Las mariposas no sueñan[*]
(fragmento)
Rogelio Saunders
Oí el sonido consonantado a lo lejos, y supe que había comenzado el ritual.
No era de noche ni de día. Era sólo el momento en que creía bajar una cuesta, convertido de nuevo en un estudiante. Pero aquella cuesta gris no llevaba a un teatro o un aula. Tal vez sí a un teatro, pero nunca a un aula. El cielo, ininminente, me empujaba por subdivididos túneles, y cuando creía estar sentado en la banqueta de una cafetería, me descubría acostado en un tosco lecho de tablas, cerca de una pantalla que parpadeaba con un ruido de fondo.
Ya no oía el vuelo rasante de los cormoranes anunciando la proximidad de la tierra. Sólo el tictac descompuesto del reloj, la dividida sonrisa del retrato (“yo era, yo soy”), y esa rosa eterna cuya decadencia coincidía segundo a segundo con la duración (o la ausencia de duración) del milenio.
Oh, rosa —escribía—, y luego lo borraba.
Las noches, las madrugadas, los días, las mañanas se seguían sin orden. No había un orden o una. Sólo reflejos en el cristal, grandes cabezas de cartón asomando por sobre los toboganes descoloridos. Y a lo lejos, como el esqueleto de un gran animal, la rueda destartalada y úcrona que el rayo del ojo hacía creer que giraba. Esa rueda era también un joven guerrero hermafrodita que recorría la noche con su carcaj calcinado, hendiendo sin ruido la oscura vegetación, dueño de unos senderos que nadie más podía ver, cantando para sí mismo una canción que hablaba de una cubierta luminosa y de una larga hilera de balaustres blancos.
Yo me deslizaba del sueño a una ventana, y atravesaba paredes que se levantaban como gestos en el papel, paredes inclinadas en ángulo agudo, allende un cristal empañado con la huella evaporada, curvada, proterva de una mano de niña. Las voces temblaban aún en el aire cuando doblaba un saledizo donde un seto figuraba una cuadrilla de hombres sentados. El perro negro que me seguía a veces por la noche era tal vez un signo. Privado de aventura y de capota, pensaba en el hambre, en las largas jornadas en el serpeo negro de la nieve, donde tantos habían escuchado una orden equivocada y habían desaparecido como sombras en el lecho de un río que era también la pendiente vertiginosa de un desfiladero.
La rosa estaba allí, eterna en su sarcófago cristalino, erguida allende el agua estancada en el presentido lago (también inexistente, pintado y borrado y vuelto a pintar en la transparencia de la tela). Había visto o entrevisto más de una vez ese promontorio amurallado en la tela transparente. Y el nombre del pintor que resonaba al unísono, sin lugar pero en ese lugar siempre, pues era un nombre inseparable de un lugar, y un lugar inseparable de sí mismo, evaporando de pronto la indignidad de toda espalda (yo caminaba por esas calles, yo me recostaba en esos muros, miraba desganado los cestos y las telas, rodeado por un olor de incienso, por niños que corrían: era yo mismo que corría, hijo del polvo, de la noche dibujada y borrada). De pronto era allí y sólo allí. Y ese allí que lo contenía todo no estaba, no podía estar en ninguna parte. La rosa, como el halcón, no miraba a nadie. Había escuchado la voz y se había vuelto sombra, eco. Boca y labio de lo que no puede hablar. Oreja y oído de lo que no puede oír. Y sin embargo, algo persistía más allá de todo oír, un sonido intermitente de campanas, de pequeños martinetes en la cintura redonda del reloj. Era la hora que no se dejaba ver. La frase inconclusa que yo esperaba en cada golpe de la mano, en cada sajo del sextante en el papel de cera, zigzagueando en la poca luz mientras el insecto nocturno se acercaba a la escalera de piedra con un rechinar de redondeles de sierra diminutos.
Parado en el umbral que separaba dos mundos, dos rotaciones del ojo, dos rayados vitrales, yo era la cantidad sin forma que vigilaba el contorno del más extraño nacimiento, allí donde había, o soñaba que había, una luz invisible que separaba un rostro de otro rostro, un cuerpo de otro cuerpo, como una cesura transparente. Cómoda y espejo en los que el corazón regolpeaba. La noche, espesa como el lodo. El pañolón que se alejaba en lo oscuro, ondulando como un siluro fantasmal. El espejo y la letra dictaban. La noche respondía con lentas sílabas de condenado. Se adivina una Y entre el espejo que devolvía la imagen y el espejo que no devolvía la imagen. Dentro de su caparazón hueco, de muñeco de masilla doblemente rellenado con la harina del reloj, algo cantaba (yo oía el susurro de la canción, como quien ausculta un corazón mecánico). Miraba en los ojos desconocidos del que me miraba, hecho a todo abismo como un niño que corre y que ríe apareciendo y desapareciendo a lo largo de una hilera interminable de ventanas.
