Mariposas de otoño
(relatos sobre el desprendimiento)
Daniela Rodarte Córdoba
Papalotl
Hoy por fin terminamos el papalote. Papá y yo le dedicamos a su elaboración varias semanas. Él se va a trabajar desde muy temprano y cuando llega a casa yo ya estoy listo para irme a la cama, pero en los últimos días, antes de hacerlo, pasamos unos minutos en mi mesa de trabajo platicando sobre el día y pegando tiras de colores de papel de china hasta que logramos formar una increíble ala delta. Ensamblamos primero la estructura, luego armamos una larga cola con retazos de tela que mi mamá sacó de aquí y de allá.
—Está listo —exclamó papá mirándome con orgullo. Él vio la enorme emoción en mis ojos, me lo dijo.
—¿Podemos salir ahora? —pregunté, pues no aguantaba las ganas de verlo volar por primera vez.
—Es tarde, Leo. Además, tenemos que esperar a que haya sol y viento, así nuestra mariposa será más feliz en el cielo. El sábado nos vamos de día de campo con mamá y veremos si hemos hecho un buen trabajo. Mientras tanto, qué te parece si despejamos tu mesa para que puedas dibujar de nuevo y lo colgamos en esta esquinita del cuarto.
Pasé los siguientes tres días contemplándolo, con muchas ganas de que por fin llegara el gran momento. Al regresar de la escuela iba directo a mi cuarto. Mientras dibujaba veía de reojo nuestra obra maestra de ingeniería. “De verdad que está bien lindo nuestro papalote, espero que logre volar muy muy alto”, pensaba. Soñaba con mariposas-papalote que surcaban alegremente los vientos y me despertaba varias veces en las noches para contemplarlo a la luz de la luna. “De veras está bien lindo nuestro papalote”, me decía antes de volverme a dormir.
* * *
Por fin es sábado y nos vamos de día de campo. Cuando llegamos veo que mis papás han organizado todo un festín para celebrar el primer gran vuelo de la magnífica mariposa de papel. Tendemos un mantel bonito y acomodamos sobre él platos con fruta, sándwiches y botanitas ricas que prepararon la noche anterior.
—¡Anda, Leo! Vamos a amarrar la cuerda para tirar del papalote, es lo único que falta —dice papá, invitándome a jugar.
—¡Sííí, yo lo hago, yo lo hago!
Me apresuro al sitio donde papá ya ha puesto la cometa.
—Haz varios nudos y apriétalos muy fuerte.
—Lanzamiento en 3, 2, 1… ¡Tenemos un papalote en el aire, señoras y señores, y vuela majestuosamente!
Allá va, muy alto, y yo soltando línea para verlo subir cada vez más.
Todo sucede muy rápido. Una ráfaga de viento jala y me arrebata el cordel de las manos. Doy un suspiro de sorpresa y corro tanto como puedo para alcanzarlo.
—¡Aaaah, mi papalote!
Sólo veo a la magnífica mariposa alejándose por el cielo. Se me hace un nudo en el estómago y siento unas gotas de agua tibia corriendo por mis cachetes.
—¡No!, mi papalote.
No puedo decir nada más. Toda la alegría desaparece de repente y empiezo a sentir mucho frío por tanto aire y tanta tristeza. Nunca había tenido un juguete que amara tanto, y así, tan rápido, se me ha escapado.
Papá y mamá, que lo han visto todo, me abrazan y me hacen sentir un poco de calma.
—Tranquilo, hijo. Hemos hecho un extraordinario trabajo y nos hemos divertido mucho cada noche compartiendo tiempo juntos. Podemos volver a hacerlo y probar con otros diseños. ¿Qué te parece si mañana comenzamos de nuevo?
—Bueno —digo con algo de resignación.
—A los seres con alas les gusta tener libertad para volar —añade mamá dulcemente, limpiándome las lágrimas y jalándonos de la mano para dirigirnos hacia donde está el pícnic.
Nos sentamos a almorzar, escuchamos mi música favorita y platicamos. Notamos que una pequeña oruga se ha invitado al festín y nos hace compañía mientras se ocupa de una hojita de lechuga. Me guiña el ojo y yo le sonrío. Ya sé de qué color será nuestro siguiente papalote.
