ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Medusa

Laetitia Thollot

 

Fugit irreparabile tempus.

 

I

 

Yo quiero verlo todo, andar por las calles con los sentidos despiertos, perderme entre la muchedumbre, viajar por el mundo y aprender sus idiomas, ser testigo de los éxitos y mediocridades de mis semejantes. ¿Morir? ¿Cómo es posible que hoy en día, con todo lo que se ha inventado, esa barbaridad siga vigente? Los filósofos me caen gordos con su deber-morir, que cada uno justifica a su manera. Claro, ellos no sabían de nutrición ni de suplementos alimenticios, por eso eran enfermizos. Al contemplar su tez diáfana en el espejo, sabían que no durarían mucho y procuraban explicárselo escribiendo sandeces. Pero no soy como ellos, yo tengo la salud de un roble. No planeo desistirme a medio camino por oscuras razones orgánicas, como una ruptura de la aorta o una alergia fulminante a los cucurbitáceos.

Pero hay un problemita. Ya paso de los cuarenta años, y si se toman en cuenta las estadísticas que establecieron los organismos de salud pública, mi existencia se terminará dentro de un promedio de 44 años, es decir en 23 126 400 minutos. Sin hablar del azar, que es capaz de hacerme una mala broma antes de tiempo. Desde hace varios meses me invaden ideas negras y me pregunto de qué sirve vivir una existencia que se encamina inexorablemente hacia su punto final. Una vida de pirámide, que culmina y va de bajada. Ya casi no salgo de casa y dedico el escaso tiempo de vida que me queda a investigar cómo aplazar la muerte. Mientras tanto, alimento mi organismo amenazado con pastillas de fósforo, selenio, potasio y otros minerales raros, cuyos efectos benéficos en el metabolismo han sido demostrados.

Hace tres meses me empeñé en la escritura de un libro, de mi historia inédita, que quise plasmar con un estilo exquisito, a la vez cínico y mágico. Se suponía que el delicioso buqué de mi manjar literario haría cosquillas en la nariz respingada del editor más engreído. Regalaría un tesoro a la humanidad y no dudaba que sería propulsada entre las estrellas del Panteón de los Inmortales de la literatura. Después de tres semanas de una vida ascética de escritora volví a leerme y no encontré más que lugares comunes en donde pensaba haber cincelado diamantes literarios. El manuscrito era irrecuperable.

Para ahogar mi decepción, me atraganto con esponjosos barquillos sabor fresa, saturados de gluten, aditivos y colorantes artificiales, mientras busco en la red la manera de escapar a mi mortal condición. Numerosos son los sitios que ofrecen a precio de oro toda clase de elixires de juventud y falta poco para que despilfarre mis ahorros en esos engaños. Floto entre la vigilia y el sueño, maldiciendo al sol, que introduce sus primeros rayos por la ventana de mi habitación. En ese ánimo estoy cuando encuentro en Sanísimo, un foro de salud, un anuncio así redactado:

Se buscan voluntarios de 31 a 59 años de edad, sin patología conocida, para iniciar un protocolo que busca ensanchar los límites temporales de la existencia humana. Acuda a la Clínica San Gelmán antes de las 11 de la mañana y preséntese en la recepción del edificio B6.

Publicado desde hace un par de días, el texto no recibió comentarios. Al parecer pasó desapercibido entre los usuarios del foro. ¡Qué se vayan al demonio los charlatanes y sus pócimas! Ya no compré ningún elixir milagroso, y decidí confiar en la ciencia ortodoxa, que ha sacado del marasmo a tantas vidas condenadas. Gugleo al respecto y descubro que la Clínica San Gelmán cuenta con cierta fama. Encuentro una galería de fotos de celebridades tomadas antes y después de su estancia ahí: la princesa de Macedonia, el modelo Xandro, la cantante y pornstar Marisol Garras. Según las fotos que presenta el sitio, toda esa farándula rejuveneció en forma espectacular al internarse en la clínica, aunque es posible que el periodista haya sacado viejas imágenes para sorprender a sus lectores.

