El martillo de plata[*]
Valeria Tentoni
Cuando soñaba con los golpes no tenía sentido insistir con mantenerse en la cama. Tenía que levantarse, fuera la hora que fuera, y salir de la posición horizontal, una mímica de la oferencia de aquella vez. Así que abandonaba el colchón, el sueño, y se erguía. Caminaba hacia la cocina, cruzando el departamento, apenas despierta. Apoyaba su cuerpo sobre la mesada y se quedaba largos minutos observando los azulejos blancos, hasta que su mente cambiaba de dial.
Lo que Rosina sentía era como si le estuviesen martillando la nariz a golpes, cortos y firmes, desde arriba. Como si su cuerpo se fuese hundiendo, golpe a golpe, un poco en la tierra. Tac. Tac. Tac. Golpes metálicos, decididos, resueltos.
Pensaba en las pirámides. En la cantidad de hombres imposible de imaginar que habían moldeado la piedra, limado sus bordes, cincelado el lugar exacto para que el corte fuese perfecto y el encastre seguro. Imaginaba las junturas de esos bloques, desanimando a la destrucción, preparados para enfrentar los trabajos del viento y la arena. En su desprolijidad programada para retener la figura madre. Pensaba también en esos pasadizos, construidos de adentro hacia fuera, y su asfixia. Muchos eran los pensamientos con los que buscaba entretenerse, pero había pasado largo tiempo y todavía no se lograba deshacer de esa fuerza que insistía sobre su cara con golpes invisibles y la hostigaba, sobre todo, de noche.
También de día, en el aula, mientras tomaba apuntes. O cuando a sus amigas las bañaba la luz recortada de la bola de cristal y de repente no podía seguir bailando con ellas y tenía que salir a tomar aire. Durante las conversaciones con extraños, con personas que acababan de presentarle y que no la habían conocido con su nariz anterior. Cuando sonreía y sentía su cara abriéndose como una orquídea. Tac. Tac. Tac. ¿Se le notaba? ¿Alguien podía ver, desde afuera, cómo su nariz se resentía y rebotaba de dolor una y otra vez? ¿Se movía? ¿Algo en ella dejaba traslucir la sensación?
Su mamá la había acompañado –con su enorme nariz como recordatorio de la urgencia– hasta la puerta del quirófano. No le había fallado jamás. Había estado ahí en cada consulta, en cada estudio, en cada crisis de angustia antes de salir, y en cada noche, de vuelta, rugiendo de tristeza. Con cada uno de los cirujanos que la vieron antes de decidirse por el que iba a operarla. Estaba en Capital y habían tenido que viajar varias veces hasta dar con él, pasar muchas horas acurrucadas en los asientos apenas reclinables de los colectivos, contorsionistas del sueño. Rosina con los oídos clausurados por dos auriculares; a veces ni siquiera escuchaba música, pero simulaba hacerlo para que su mamá no le hiciera más preguntas.
“Lindos dientes”, la había felicitado el cirujano mientras le mamarracheaba la cara con una fibra azul que después se limpió en el baño del consultorio. A ella le había sonado a elogio burocrático. Algo como: voy a sacarte lo feo para hacerte lo hermoso, así recibís más de estos.
La suculenta nariz de su mamá también había sido lo primero a la vista al volver de la anestesia: una nube gruesa, la mancha de carne levitaba frente a ella cuando despegó los párpados. Antes de que lograra enfocar, antes de terminar de entender dónde estaba, qué había pasado, le dijo:
–Escuché todo. Escuché todo, todo.
Pero su mamá había intentado tranquilizarla diciéndole que estaba saliendo del efecto, que tenía que quedarse quieta, serena. Que eran unos minutos difíciles, que ya sabía de qué se trataba, lo habían hablado antes. Como les habían recomendado: respirar despacio, contando ocho, diez, ocho, diez. Que todo había salido bien y la operación no había tenido inconvenientes. Que se iba a ver preciosa ahora, como siempre había querido. Que era muy valiente y estaba muy orgullosa de ella.
Cuando llegó el médico a la habitación pudo ver su mano blanca apurando el suero. De haber tenido fuerza suficiente, en ese momento, lo hubiese mordido. Lo hubiese mordido con sus bonitos dientes naturales hasta arrancarle la nariz. “Tengo sed”, fue lo único que logró decir, pero no le dieron permiso para tomar agua. No todavía. El médico autorizó a la mamá a que le mojara los labios con una gasa empapada. Nada más. Repitió que todo había salido bien, que tenía que descansar. Acarició su frente y pronunció: des-can-sar. Bajó sus párpados como se bajan los párpados de los muertos, para que los ojos no perturben a los vivos cuando siguen mirando el mundo al que ya no tienen derecho. Ella, obediente, se durmió. Lo que recuerda, después, es pedir que le acerquen un espejo.
–Hija, es que estás vendada. Y todavía no es momento.
