chillido de la camioneta patinándose sobre la avenida. Su derrape en un intento de virar sobre el rojo es fructífero. Presas del terror, rompen filas. Uno corre despavorido. Otro arroja su pecho a la tierra suelta. El enfermo de fanatismo reporta en su radio el avistamiento de los comunistas que habían estado rastreando, y desciende de la 4x4 dispuesto a cazarlos.

Con la Kalashnikova en mano –apodada Cuerno de Chivo–, empieza a rafaguear como maníaco, al mismo ritmo frenético de la luz última de la farola. Ni el soplo del viento escapa. Las bancas desgastadas se tiñen de un rojo vivo, como no se les había visto en años. El sanguinario arrebato extrae a Salvador de sus sueños, mientras el parque vuelve a quedar mudo bajo la luz parpadeante.