Me muero de impaciencia por acudir a la cita, pero el rostro pálido y ojeroso que descubro en el espejo del baño podría atraer las sospechas de los médicos sobre mi estado de salud y, aunque los quiera convencer de la urgencia de mi caso, corro el riesgo de ser descartada. Un buen conejillo de Indias tiene que verse fresco y descansado, así que me voy a dormir un rato.

Heme por fin frente a una entrada monumental, enmarcada por columnas con forma de hélices de ADN. Dos estatuas, una ninfa y un efebo, sonríen enseñando los dientes. Evocan una humanidad del futuro, eternamente joven y alegre gracias al milagro de la ciencia todopoderosa. ¿Esa es la suerte que me espera? En la recepción, una señora amable me manda con el profesor Fukumoto, que labora en el segundo piso subterráneo del edificio D2. Tomo el elevador hasta el primer subsuelo e irrumpo en un pasillo medio oscuro. Al parecer se fundieron los focos y a nadie se le ocurrió cambiarlos. El segundo subsuelo, al que accedo por medio de una escalera de servicio, luce igual de abandonado. Bajo una de las puertas, se alcanza a ver una delgada raya de luz.

Un asiático me abre. “¿Profesor Fukumoto?”. El hombre asiente. Un rostro con lentes, sin edad. Es buena señal. De seguro probó sobre él mismo su nueva terapia, y le funcionó. Una suave luminosidad procede de un par de peceras donde danzan criaturas acuáticas. El científico me invita a sentarme. Me acoge un sillón acolchonado. Me siento bien y me podría dormir si la curiosidad no estimulara mis neuronas, liberando un géiser de dudas.

—De modo que usted desea ayudarnos. Es muy generoso de su parte, pero… ¿podría exponer las motivaciones que la guían? —me pregunta con cordialidad.

Le cuento mi aversión por la flacidez, que se apodera poco a poco de mi piel, y cómo acecho las arrugas con espejo de aumento. Menciono los innumerables cuidados que dedico a mi persona para retrasar la senectud: entrenamiento deportivo, gimnástica facial por la mañana y antes de acostarme, luminoterapia, inyecciones de relleno, suplementos alimenticios que ingiero a diario… Le canto la Ilíada de los fibroblastos derrotados por los radicales libres y la Odisea del colágeno que nunca regresa. El asiático parece satisfecho de mi respuesta. Me enseña uno de los acuarios.

—Le presento a Jean-Paul. —Señala a un animal translúcido con una excéntrica melena de carne rosa, a medio camino entre el bebé punk y la salamandra—. Jean-Paul es un Ambystoma mexicanum o axolote, un anfibio endémico de nuestro país. Esta especie posee extraordinarias capacidades de regeneración. Por ejemplo, si pierde una pata, esta volverá a crecer en pocos días. Es capaz de reconstruir órganos enteros e incluso algunas partes dañadas de su cerebro. Cuando preparaba mi tesis de doctorado logré identificar los genes que rigen esa facultad. Mi trabajo llamó la atención de la comunidad científica y tuve la suerte de que la Clínica San Gelmán se interesara y ofreciera financiar mis experimentos. El año pasado elaboré una terapia genética innovadora. Inoculé a dos pacientes con células editadas con algunos fragmentos genéticos procedentes de un axolote. Los resultados fueron espectaculares. Regresaron a casa con el rostro de sus veinte años.

—¿El tratamiento que menciona es susceptible de aplazar la muerte?

—De ninguna manera. Cuando llegan a cierta edad, los axolotes fallecen. En el ser humano, hemos podido impulsar la regeneración de las células cutáneas, pero hasta ahora no se ha logrado más.