También recuerda haber insistido. La anestesia empezaba a abandonarla, como una cebra que corre cruzando la selva, decidida a demostrar que la perfección es posible, pero también más ágil que nosotros. Todo daba vueltas y le dolía horriblemente la cabeza, la nariz, las mandíbulas. La cara, una máscara de fuego. Sus ojos supuraban lágrimas y desperdicios amarillentos que su mamá le retiraba con un pañuelito.
Cuando al fin se sacó la primera tanda de vendas lo que vio en el espejo fue, primero, una confusión de lagunas verdosas, negras y moradas. Lamparones superponiéndose, hematomas en distintos niveles. Sus párpados habían crecido, le pareció, unas tres veces su tamaño, y de sus fosas nasales salían dos algodones sanguinolentos. La deformación era completa y sentía un regusto ácido en la boca. Su cara era una montaña petrificada por el dolor, cubierta con gasas y una férula.
Al día siguiente de la operación, después de una noche insoportable, le repitió a su mamá que había escuchado todo. Rosina dijo que cuando la dejaron en el quirófano, en la camilla, con la bata ridícula esa que les ponen a los pacientes, le pidieron que respirara en una máscara. Que lo hizo, y de repente se reía muy fuerte, como nunca antes se había reído en la vida. Después sintió algo parecido a un desmayo, pero los sonidos empezaron a engrosarse a la vez que se difuminaban. Las voces del cirujano y sus ayudantes retumbaban en su cabeza. Recuerda que encendieron una radio: lo supo porque identificó las propagandas. Era la misma radio que escuchaba la portera del edificio. Los médicos hablaban. Poco. Después más. Rosina dijo que al principio estaba tranquila porque creyó que todavía faltaba que le diesen otra dosis de anestesia, o que parte del efecto llegase a ella. “Pero cuando sentí el corte, empezó”, dijo. “No podía ver nada, tenía los ojos cerrados y no podía moverme. Intenté hacerlo, sé que dirigí toda mi fuerza hacia mis piernas y manos para patalear, pero no podía. Quería avisarles que estaba ahí, que estaba ahí, que yo estaba ahí, pero no había manera. Escuchaba y sentía todo, pero sin dolor: no era dolor. Un filo que se clavó, el tironeo. Sentía la fuerza que me hacían, escuchaba las risas de los instrumentistas, la voz del cirujano pidiendo cosas”. Había sentido las lonjas de piel desparramadas sobre sus pómulos, las mismas que se habían cerrado antes sobre su nariz vieja, reteniéndola como una marca de agua. Mientras tanto su cara toda era un hueso, un puente de marfil con su curva hacia la mitad, expectante. Un águila descompuesta en medio del desierto.
Y el médico comenzó a martillar.
Tac. Tac.
Tac.
Después la lijaba mientras comentaba el partido del domingo con otro, la puerta vaivén del quirófano rechinaba y entraba gente, salía gente, una mujer nueva decía pocas palabras, decía “Sí”, “Ahora”, “Listo”, y de vuelta a limar.
“Pensé que iba a reventarme la cara, la frente, que iba a equivocarse, que se le iba a zafar el martillo”. Que el cirujano podía convertirla en miguitas de huesos, pensó. Un polvo incapaz de regresar a su forma original. “¿Qué estaba haciendo ese tipo? Quería gritar y levantarme y acogotarlos a todos, a las enfermeras, al cirujano, a todos. Me pareció infinito, que no iban a terminar nunca de hacerme eso. Después sentí cómo cosían mi piel. Cómo hundían un hilo apretado y la tensión al correrlo. Cómo clavaban y sacaban la aguja y anudaban”. Rosina hablaba, pero su mamá no lo creía posible, no daba crédito a lo que decía. Era algo que no podía terminar de sacarse de la boca, como cuando alguien se come sin querer un pelo ajeno que se coló en el plato de comida.
“Estás muy nerviosa, hija, así no es el procedimiento, quedaste impresionada. Dormí otro poco, vamos”, le pedía. Y después salía al pasillo a hablar por teléfono con su marido, en desacuerdo desde el principio con el asunto, para contarle cómo iba todo, a los gritos, larga distancia. Su hija le parecía hermosa, su mujer le parecía hermosa, el universo le parecía hermoso, así de roto y sucio y destartalado que otros lo veían, a él todo le parecía que andaba perfectamente bien: nada que arreglar. Simplemente seguir, ir hacia delante. Pero no había logrado convencerlas. No quería discutir. No tenía tiempo y estaba muy cansado y el griterío y el llanto y los pataleos, todo eso lo desconcertaba. Prefería ponerse a disposición, le parecía que así iban a avanzar más rápido. Quizás, si le hubiesen dado un hermano o una hermana, pensaba a veces, Rosina no sería tan... Pero ya era, ya estaba. Así que a terminarlo, eso le decía por teléfono: “A terminar con esto y volver a casa”.
Al médico nunca llegaron a decirle nada. Les daba miedo. En verdad era algo no tan preciso como el miedo. No pudieron. Rosina dejó de hablar de lo que le pasaba porque no sabía, ella misma, si era real o si era parte de una fantasía. No podía tocar los bordes de lo que le pasaba y entonces no entendía qué hacer con eso.