Cho
El lugar está lleno cuando te veo entrar de la mano de tu madre. Pareces un poco confundida, igual que los otros niños, quienes llegaron acompañados de sus hermanos, papás e incluso abuelitos. Muchos de ellos, chicos y grandes, fueron mis estudiantes, igual que tú, y con todos construí fuertes vínculos afectivos.
Mis familiares que se encuentran cerca de la puerta los van recibiendo con calidez y los acompañan a sentarse.
Tú te acercas de inmediato a saludarme. Tus grandes ojos me contemplan con serenidad. Yo te miro de vuelta con el mismo ánimo. Me da mucho gusto que hayas venido. Pasamos así varios minutos, sin decir nada, hasta que rompes el silencio con palabras que brotan desde lo más profundo de tu corazón de niña:
—¡Ay, Cho, te quiero tanto! Gracias por todo tu cariño, creo que nunca tendré otra maestra como tú.
De pronto algunos de los pequeños empiezan a llorar. No te explicas qué ha pasado y poco a poco el llanto se contagia. Al ver esto, corres hacia donde está tu madre.
—Mamá, ¿qué ha pasado?, ¿dije algo malo?, ¿por qué los niños están llorando? —preguntas.
Ella sólo te abraza y acaricia tu cabello para infundirte tranquilidad y aminorar tu preocupación. Veo que en tus ojos hay algo de tristeza, pero también dulzura, mucha dulzura.
Luego sucede algo que noto que te incomoda mucho: algunos de tus compañeritos empiezan a susurrar entre ellos.
—¿Por qué no llora? —pregunta una niña.
—Mírala, no está llorando —dice uno de los niños.
Abrazas más fuerte a tu madre y no quieres voltear a ver a nadie. No entiendes qué pasa, sólo sabes que dijiste algo que sentías profundamente y que eso desencadenó un mar de lágrimas. Pero tú no lloras, no entiendes por qué hay que llorar.
Se me ocurre una idea bonita para consolarte: bajito bajito, comienzo a cantarte al oído una canción que les enseñé cuando estábamos en la escuela: “Para mí / el día es tan diferente / despertar con el sol que en mi cara se siente…”.
Poco a poco voy pasando detrás de quienes se encuentran aquí reunidos —los adultos no pueden darse cuenta por el gran impacto que les causa ver mi cuerpo dormido al centro del lugar, yaciendo con los ojos cerrados— y les susurro muy despacito la misma canción que te he cantado a ti. Todos los niños empiezan a cantarla más y más fuerte, bailando a mi alrededor. Reímos. Bailo entre ustedes y, en medio de tanto júbilo, un montón de mariposas surgen del sitio en el que me encuentro recostada y me elevan. Comienzo a volar con ellas mientras les digo adiós con la mano. Nos despedimos entre risas, y les prometo que volveremos a encontrarnos.
Guardiana
¿Te ha pasado alguna vez que piensas que tienes la culpa de algo que pasa en tu familia y eso te pone triste y sientes tu cuerpo muy muy pesado, como si estuvieras llevando una gran carga de leña en tu espalda por mucho tiempo?
Alguna vez me sentí así, pero aprendí que es posible dejar de cargar ese fardo y empezar a ser más feliz. Te voy a contar mi historia.
Me llamo Aurelia, que significa dorada. Dorada como las hojitas de los árboles cuando llega mi cumpleaños o como las mariposas que vuelan en la misma temporada hasta el bosque en el que vivo con mi familia. Cuando nací ya casi no venían mariposas a mi comunidad y un día, cuando estaba por cumplir mi primer año, pasó algo muy triste en mi casa, algo que hizo que las últimas mariposas se fueran por muchos años. Al menos eso creía yo.
Según mi abuela, siempre he tenido un vínculo especial con las monarcas que año con año vienen a dormir al santuario. “Será porque llegaste en los mismos días y porque de chiquitita eras igual de dormilona”, me decía riendo cada vez que le preguntaba por qué creía que teníamos una conexión las maripositas y yo. Pero la verdad me la contó una tarde en la que no se encontraba tan alegre. Esa tarde ella estaba poniendo el altar de nuestros muertos y llevaba un buen rato nomás mirando la foto de mi abuelo. Yo entré para ayudarle, y así de la nada me dijo: “Si de verdad quieres saber por qué están tan entrelazados los destinos de las monarcas y el tuyo, hoy te vas a enterar”. En su voz había una mezcla de severidad y melancolía.