Trato de esconder mi decepción. Fukumoto me muestra otro acuario, hogar de pequeñas medusas luminiscentes. Cada uno de esos animales transparentes lleva en su centro un órgano rojo con forma de corazón.

—Le presento a la Turritopsis dohrnii. Esta especie de medusa posee el poder de reengendrarse eternamente. Después de alcanzar la madurez sexual invierte su evolución, se fija en el fondo marino bajo la forma de un pólipo y empieza un nuevo ciclo de vida. Sorprendente, ¿verdad? De no ser devorada por algún depredador, puede vivir por un tiempo indefinido. Se puede decir que es biológicamente eterna. El protocolo experimental en el que usted participará, si es que sigue interesada, consiste en una terapia similar a la que le comenté, con la diferencia de que esta vez usaré fragmentos de ADN que procederán de una de esas medusas.

—¿Este tratamiento me permitiría rejuvenecer de verdad? —pregunto sin atreverme a sostener la mirada científica de mi interlocutor.

—Exacto. Algunas semanas después de la intervención, si todo ocurre como espero, su metabolismo empezará a funcionar al revés. Cabe decir que al principio los cambios serán imperceptibles. Aparecerán a medida que pasen los años.

Exploto de alegría, me siento como el universo al inicio del Big Bang. Reprimo mis ganas de abrazar al profesor, al axolote Jean-Paul y a todas las medusas del mundo, por muy urticantes que sean. Firmo unos papeles que descargan a la Clínica Gelmán de toda responsabilidad y un contrato que me prohíbe divulgar la naturaleza de las experiencias. Fukumoto empieza a armar mi expediente, llama a una enfermera para que me saque sangre y fija mi fecha de ingreso para dentro de un mes.

 

II

 

Es increíble cómo se arrastra el tiempo a veces. En la noche sueño con medusas, fantasmas gelatinosos de inconsciente belleza que se hinchan y bailan en aguas cargadas de plancton, donde todo es presencia y diálogo de vida. Son mis últimas horas de existencia “normal”. Pronto abrazaré la corriente contraria, remontando el río tumultuoso de mi vida.

Llega el día. Estoy recostada en una camilla mientras Fukumoto me pone inyecciones. No me encanta lo que me está haciendo, pero me concentro en el resultado deseado. Después de eso, me pongo una bata blanca y el profesor me lleva a otra sala donde se encuentra una tina.

—Se trata de un suero hipermnésico.

Adentro del agua me encuentro con las delicadas Turritopsis, en cuya compañía tengo que pasar las siguientes horas. El profesor me explica que esta etapa crucial, llamada “sinergia”, permitirá a mi organismo asimilar los nuevos componentes genéticos con los que fui dotada. Como esta especie de medusa no es urticante para el ser humano, no tengo nada que temer, afirma el científico antes de desaparecer. Me acuesto en la tina y extiendo las manos hacia mis nuevas compañeras. Las medusas me acarician, son un encaje de tentáculos y roce de sombrillas, reinas de un mundo acuático en que el tiempo y la gravedad están ausentes. Cierro los ojos para entrar en ósmosis con ellas. Floto en el agua tibia con la indecible alegría de incorporarme al ciclo eterno de la vida marina. Las profundidades del océano me absorben. Conforme me sumerjo descubro selvas de algas indolentes y corales que crecen entre rocas torneadas por la corriente. Van y vienen conchas de cangrejos ermitaños y peces de hocico ahusado que buscan su alimento entre los sedimentos. Siento pena. No quisiera disonar por mi apariencia en este concierto visual. Miro hacia mis pies y encuentro unos apéndices gelatinosos que trato de palpar, pero me resulta imposible porque mis brazos también se convirtieron en tentáculos que se despliegan en torno a mi cabeza. De pronto una sensación extraña me distrae de mis observaciones. Un ejército de peces gigantescos se está acercando. Debo salir de su camino, pero soy muy lenta para moverme. Se abre una quijada voraz frente a mí. Poco a poco, la boca plateada cede el lugar a la cara triangular de Fukumoto.