Al año siguiente se mudó a esa ciudad en la que le habían rebanado el perfil, para estudiar. El día que despidió a sus papás en la terminal de ómnibus y volvió sola al departamento que le habían alquilado, lo primero que hizo fue bajar los espejos y tapar el del baño con papel y cinta adhesiva. No aguantaba ni siquiera verse. Su nariz crecía en el reflejo: se la veía igual que antes, igual a la de su mamá. Pero cuando iba a tocarse para constatar la visión, descubría el holograma que le había preparado su mente.
La sensación volvía a castigarla en el subterráneo, haciendo la fila para comprar las fotocopias. Tac. Tac. Tac. Mientras conversaba con sus compañeros su cara se partía al medio, un cierre de sangre y lava la dividía en dos: se le veía el hueso, la grasa, la basura irregular de adentro. Rosina sabía que lo mejor en esos casos era insistir en hablar. Si se detenía, perdía. La volteaba. Ella era un paredón y lo que le pasaba una ola fortísima, capaz de vencerlo. Participaba del mundo en un estado de inminencia, siempre alerta.
Mientras se estaba duchando, los ojos cerrados, el agua caía sobre su herida abierta, lavándole el revés de la piel. Cuando estaba en su casa y no tenía con quien esquivar el miedo prendía el televisor, ponía música fuerte, le competía a la cabeza. Nunca hacía una sola cosa, para evitar que se le viniera la ola. De noche se despertaba con sacudones, el cuerpo le hacía lo que hacen los cuerpos cuando alguien les grita, de repente, en medio del silencio. En esa electricidad no podía respirar bien y abría las ventanas, sacaba la cara al pulmón del edificio. Identificaba las luces de los departamentos. Siempre había alguien despierto y eso la tranquilizaba un poco, aunque se tratase de desconocidos, gente con la que no había hablado nunca.
Una tarde el encargado le tocó timbre. Había que revisar la cocina porque la cañería estaba descompuesta. Tenían humedad en el piso de arriba y en el de abajo, y la lógica y los planos indicaban que también detrás de su heladera.
Entraron dos hombres, la saludaron. El encargado preguntó si ella prefería que se quedara ahí, acompañándola, mientras trabajaban. Rosina dijo que no, que estaba bien así. Desenchufaron la heladera, la corrieron y apareció la mancha de moho. Tímidas aureolas y pintitas negras se distinguían, ahora, en la pared. ¿Desde cuándo estaban ahí? ¿Cuál había sido, de todas esas pecas de moho, la primera que había aparecido?
“Hay que romper”, dijo el más alto.
A ella le daba igual y dijo: “Me da igual”.
Intentó avanzar con el resumen que estaba preparando, a metros de la cocina. Era un departamento pequeño, dos ambientes, así que nada estaba muy lejos de nada y en el aturdimiento general terminó por desistir.
Los tipos rompieron, como habían prometido. Pero tenían que seguir rompiendo más tarde. “Por hoy estamos”, le hicieron saber.
Afuera había oscurecido, y a Rosina le parecía increíble que de un momento a otro se hubiese terminado el día. Le pidieron permiso para dejar las cajas con herramientas hasta la jornada siguiente: iban a volver a las ocho y también le preguntaron si iba a poder abrirles tan temprano.
Cenó un yogurt con cereales. En el televisor se apretujaban los colores, saturados, y se quedó dormida mirando una serie. Cuando la despertó la sensación, como tantas veces la despertaba, ya estaba decidida.
Tac. Tac.
Tac.
Se irguió y se sentó en la cama en la misma posición que le habían indicado durante el posoperatorio. Reclinada, para evitar la hinchazón, para que la sangre buscara un rumbo seguro y no se encajara donde no debía. En lugar de la serie ahora un presentador decía alguna cosa en inglés y los subtítulos, le pareció, avanzaban más rápido que él.
Bajó de la cama y llegó hasta el baño. Arrancó el papel de diario por el medio, se miró de frente. Fue hacia la cocina. Abrió la caja de herramientas que los plomeros habían dejado. No tardó en encontrar el martillo, junto al cincel. Lo limpió con detergente hasta que brilló. Después limpió sus manos.
El agua salía tibia, bautismal.
Valeria Tentoni (Bahía Blanca, Argentina, 1985). Es abogada por la Universidad de Buenos Aires y Especialista en Periodismo Cultural por la Universidad Nacional de La Plata. Publicó los libros de poesía Batalla sonora, Ajuar, Antitierra, Hologramas y Piedras preciosas. Es autora de los libros de relatos El sistema del silencio y Furia diamante y del libro infantil Viaje al fondo del río. Textos suyos aparecen en antologías Transfronterizas. 38 poetas latinoamericanas, Penúltimos. 33 poetas de Argentina (1965-1985) y Nuevas narradoras argentinas.
[*] Tomado de Furia diamante (Pez Espiral, Santiago de Chile, 2018).