El Matadero
Miguel García Ramírez
Siempre me hacen las mismas pinches preguntas: «¿Cómo fue que la perdiste? ¿Te dolió mucho? ¿La extrañas?». Esa última me la acabo de inventar para hacerlo más emocionante; sería una buena, no sabría qué responder y, en una de esas, con el pulque bien metido en las entrañas, me pondría a chillar como un niño que se acaba de raspar las rodillas. Ni siquiera lo recuerdo muy bien que digamos.
Era por ahí de diciembre o enero, temporada de suicidios, cuando perdí la mano izquierda. Trabajaba en una fábrica de tornillos. Mi padre —antes de morir por causas naturales, si es que a encontrar su cuerpo apedreado a las orillas de un río se le puede llamar causas naturales, pero eso dijeron los federales— me recomendó con el dueño de la chingada fábrica esa, un viejo canoso y mamón; era gringo y su esposa también, pero sus amantes eran mexicanas, así como su reguero de hijos e hijas que fue dejando por el pueblo. Con el tiempo fueron tantos que cada que nacía un bebé güero, blanco como la leche, y como no había manera de disimular el asunto, pues nada más se veía a las mujeres saliendo del sanatorio, temblando de frío y con su bebecito pálido entre los brazos. Después una camioneta negra las levantaba y las iba a botar a no sé dónde. Total que el pinche viejo era el dueño de la fábrica, y en ese entonces uno no hallaba mejor trabajo que ahí, en El Matadero, porque así le decían en el pueblo, dizque porque quien entraba allí ya no salía.
«Es mejor morirse de hambre acá afuera que morirse trabajando allá dentro», decían todos los del rumbo, pero el hambre es quien es, es maciza y dolorosa, raspa con unas uñas afiladas y larguísimas, raspa como el tequila en ayunas, pero sin las alegrías que vienen después, sin esos sabrosos tambaleos de la memoria; al contrario: se me hace que cada que uno tiene hambre por más de un día, uno se acerca varias cuadras a la muerte.
El Matadero, porque así le decían, era una fábrica culera culera, la más horrible del mundo, y, sobre todo, la más fría, con sus jodidas láminas en lugar de techos y las puertas rechinando todo el día. Yo metía el acero dentro de una máquina inmensa, una máquina que recortaba el acero para irle dando forma después en otras máquinas, máquinas, máquinas, donde el Julián, chamaco como yo en aquel entonces, y doña Rosa, la mujer más cansada del pueblo, porque tenía cinco hijos, todos sin padre y todos con un chingo de hambre, esperaban atentos con sus manos temblorosas a que las piezas llegaran. No me pregunten más porque no sé ni madres. Yo trabajaba como por inercia, como Dios me daba a entender y nada más. Por suerte, desde aquel entonces era ambidiestro, que, según sé, es esa suerte de saber usar bien las dos manos, y las dos manos usaba todo el santo día.
Fue una mañana más fría de lo normal, les digo que por ahí de diciembre o enero, temporada de suicidios, cuando pasó lo que pasó. Llevábamos dos semanas sin encontrar a mi padre, y ya me las estaba oliendo, ya me imaginaba que alguien le traía ganas, porque andaba muy mustio: llegaba a casa oliendo a pulque y con los ojos llorosos, como después de haber llorado toda la tarde. Andaba repreocupado por la salud de mi jefecita, que a cada rato nos amenazaba con irse, dizque por calambres en el corazón, y la medicina era carísima. Por eso mi padre bebía toda la tarde; yo también hubiera hecho lo mismo.
Por la mañana de aquel día helado tenía todavía dos manos, y había gastado media quincena en las chingadas pastillas para el corazón defectuoso que mi madre se cargaba. Tenía hambre, pero estaba más preocupado por mi papá que por otra cosa. Ya prefería encontrarlo muerto, pero encontrarlo. No desayuné ese día ni los tres anteriores a ese. Sentía cómo mis piernas se tambaleaban cual lanchita siendo azotada por las olas del mar.
El Matadero estaba calladito ese día y hasta sentí escalofríos, cuando se supone que uno ya estaba acostumbrado a ese tipo de ambiente, porque uno puede acostumbrarse a todo, hasta al infierno. Tenía que seguir cargando acero, pero mis piernas apenas respondían; mis brazos, que eran flacos flacos, no daban para más. Fue así como se me cayeron unas piezas dentro de la máquina, unas que cayeron donde no debían, donde si la máquina las aplastaba, se iba a joder para siempre; nos lo dijo el pinche gringo el primer día. Entonces, rabioso y alarmado, metí la mano para alcanzar los trozos de metal, pero la máquina no entendió lo que hacía, no quiso darme una pausita y se dejó caer con todas sus fuerzas. Doña Rosa empezó a gritar como loca, y yo sentí mi brazo calientito calientito, como pan recién hecho. El gringo vino hacia mí con sus pasos lentos y odiosos, y la máquina cesó gracias a los trozos de metal que cayeron donde no debían.
Recuerdo aún esos ojos rojos, como de animal maltratado, que se me quedaron mirando fijos, sin un solo rastro de lástima o siquiera vergüenza. Me sacaron de allí entre Julián y otros dos más. Se me cerraban los ojos del dolor, pero fue ahí cuando me di cuenta de que me sostenía con mi otro brazo, el entero, para no desvanecerme por completo.
Pienso en mi padre y me alegro de que me quedara una mano todavía, pues esa mano me serviría para encontrarlo entre la hierba que crece a las orillas del río, entre la maleza y un montón de ladrillos quebrados. Escuché la sirena de la ambulancia, pocas veces se escuchaba por el pueblo algo distinto a las campanadas de la iglesia, y en ese momento fue cuando el pinche gringo me miró a los ojos y me dijo: «Te doy una noche para llorar, pendejo. Mañana te quiero aquí. Tenemos mucho qué hacer». Y eso hice, no sólo esa noche, sino también las que vinieron y las que les siguieron a esas. Lloraba una noche entera y un día trabajaba endiabladamente; lloraba una noche, y un día trabajaba endiabladamente, y así sucesivamente, como si todos los días fueran mis primeros días de trabajo en El Matadero, y porque los de afuera no quieren trabajar ahí, dizque porque tienen miedo. Lo que no saben es que uno puede acostumbrarse hasta al calor del infierno… o ya lo saben.
Miguel García Ramírez (Ciudad de México, 1993). Estudia la licenciatura en Creación Literaria en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Es autor de Carta de renuncia (UACM, 2024), Derrumbe (Buenos Aires Poetry, 2024) y Poemas mal-habidos (Pez Ciego, 2020). Textos suyos aparecen en diversas revistas, como Monodemonio, Revista Tóxicxs y Digo.Palabra.txt.