Mauricio Pérez Sánchez (México, Distrito Federal, 1962). Estudió Ciencias de la Comunicación en la UNAM. Publicó algunos de sus cuentos en el periódico El Financiero y en la revista La Colmena.
INÚTIL PARA EL SERVICIO DE LAS ALMAS
Roberto tecleó en el buscador la palabra LiveJazmin. Una vez que se abrió la página y se desplegaron todas las opciones, seleccionó Brunets, morenas, cabello largo. Poco a poco fueron apareciendo pequeñas pantallas con jovencitas bailando, peinándose, despojándose de alguna prenda, chateando con sus admiradores. Tras una rápida navegación, encontró lo que buscaba: AlessiaLanz’s Chat. Ahí estaba Alessia, quien, además de parecer menor de edad, aunque la página aseguraba que todas las modelos eran mayores de 18, tenía un gran parecido con su sobrina Andrea.
Roberto había dispuesto todo lo necesario sobre su escritorio: un paquete de clínex, crema Lubriderm, toallas húmedas y su tarjeta de crédito.
Alessia vestía una ombliguera roja y un short de mezclilla, sobre el cual tenía un teclado inalámbrico. Sentada en un ergonómico sillón blanco, junto a la cama, en la que se encontraba a su alcance el mouse sobre un tapete, contestaba las preguntas que le formulaban en el chat. De vez en cuando cambiaba lentamente de posición sus piernas a fin de motivar a su audiencia; tenía claro cuál era su atributo principal.
El cuarto de Alessia daba la impresión de ser una escenografía. A la derecha de la joven había un buró de madera con tres portarretratos rosas de diferentes tamaños, los cuales estaban vacíos; en la pared, un cuadro con la leyenda: “do what you love”, con letras rosas y un reloj de gatitos; y sobre la cama, un animal de peluche que por la posición en la que se encontraba no permitía determinar si era un oso, un perro o la cruza de esos animales.
Roberto se congratuló de que Alessia estuviera disponible, y la saludó por el chat. Luego comprobó que la tarifa de fin de semana no había aumentado: cuatro créditos por doce minutos de show. No quiso arriesgarse a que otro se le adelantara, por lo que abrió la pantalla de pago, tecleó rápidamente el número de su tarjeta, deslizó el cursor hasta el botón “Buy credits” y depositó los cuatro créditos. Inmediatamente apareció en la parte baja de su pantalla el mensaje “Start private show”, enmarcado en amarillo, y los chats de sus competidores se esfumaron. “Al fin solos”, dijo mientras se frotaba las manos.
Sin mediar preámbulo alguno, ella le preguntó si quería lo mismo que las veces anteriores. Él contestó que no, que deseaba variar un poco: le indicó que le hablara de usted, que empezara diciendo que ella había descubierto a su novio con otra, por lo que quería vengarse, y que luego improvisara. Ya se había aburrido de la rutina en la que Alessia se hacía pasar por su sobrina.
Mientras la joven iniciaba su actuación, Roberto se untaba una porción generosa de Lubriderm. En menos de tres minutos, él gozaba el show a cabalidad. Alessia era hábil improvisando. Además, manejaba a la perfección los tiempos al despojarse de su ropa y sabía en qué posiciones colocarse y qué movimientos realizar para agitar el ánimo de sus clientes. La cereza en el pastel era llevarse los dedos a los labios adoptando un gesto de malicia.
Sin dejar de tocarse con fruición, Roberto miró de reojo la parte superior de la pantalla a fin de consultar la hora. Faltaban quince minutos para las seis, y cinco para el final del show. Cuando más extasiado se encontraba, lo distrajo un mensaje que apareció en la parte inferior del ordenador: “Hi insthood join now and win up to 100% extra credits! King of the room is up for grabs! Send 1 credit in Surprises to be the King!”. Después de proferir la palabra “demonios”, leyó el mensaje en voz alta con su pésima pronunciación. Tan mal lo hizo que Alessia tuvo que esforzarse demasiado para no soltar una carcajada y seguir actuando. Como Roberto no entendió del todo el mensaje, volvió a concentrarse en lo suyo. Justo cuando faltaba un minuto para que el show terminara, alcanzó la gloria.
Él se despidió de prisa, prometiendo buscarla pronto. Cerró todas las ventanas del ordenador y lo apagó. Tras comprobar que no había ensuciado el piso y limpiarse con varios clínex y una toalla húmeda, guardó la crema y la tarjeta. Aún le temblaban las manos. Después sacó de su clóset toda su indumentaria y, al sentir un prurito insoportable, se rascó cerca del tobillo derecho hasta que se arrancó las costras y empezó a sangrar; era su manera de flagelarse. Se estaba colocando la sotana cuando escuchó el golpe de unos nudillos en la puerta y la voz de Ángel:
–Padre Roberto, ya está todo listo. En cinco minutos empieza la misa.