Mientras me seco con la toalla que me dio, le cuento los detalles de mi visión. Me asegura que se trata de una excelente señal. Demuestra que empecé a asimilar el inconsciente colectivo de las delicadas Turritopsis, cuyos principales depredadores son los atunes rojos.

—Ahora sabemos que el ADN no contiene sólo informaciones fisiológicas o estructurales, sino también miedos atávicos —explica.

De vuelta a mi habitación observo mi reflejo en el espejo con la esperanza de detectar cambios, pero no veo nada, a menos que… Sí, una suave luminosidad empieza a desprenderse de mi piel. Nada sorprendente, porque la Turritopsis señala su presencia en los abismos gracias a una luz azulada. Estoy segura de que el ser humano del porvenir podrá asimilar rasgos y habilidades de otras especies tan fácilmente como descargamos aplicaciones con nuestros teléfonos. Me acuesto para dormir y en seguida vuelo hacia costas agitadas por olas apacibles, donde se zambullen rebaños de seres híbridos.

Ya iniciamos la fase de observación. Cada mañana el profesor me somete a exámenes y me saca sangre. Cuando le pregunto cómo van las cosas, masculla con mal humor que es demasiado pronto para saber a qué atenerse y se cierra por completo. Sospecho que me esconde algo. ¿Estará funcionando la terapia? Una mañana irrumpe en mi habitación y me anuncia que mi reloj biológico ya empezó a girar en el sentido contrario. Me da un abrazo solemne y me recuerda que no debo esperar resultados espectaculares por ahora, porque mi rejuvenecimiento ocurrirá al mismo ritmo al que envejecí. Después de unas formalidades, atravieso el pórtico cursi de regreso a casa.

 

III

 

Me siento feliz de reanudar mi vida cotidiana. Recupero poco a poco una alegría de vivir sepultada años atrás por mis obsesiones. En el carrito del supermercado pongo alimentos desprovistos de nutrientes y cuyo interés para el fomento de la salud es discutible. Nada me da miedo desde que cada latido de mi corazón me lleva de vuelta a mis veinte años. La mayor parte del tiempo me la paso acostada en mi tina, flotando en el agua caliente mientras mi espíritu vaga hacia horizontes exóticos. Decido darle la vuelta al mundo: Tailandia, Indonesia, Japón, Nueva Zelanda… Tomo la costumbre de bucear. Cada vez que puedo me sumerjo en el océano, ese vivero de primas que me rodean con su discreta presencia.

De vuelta a casa, descubro con estupor que ha pasado un año desde la intervención. Dentro de pocos días tengo cita con Fukumoto, quien de seguro querrá estudiar en detalle lo ocurrido dentro de mi organismo. Le tengo unas preguntas. Desde que leí El curioso caso de Benjamin Button, me pregunto si mi rejuvenecimiento se detendrá en algún momento o si será necesario que tome disposiciones, como buscarme a padres adoptivos o contratar a una nana para que me cuide cuando no sea capaz de hacerlo yo misma.

En el jardín de la clínica deambula la misma fauna que pude observar el año anterior: cantantes de éxitos antediluvianos, actrices de talentos mamarios y posteriores inyectados, presentadores de telerrealidad cuya imagen cansó a las masas ávidas de caras nuevas; en suma, toda una fauna que le entregó su confianza a la ciencia para recuperar la adulación del público.

Mismo piso oscuro, misma puerta. Fukumoto me abre y lo primero que noto es que quitaron las peceras. ¿Qué habrá sido de sus pensionarios? Los tuvo que devolver al acuario de la ciudad que se los había prestado, me explica. Me hace unas preguntas sobre mi estado de salud, llena un cuestionario con mis respuestas y me manda a hacerme análisis en otro edificio. Al cabo de cuatro horas viene a buscarme y nos instalamos en una oficina. Saca papeles de un sobre y los estudia, al tiempo que toma notas. Toso y arrastro mi silla para recordarle mi presencia.