Verás: mis papás, mi abuela y yo somos guardianes del hábitat de las monarcas. Ellas emprenden un viaje desde el norte de América a finales del verano y llegan a dormir en estos bosques en otoño; lo han hecho desde antes de que nosotros comenzáramos a vivir aquí. Pero hace 20 años empezaron a llegar cada vez menos, hasta que simplemente ya no vinieron más a nuestra comunidad, Cresencio Morales. La tala clandestina y el cambio de uso de suelo para sembrar aguacate acabaron con grandes áreas de los oyameles en los que se posaban a dormir. Además, los plaguicidas usados en el cultivo las envenenaban.
Por eso mi papá, mi abuelo y muchas otras personas de aquí decidieron organizarse en una guardia forestal comunitaria, para patrullar el bosque de la reserva y sus alrededores y así proteger los árboles. Eso no le gustó nadita a los talamontes.
Aquella tarde mi abuela me contó que en la última temporada que las vieron, una gran mariposa, de las más grandes que vio en su vida, entró a la casa y se posó sobre mi cuna por largo tiempo, abriendo y cerrando sus alas.
Entonces llegaron ellos, los talamontes. Tiraron la puerta de la casa a patadas y echaron disparos. Empezaron a amenazar a papá y a discutir con él. Le dijeron que si no quería problemas, los dejaran hacer lo suyo. Uno de ellos intentó agarrarme para asustar a mi familia. El abuelo quiso detenerlo, pero en el forcejeo recibió un golpe en la cabeza con un arma. Quedó tirado en el piso. La mariposa revoloteaba en el cuarto, agitada. Eso hizo enojar más a los talamontes. Las mariposas eran el motivo por el cual no podían seguir haciendo su ilícito negocio.
Yo lloraba. Papá, mamá y la abuela gritaban mientras echaban a empujones a los talamontes con ayuda de algunos vecinos, quienes habían venido al oír el barullo. Todo ocurrió tan rápido que nadie había notado que la gran monarca se había posado en el pecho del abuelo; hasta que entraron de nuevo a la casa se dieron cuenta. Fue entonces cuando se percataron de que él ya no se movía y de que no despertaría jamás. Y así como llegó, la mariposa salió volando de la casa.
La abuela creía que en aquel momento la última monarca en visitar la comunidad nos había marcado al abuelo y a mí. Dicen que ellas llegan a llevarse las almas de nuestros muertos y eso habían hecho con la de mi abuelo. Por algún motivo no se llevaron la mía.
Después de ese día la comunidad de Cresencio Morales dejó de ver mariposas en sus bosques. Cuando mi abuela me contó la historia completa, no pude evitar sentir que las mariposas y el abuelo se habían ido con mi llegada y eso me entristeció mucho. Nunca pude conocerlos y dejé de sentirme especial. Al contrario, creía que por mi culpa el abuelo había perdido su vida y la última monarca se había marchado, alejando para siempre a todas las mariposas.
Con el paso de los años fui creciendo poco a poco y entendiendo que las cosas no eran como yo pensaba, que todo el mal lo habían hecho aquellos hombres que querían tomar algo que no era suyo, que sólo le pertenecía a la naturaleza. Me di cuenta de que aunque yo no podía traer de vuelta a mi abuelo, que se había ido con aquella magnífica mariposa, sí podía hacer algo para que ellas se sintieran invitadas de vuelta a Cresencio Morales.
Le pedí a mi abuela que me enseñara a reforestar y a cuidar retoños de oyamel para verlos extender sus ramas hacia el cielo en un abrazo de bienvenida a nuestras queridas visitantes. Con cada árbol sembrado, la alegría regresaba un poco más a mí. Con cada parcela de tierra convertida de nuevo en bosque, mi familia y mi comunidad se volvían más fuertes y tenían más clara su misión: seríamos cuidadores de cada mariposa que llegara a estos árboles, por los años venideros, hasta que las monarcas decidieran llevarnos a nosotros en un viaje eterno por los aires, en el que ellas se convertirían en nuestras guardianas.
Daniela Rodarte Córdoba (Ciudad de México, 1983). Es comunicóloga y maestra en Estudios Visuales. Es integrante del taller de narrativa de Grafógrafxs.