–Ya voy, ya voy, Ángel, gracias. Adelántate por favor –dijo santiguándose, teniendo como telón de fondo el repicar de las campanas.
EL BANQUETE DE LOS PLATOS FRÍOS
Qué mejor venganza que convertirte en el monstruo
que ellos aseguraban que eras.
Como mucha gente, tengo un doble oculto en el fondo de mi ser. La mayor parte del tiempo permanece callado, pero, ante eventos funestos, me dicta lo que debo hacer y termino por confundir quién habla por mí. Cuando logra salir y hombro con hombro nos reflejamos en un espejo, alguien muy perspicaz podría notar algunas diferencias. Él luce más demacrado que yo, tiene más canas que yo, incluso parece mayor. En ocasiones me empuja a hacer cosas que los mojigatos consideran “indebidas”. Por obedecerlo permanecí encerrado por un tiempo en una singular prisión, pues quienes la dirigían se empeñaban en hacerme creer que era un sanatorio.
***
El custodio tocó la puerta del consultorio y, cuando la doctora dijo “entrá”, pasé. Por un par de minutos ella me ignoró y se dedicó a revisar sus apuntes. Después, con su acento pampeano, me hizo las preguntas de rigor sobre los efectos del “tratamiento”. También inquirió si estaba comiendo bien; si seguía hablando solo (no sé si Carlos o un custodio se fue de la lengua respecto a ello); y si había recordado qué había pasado en esa casona de Coyoacán, donde me encontraron junto a dos cadáveres bañados en sangre, recargado en la pared, sin poder mover un dedo. Como siempre, la doctora se esforzaba por evitar las palabras que revelaban su origen, se esforzaba tanto que en ocasiones terminaba por mezclar algunos giros. Eso me hacía recordar mi niñez, cuando eludía las palabras con erres, buscando a vuelo de pájaro un sinónimo sin esa consonante para que los idiotas no hicieran escarnio de mi forma de hablar, pues si lo hacían, tarde o temprano, como los gatos, tenía que vengarme y luego pagar las consecuencias de mis actos. Después de responder a sus preguntas, la doctora abordó el tema que me interesaba.
–Quedamos, Virgilio, en que hoy me ibas a contar esa pesadilla recurrente. ¿Cierto?
–Sí, doctora, eso prometió la última vez.
–Veamos –dijo después de releer sus notas–. Según los custodios y la enfermera, en el último mes al menos tres veces tuvieron que ir por las noches a tu cuarto a calmarte. Supongo que los gritos se deben a ese sueño. Pues cuéntamelo, Virgilio… contalo a tus anchas.
Mientras la doctora se levantaba para tomar sus lentes, yo pensaba en lo ridículos que sonaban todos desde que se instauró la dictadura; la afectación impregnó su lenguaje: mi celda (con barrotes metálicos en las ventanas) era mi cuarto; mi encierro, mi tratamiento; la mierda, el régimen. Solo los custodios conservaban su denominación y entre internos todos nos llamábamos “padrino”.
–La pesadilla es la misma siempre, doctora. Ningún detalle cambia. Me veo subiendo las escaleras del edificio donde vivía. Es de noche y las luces no funcionan; apenas percibo los escalones. Cuando estoy por llegar a mi departamento me doy cuenta de que un hombre baja corriendo; lleva una piedra en la mano. En el momento en que nos cruzamos me golpea en la cabeza. Me desmayo. Al reaccionar estoy angustiado porque tengo la certeza de que ese tipo era un ratero, un ratero que había entrado a mi casa. Después subo los últimos escalones, y al llegar a mi piso noto que la puerta está entreabierta. Esa imagen es muy angustiante. Entro al departamento y percibo algo raro: faltan algunos objetos y en su lugar está un paño blanco. El tamaño de los paños se corresponde con el de los objetos faltantes: donde estaba la televisión hay una sábana; en lugar del teléfono, un pañuelo… Al final siempre escucho un grito y despierto empapado en sudor.
Tras un largo silencio, roto por un relámpago que anunciaba tormenta y que sacudió las ventanas con la misma fuerza que nuestro ánimo, la doctora preguntó:
–¿Además de la televisión y el teléfono, qué objetos son los que faltan, Virgilio?
–Una grabadora… el radio, creo.