La noche tenía ojos azules que miraban desde los capitostes de inexistentes farolas. Pero yo no llegaba a ella (ni ella llegaba a mí) de golpe. Siempre se interponían remolinos amarillos, y ese recuadro negro que oscilaba (ampliándose y espesándose, o adelgazando y disminuyendo) como un pañolón blanco que fluctuase en la oscuridad de un bosque. Era como la máscara de saco con torpes agujeros que velaba entre dos postes amarillos. O como esa mujer a la que le escribía una carta que nunca conseguía terminar, porque para terminarla hubiera tenido primero que comenzarla. (Siempre por comenzar, pues: interminable, interminada.)
El dictum caería sobre el reloj y sobre la hora como sobre dos mundos separados. Nada se habría puesto en marcha. El fulgor siempre lejano era aquí una apagada mancha violácea donde flotaba una forma de desvaídos pétalos, esparcida y pulsátil, siempre líquida y siempre heterocroma, como aplastada, indefinida rosoidea tornasol.
Porque su nombre (pero ¿tenía nombre?) aún estaba asociado a la mañana o la noche de un día. Su cuerpo amarillo, inesperado, tendido como una hoja en el cemento gris. Cuerpo como una cara sin ojos, inextenso, incapaz de saciar o ser saciado, sin comienzo ni fin. En la roja espera del dedo que ronda, pespunteando como un cálamo dormido el sórdido saco, ausente en la lluvia menuda que cava con ritmo desigual una infinitud de agujeros en el lodo del patio, como agujas en un ojo inflamado.
Ese ojo inflamado (escuchó o dijo) que llama, como la hoja, hija de la tortuosa escalera (escalera de Scriabin, escalera de Dostoievsky). El perro negro como una estatua junto al estante blanco ya deslucido, donde hubo o habría una infinidad de medicamentos (de desencantados, indecididos forcejeos de cabezas). Un sueño o muchos sueños: un delirio o muchos delirios. El suspiro del cuerpo sin ojos, la larga línea dibujada con mano desigual (pues era el dibujo, incisivo aunque inexistente, el que lo resumía todo). Y al tocarla (pensó que escribiría), la posibilidad única (como el brillo de perla de una gota) de que ella nunca hubiera estado allí; y sin embargo contenida en mí (en él) siempre, pues esa llamada, aunque resonara hoy, nunca podía ser de hoy ni escucharse hoy, sino sólo en la sombra de todo hoy, como en un largo túnel. Túnel del ojo, que no mira, sino que resuena. Túnel en cuya cripta dibujada colgaba siempre, engañosa, una úvula (hundida en la profundidad sigmoide de la Grotta, con sus orificios perforados a intervalos regulares, visible y misteriosa como la tumba del poeta.)
Llama, y el pardo siluro de lino se entierra, como en la sequedad de una espalda. Abre la boca en la arena, oyendo la huida de los cangrejos y viendo a las intensas muchachas, cercanas y lejanas como figuras de algodón en la mágica circunnabulatura de un catalejo.
Yo era el que volvía a subir por la escalera de piedra. Volvía en busca del espejo, del espejo del hecho; el oscuro espejo sin forma y sobre todo sin tiempo donde todo había sucedido ya y donde todo estaba por suceder. Donde el cristal conservaba aún la forma de la mano (el dedo resbalando en la saliva del cristal), y el ángulo se hacía cada vez más agudo, llevándose consigo calles y más calles, setos y más setos, prometiendo un agua o un cuerpo amarillo en el agua que nunca acabaría de aparecer. Pero sobre todo buscaba, oía, en el estuco que simulaba una extendida acuarela (y siguiendo unas huellas que eran las mías en lugares que yo nunca había pisado), no una salida ni una luz sino el pasaje, la abertura en el aire ensoñado y el camino donde la flauta roja resonaba aún, uniendo la piedra y el silencio bajo el arco verde, más allá del cual podía verse la pequeña vela blanca en su mástil de colores vivos, recortada en el azul como en el rectángulo marítimo de un sello.