–¿Falta alguna cosa que aprecies, un reloj, un libro, por ejemplo?
– No, solo eso.
–Pues creo que es un sueño muy fácil de interpretar, Virgilio –aseguró la doctora mientras se alisaba la falda y parecía estar escogiendo una vez más las palabras adecuadas–. Mira, todos los objetos robados son medios de comunicación: la radio, la televisión… La angustia que sientes se debe a que estás seguro de que alguien entró a tu departamento, al lugar en el que tú y tus pertenencias se encuentran a salvo, bajo llave. En este caso, tu departamento representa tu mente, Virgilio. Te angustia mucho saber que una persona está a punto de robarte algo que tú no quieres comunicar, que alguien descubrió o, mejor dicho, que alguien está a punto de descubrir un secreto sucio que, obvio, no quieres que se desvele. ¿Acaso ese secreto tiene que ver con la muerte de Marcela Gómez y su novio? ¿Ese hombre con la piedra soy yo?, ¿estoy cerca de descubrir que vos me has mentido, que me has ocultado cosas a pesar de que te he repetido hasta el cansancio que puedes confiar en mí?, ¿tienes miedo de que se descubra que mataste o ayudaste a matar a esa pareja?
– […]
–¿Por qué no me contesta, doctor Virgilio? –preguntó ella con un tono desafiante–. Al menos, veme a la cara… Virgilio –pidió con voz temblorosa mientras se ponía de pie–. No me digas que eres un monstruo.
–¿Quién no lo es, doctora?
***
Decía el bocazas de Carlos que tuve suerte de que Marcela y su novio eran considerados enemigos de la dictadura. Decía que de no ser así me encontraría buceando junto a Poseidón en las profundidades del mar, con una roca atada al cuerpo. Decía que por mutilarlos y golpearlos brutalmente con una barra de hierro debieron imponerme una pena ejemplar y, sin embargo, cerraron el caso en forma expedita, otorgándome una especie de absolución. Decía que no me desaparecieron porque tenían dudas, curiosidad, porque no encontraron ninguna huella mía en la barra con la que despacharon a ese par, ni una gota de sangre en mi ropa, pero principalmente porque eliminé a dos de sus enemigos, que por más que buscaban no lograban encontrar, pues se escondían como lo que eran: cucarachas. Decía que yo era el consentido de la doctora. ¡Decía, decía, decía! En aquel momento pensaba que sería una bendición que le arrancaran la lengua al nefasto de Carlos, quien no era otra cosa que un maldito oreja de poca monta, un vil correveidile que fingía tener depresión. Su disfraz de camarada era solo una sábana con dos hoyos. A mí nunca me engañó. Yo le contestaba que no maté a ese par, que motivos y ganas no me faltaban porque ella era solamente una ramera capaz de hacer cualquier cosa por llamar la atención y él, un pusilánime, dos personas prescindibles, merecedoras de ese castigo. Le expliqué que a esa clase de lacras hay que purgarlas sin más, porque la gente idiota ocupa mucho espacio y genera mucho ruido; que ella se metió conmigo, que me amenazó y mintió para dañarme. Pero al final siempre le aclaraba, para que lo contara, que yo no les había cortado la lengua ni matado a golpes, que a mí también me habían levantado y que no tenía ni idea de por qué me dejaron vivo.
***
La doctora Alejandra le llamaba la sombra porque era junguiana y, por ende, creyente de la psicología profunda. A mí no me gusta referirme a él de esa forma. Es un reflejo y punto. Él me dijo que era necesario deshacernos de la doctora, que teníamos que obtener mi expediente porque ella estaba cerca de delatarnos. Me advirtió que si esa información caía en manos del comandante que estuvo a cargo de la investigación, el tal Murguía, este podría reabrir el caso. El hecho de escuchar ese apellido generaba que me dolieran las costillas, pues el desgraciado me rompió al menos dos con su brutalidad injustificada. Yo apreciaba a la doctora, me gustaba, quería protegerla, decirle a él que quizá solo se requería desviar su atención o espantarla un poco, hacerla callar y obtener el expediente, pero cuando lo intenté, no dejó que brotaran mis palabras. Las pastillas que me recetaba la neuróloga le impedían llegar a mí, controlarme, pero al recordar los salvajes interrogatorios de los oficiales, sobre todo de ese irónico de Murguía, sentí una mezcla de rabia y miedo y dejé que viniera otra vez, aunque sabía que eso me debilitaría sobremanera. A pesar de que los dolores de cabeza eran insoportables, cuando la neuróloga joven o la doctora Alejandra me hacían preguntas sobre las jaquecas les decía que llevaba días sin ninguna molestia: una mentira necesaria, pues dejar la medicación era mi forma de invocarlo. Una pequeña punzada en las sienes anuncia que está por manifestarse. Luego aparece ese olor a formol, ese olor que en mi encierro llenaba toda la celda.