No eran solamente los días o las noches (o lo que quedaba de ellos), sino el humo tenaz de laberintos desconocidos, hechos para él pero encubriendo (como un mundo de plastilina) los únicos laberintos que le interesaban. Esas sombras lo conducían una y otra vez al falso camastro, y había el presentimiento inútil de que la verdad hubiera podido estar allí si esa verdad y toda verdad no hubiera sido sospechosa, como lo era la insistencia de un tono, y la imagen de la ciudad de oscuro papel doblada en pertinaces ángulos. El ocre indiluido vagaba en busca de un cuarto, de una desconocida noche. Como la sombra de un animal, estaba en cada desconchado del techo y en cada ventana, visible e inasible, caliente, urgente, abierto, insaciado. Cuerpo sin nombre, que llamaba, como un corno desde lo hondo del bosque. No había un misterio en ese ir y venir, en ese centellear sudoroso. Había mucho más que un misterio. Era menos que nada y era más, mucho más que nada.
De modo que volvía, prisionero de sí mismo, a repetir como un desganado centinela los mismos pasos dados en dirección contraria. Pasos que ascendían o descendían, que se detenían ante inesperados muros, que dudaban ante los mismos callejones cien veces recorridos. Como si no errara allí, sino en pasadizos de cal en los que fuera fácil confundir una oquedad con un túnel, y un signo en el barro seco con una falsa huella. Como si repitiera los pasos de otros que se habían perdido antes que él, siguiendo el tintineo confuso de una orden no dicha, de un rumor apagado allende el mecanismo continuo de las olas.
Pasos que iban hacia la presentida noche o que volvían de ella, siguiendo siempre el borde de la arena roja, mojado por una lluvia perenne que no caía en ninguna parte. Pasos que iban hacia el futuro o hacia el pasado, dibujando la helicoide de humo engañosa del presente, mientras la figura dispersa se reflejaba en azarosos cristales, y el aserrín llenaba como una circunfleja sutura el pecho del duende desprovisto de corazón.
Ni la barca pintada en el sello (siempre expuesta al óleo de los dedos que pasaban como sombras sobre el azul), ni la flor saxígrafa hubieran podido sustituir al sextante y al timón, pues no era ese su papel. (“Su papel…” —estertoró, doblado en ángulo sobre la mesa de tablas.)
Pasos en cuya lentitud había urgencia, como quien niega un saludo. Abría los ojos y sabía que no había desaparecido el ruido de fondo. Que la escalera de piedra seguía allí, hermana de la escargot de hierro y su sordo crujido de óxido. Que alguien resollaba en alguna parte y que alguien saludaba libre, lanzando al aire una gorra azul allende la pequeña vela blanca en su mástil de colores vivos, amiga de los reidores grumetes que nunca llegarían a saludarse como los marineros.
Y en ese parque en el que no había jugado nunca buscaba ya, entre el follaje, no una salida o una puerta, sino el pasaje. La luz lejana, no en un solo lugar, no el sol multiplicado en la techumbre de hebras, sino el qué del dormido en la arena roja, libre de las palabras que ya cantaban para él detrás de la sorda máscara de saco. El sueño sin cielo en el catre que todavía no estaba desvencijado, y el ruido que ya estaba allí, inaudible, cenceño, corriendo como un insecto perdido a lo largo del hilo impecable de la camisa.
¿Cómo, si no en las palabras? Quería volverse y no conseguía verlo. Era de noche, y era de día. Retrocedía, pero avanzaba, empujado sin dirección precisa. Era diciembre helado y mayo florido. Se retorcía, borrando lo escrito por otros y que ya eran él mismo (esa sombra vitrificada en el hielo, esa continuidad en las tablas onduladas). La sombra y el canto de días aún por venir y sin embargo ya idos, ya otros como él, gesticulando en el espesor del espejo, dando pasos en el subsuelo submarino, habitante solitario de un mundo sin consistencia y sin aire, franjado por inhumanos azules, ojivado como la geometría concéntrica de un laberinto, borroso como un descendiente lejano en una antigua fotografía, viva sombra de un gesto solidificado en un muro.
La vio, fue hacia ella. Pero sus manos no la tocaron. Sintió el bofetón caliente en la mejilla (era el zig zag de las cabezas en el cristal denso y redondo). Dijo después, riendo en otro hueco de sol, que su pelo se ensortijaba como los dibujos en la balconadura de hierro colado. Dos mundos que eran el mismo y que sin embargo nunca podrían encontrarse. Sin tiempo y sin luz, pero anegados en el tiempo y en la luz. El tiempo y la luz seguían dibujando y borrando los rostros intensos, como él tras el cristal opaco (como la mano en el papel, arrastrando con silenciosa furia el sextante de madera).
Días en que la rosa intemporal soñaba, llamando desde consonantados hemistiquios. Él también miraba y soñaba, hijo de nadie sobre las baldosas verdinegras, o dando pequeños saltos en el remolino aguachiento de la nieve, moviendo torpemente las alas, aferrado a la rama oscura y luego encogido en el alféizar, mirando la pequeña mano que resbalaba en el cristal, la boca adolorida que succionaba sin pausa y sin odio del otro lado del tiempo.
Sabía que era impaciente, pero sabía también que no conseguiría nada esperando.
El oído, largo como un túnel.
La allée, que ya estaba allí, todavía no había aparecido.
El cuerpo, hecho de anillos, parecía reflejarse en todas las ventanas. La mano sudorosa y ardiente parecía estar a la vez en el cristal del libro y en el libro del cristal. La ventana: la hilera de ventanas. El sonido de campana de la escalera. Subía. Soñaba. Los sonidos la rodeaban. (Las palabras, los sonidos nos rodeaban.) En la oscuridad oscilaba el siluro fantasmal. Y allá, a lo lejos, el denso vitral hacía señales de ahogado, guiñaba un ojo carmesí, sujeto al tafetán de las olas idénticas a las olas de cabezas que soñaban la helicoide del faro y el trasatlántico de papier-maché.
La mano pequeña dentro de la mano. Recogida, como una escena coloreada en el rectángulo marítimo de un sello. Sudorosa. La madeja espesa derramándose, ocultando el rostro, la frente desgajada, la boca negadora. El labio suelto, curvado, continuo, liso, libre.
Yo le enseñé que el amor (y su rito más sangriento) no estaba vinculado a un lugar o a un nombre, a un cielo o a una copa. Que el amor también podía ser el suelo espeso, la sangre dibujando otro adensado signo sobre el palimpsesto compacto de cuerpos y papeles. Sonidos, pasos, sombras, sueños, semisueños. Este nunca ser yo en el yo reflejado en la losa. A lo lejos, alguien golpeaba con saña, o quizá sólo con aburrimiento tenaz. Invisible para sí mismo; más sordo cuanto más dedicado. Esa era la noche de la torre, a donde yo subía como sólo podía subirse: con el lerdo paso filoso de la espiral. Trabajo o sueño (pero qué era el trabajo, qué era el sueño). Este ir y venir de la torre a los ángulos, de los ángulos a la música (o a la ausencia de música), del bullicio inexistente al tosco cuadrado de madera en que no era posible dormir, y de este a la pantalla donde parpadeaba, eterno, el ruido de fondo. El perro negro también estaba hecho de ese ruido de fondo, del verde de los portales soñados, del impecable promontorio con sus ventanas tapiadas, blanco y fantasmal como un pañolón extendido en la tegumescencia de la noche. Pero no había una noche que fuera sólo noche, sino más bien había sólo un espacio sin duración y sin forma, a la vez oscuro y claro: ahora medianoche en lo claro, o ahora mediodía en lo oscuro. Días o noches eran sólo modulares, trazados como una curva azarosa en el papel, donde la mano temblaba. Mano de enmascarado que avanza en lo oscuro. Mano que insiste sin meta, dibujando y borrando y volviendo a dibujar una cara o un sueño. (Tu cara: tu sueño. Mi cara: mi sueño.)
Y así no había día en la espera, pero tampoco espera en la espera. Lo que había era un círculo trazado incontables veces, e incontables veces cortado en ángulo, como el recorrido de un viejo centinela que no ha oído una orden (porque nadie podía oír esa orden, ni darla): cada vez más antiguo, cada vez más distante, cada vez más perfecto.
Ella venía, pero no dejaba huellas. Su sombra se recortaba en el papel, mientras yo arrastraba el sextante y escribía sin escribirla esa carta que no recibiría nadie (interminable, interminada). La noche me encerraba en su círculo y yo miraba, derrotado, último, por el terso agujero que alguien había dibujado toscamente en la atalaya, donde sólo los unirrostros vermiformes se aventuraban aún, hijos del libro cuyas páginas amarillas dibujaban una curva aceitada más, seguida de una cuerda matemática que no acababa, que no podía acabar allí. Esperanza que era la del número, la del perenne ruido de fondo allende el lecho tosco de tablas donde el otro (el centinela, el recién venido) vendría de nuevo a acostarse cada noche.
Rogelio Saunders (La Habana, 1963). Poeta, cuentista, novelista y ensayista. Fue miembro del grupo Diáspora(s). Crónica del decimotercero (Bokeh, 2016), Poesía. Volumen I (Editorial Casa Vacía, 2017), Poesía. Volumen II (Editorial Casa Vacía, 2017) y Las mariposas no sueñan (Fondo Editorial UAQ, 2019) son sus libros más recientes.
[*] La novela fue publicada en 2019 por el Fondo Editorial de la Universidad de Querétaro en su colección El Fondo de las Naves.