***
Más de una vez le expliqué a la doctora Alejandra que el reflejo podía salir de mí y cómo lo hacía; pero ella me veía como un esquizofrénico más, como un gato que buscaba detrás del espejo su propia imagen. Ella insistía en que es normal que después de un hecho traumático a la gente se le disturbe la mente. A pesar de sus dichos, sus preguntas dejaban entrever cierta duda, curiosidad. Yo le insistía en el poder de los espejos, le recordaba que todas las sociedades han encontrado significados mitológicos, religiosos o mágicos respecto a las imágenes reflejadas en ellos; le decía que eso no puede ser casualidad, pues tanta tinta sepia dedicada a esos objetos se debe a su poder no solo para retener a una imagen, sino, y más importante, para liberarla. Ella repetía que era imposible que él saliera de mí, me aseguraba que la mente nos engaña con facilidad, que, en todo caso, para ella solo representaba una especie de parásito que me empujaba a hacer lo que deseaba. Nunca me creyó que después de reflejarnos en un espejo, en un charco o en un ventanal, hombro con hombro, como en un rito de comunión, él podía franquear cualquier umbral, y que después de eso nadie era capaz de detenerlo. Muy tarde comprendió que yo tenía razón, pues antes de que él le clavara un abrecartas en la garganta para después separarle la piel como las hojas que vienen pegadas, ella gritó: “Tú no eres Virgilio”. En ese momento yo estaba en la enfermería, vigilado por dos custodios, apretando los ojos, viéndolo todo. Es una suerte que dentro del consultorio de la doctora no hubiera cámaras. ¿Cómo explicar que al mismo tiempo me encontraba en la enfermería y en el consultorio de ella, ajándola, degollándola? Conforme a lo planeado, y aunque me flaqueaban las fuerzas, aquella tarde fingí un ataque de histeria, por lo que no estuve un minuto solo. Esa es la razón por la que nadie sospechó de mí.
***
Durante un buen tiempo tuve que ser sumamente cuidadoso, pues desde el incidente con la doctora se redobló la vigilancia. Las hojas del expediente se fueron por el inodoro poco a poco, en pedacitos, porque si este se tapaba me hubieran descubierto; no podía permitir que eso sucediera. Gracias a la doctora Alejandra nunca volví a tener aquella pesadilla; desde la última sesión duermo tranquilo, como los niños que aún no han deseado la muerte de sus padres. Otra buena noticia fue el “accidente” de Carlos. La última vez que nos cruzamos, un custodio lo llevaba en una silla de ruedas a la enfermería, para revisión. Cuando Carlos notó mi presencia, emitió sonidos incomprensibles y me dirigió una mirada llena de pavor, como si estuviera ante un fantasma. Luego buscó el rostro del custodio, quizá para comprobar que él también percibía eso que le causaba tanto pánico. Tal vez notó lo mismo que yo aquella mañana, las ojeras oscuras debajo de mis ojos papujados o el mechón de canas, cada vez más evidente.
***
Era una tarde nublada. En el parque pululaban niños. Me detuve a la orilla del pequeño lago. Yo miraba mi reflejo, pero también era mirado por él. Poco a poco sentí el frío del agua y el tremor provocado por las lanchas. Luego caminé por el sendero de grava, acompañado de una perrita yorki que obtuve un día antes. Me senté en una banca, cerca de la niña. Esta mordió el anzuelo y su madre permitió que se acercara.
–Está muy linda –comentó la pequeña–. Mi primo tenía una igualita. ¿Cómo se llama?
–Yiya, se llama Yiya… ¿Y tú cómo te llamas?
–Laura Murguía Medina, para servirle –dijo con una formalidad que espantaba.
–¿Murguía? Yo conozco a un policía que se llama Jesús Murguía. Vive por aquí, creo que en aquel edificio blanco. ¿No serás…?.
–Jesús es mi esposo –aclaró, con timidez, la mamá de la niña.
–Qué pequeño es el mundo –dije tratando de sonar natural.
Este cuento aparecerá en una antología temática dedicada a los monstruos, escrita por los integrantes del taller de narrativa de Grafógrafxs, la cual será parte de la colección Invitación al Incendio.
EL CHICO DE HUMO
Nunca confió en Luis. De coqueto y nalga fácil no lo bajaba. Durante los tres años que vivieron juntos esa desconfianza provocó que los celos se acumularan, como el polvo, debajo de la cama, detrás del librero, en el clóset. Aquella noche esa misma desconfianza le susurró al oído que debía aprovechar que Luis se bañaba para hurgar en su teléfono, pues conocía la contraseña. Así lo hizo, y en el whats leyó el mensaje más reciente, el que confirmó sus sospechas, la gota que derramó la taza de café ardiente: “Ya son las 3:50. Si no te apuras voy a empezar con la mano”.
Como remitente de ese mensaje aparecía una tal Karla, pero estaba cien por ciento seguro de que si marcaba aquel número y preguntaba por Carlos, una voz masculina contestaría sí, ¿quién habla? Pensó en marcar, pero no lo hizo. También estaba seguro de que esos regaderazos nocturnos tenían como objeto borrar las huellas de los forcejeos amorosos que Luis sostenía con su amante durante sus dos horas de comida. Imaginó la escena relacionada con el mensaje: un cuasimodo desnudo en un cuarto de hotel de media estrella, con el miembro en una mano y un teléfono en la otra, ansioso, esperando a que Luis le entregara el sexo que racionaba en casa. Mentando madres, aventó el celular y acomodó en una maleta pequeña toda la ropa que pudo. Salió del departamento sin hacer ruido. En el umbral del edificio miró su reloj y dudó un instante, pero no dio marcha atrás. Adán desapareció esa noche de contingencia ambiental sin pedir ni dar explicaciones, caminando de prisa por las calles adoquinadas, que olían a carta quemada.
Quizá si Adán hubiera interrogado a Luis, este le hubiera contado la verdad; quizá le hubiera explicado que aquel día le pidió a Karla, la joven que hacía su servicio social en la revista, que le recordara que debía comer rápido y sacar los pinceles de la cajuela del coche, para, de 3:45 a 5, empezar a enseñarle a pintar flores o paisajes, como le había prometido un mes atrás, cuando ella descubrió en la oficina un lienzo en el que aparecía Adán desnudo, exultante.
***
HOTEL PARAÍSO
Y la mujer respondió: La serpiente me engañó y comí.
Génesis 3:13
Después de que Adán probara el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal no sintió ni vergüenza ni temor; lo que en verdad experimentó fue la erección primera y un deseo incontrolable de despojar a Eva de la hoja que cubría su entrepierna. Aquel fruto abrió los ojos de Eva, quien, extasiada, le preguntó a Adán qué era aquel trozo de carne tan hermoso y tan poderoso que la hoja de parra no pudo contener. Él confesó su ignorancia. Aquel fruto abrió los ojos de Adán, quien se dio cuenta de que Eva estaba llena de gracia, por lo que la tentó y vio que su piel era buena en gran manera. Las redondeces que siempre habían ornado el cuerpo de nuestra madre, quien fue creada solo para salvar de su soledad a nuestro padre, se convirtieron de pronto en tentación, pues su carne gritaba. Ella acarició la parte de él que se asomó a la luz, bordando así el verbo estremecer, y luego besó por primera vez a Adán; sus dientes chocaron antes de que sus lenguas se transformaran en mariposas; con el calor de sus cuerpos y el cincel del deseo forjaron el placer, con cada caricia avivaron el fuego, que poco a poco los fue fundiendo. Dios, que está en todas partes, miraba sorprendido cómo esa pareja retozaba sobre la hierba. Por la posición en la que se encontraban y por la fruición que los roces concebían, el miembro de Adán se introdujo en la húmeda flor de Eva de forma natural, como la lluvia penetra en la tierra. Para sorpresa de ambos, eso les produjo más placer; sus rostros dibujaban gestos inéditos y de sus labios escapaban gemidos primitivos, que algunas aves confundieron con el canto de Dios. Quizá fue esto último lo que hizo que se derramaran los celos que sentía Jehová, quien, más tarde, obnubilado por aquel estado de ánimo, les dijo con brusquedad a aquellos seres sin ombligo: “Con el sudor de su rostro comerán el pan hasta que vuelvan a la tierra, y con sus lágrimas revelarán lo que el paso del tiempo le hace al amor”. Cuando los amantes salieron del hotel, eran tan felices que las farolas les parecían estrellas y el sonido que producían los autos sobre el asfalto mojado, una sonata interpretada por Lang Lang. Caminaban tomados de la mano. Después de cruzar la calle, él miró su reloj. “¿Un cafecito?”, preguntó. Con una sonrisa, ella dio a entender que aún no quería ir a casa. Volvieron a emprender la marcha sin presentir que lo suyo estaba a punto de disolverse.