—Debo decirle que estoy muy satisfecho de nuestra colaboración. Los resultados son excelentes y confirman gran parte de los elementos que quería demostrar. Los telómeros de su ADN no se han acortado lo más mínimo, por lo que usted sigue teniendo la misma edad fisiológica.

—¿No se suponía que rejuvenecería? —le pregunto, un poco molesta.

El profesor esboza una sonrisa que no augura nada bueno.

—Sí, es verdad que le presenté las cosas de esa manera. En aquel entonces era imposible que le develara la verdadera naturaleza del experimento, porque no hubiera funcionado. —Marca una pausa, se nota que busca sus palabras—. Cuando la conocí, demostró una capacidad de autosugestión fuera de lo común. Encontré en usted a una candidata idónea y la sometí a un protocolo de mi invención, que funcionó de manera perfecta. Se fue de la clínica tan convencida que logró bloquear el mecanismo de envejecimiento de su cuerpo. El cerebro cuenta con poderes insospechados. ¿Sabe que existen casos de personas hipocondríacas que, al persuadirse de que sufren de tal o tal enfermedad, acaban suscitando el padecimiento? De igual manera, el conjunto de cambios fisiológicos que impone el envejecimiento procede directamente de la autosugestión, en ese caso de la creencia en una temporalidad lineal, en la que dividimos en tres tiempos: crecimiento, apogeo y decadencia. Sí, usted escuchó bien, ¡ese declive no es una fatalidad! Si manda sobre el cuerpo una mente ajena a la ilusión del tiempo, los años pasan sin que se pueda observar alteración alguna.

¿Fukumoto se creerá en un congreso, dando una conferencia? No soporto su tono dogmático. Me traicionó con el cinismo más odioso. No sé si llorar o dejar estallar mi ira. Enfatizo en que la “verdadera naturaleza” del experimento me gusta poco y adorno mi protesta con una sarta de insultos que recibe como un transeúnte desprevenido por una tormenta. ¿Qué se esperaba? ¿Que quemara inciensos con la sonrisa enigmática de un monje budista? Ahora pretende que debería estar orgullosa, pues su experimento permitirá una nueva comprensión de la senectud. Además, ¿de qué me quejo si me gané un año de vida?

—Pero si su cochinada de placebo funcionaba tan bien, ¿por qué lo echó todo a perder? —le reclamo—. Ahora que me dijo la verdad, mi organismo va a reanudar su inexorable deterioro y de nuevo tendré la sensación de convertirme poco a poco en un muerto viviente. ¡Ya no podré soportar ese calvario!

—Mi deber era informarla una vez concluido el experimento —me corta—. Sin embargo, entiendo su punto de vista. Lo siento mucho. Como le dije, su capacidad de autosugestión vale oro. ¿Por qué no se busca otra terapia en la que tenga fe? Me interesaría mucho darle seguimiento. Regrese a verme dentro de un año.

Se levanta y me abre la puerta. Pasando bajo el pórtico le doy una patada al efebo. Una de sus manos de yeso cae al suelo y, como ese burdo acto me propicia cierto consuelo, me sigo con la ninfa, a la que le rompo el tobillo. “Cochinadas”, mascullo entre dientes. En la acera camino sin rumbo, tratando de asimilar mi desilusión, y recuerdo mi intento fracasado de libro. ¿Y si vuelvo a la escritura? Por lo menos ahora sí tendré algo interesante que contar.

 

Laetitia Thollot (Lyon, Francia). Estudió Letras Hispanas en la Universidad Lumière y Filosofía en la Universidad Jean Moulin. Su cuento “El traslado” fue seleccionado para conformar la colección de cuentos de ciencia ficción Las Cuatro Esquinas del Universo, Perturbaciones del Espacio Tiempo, publicada por la UNAM. Obtuvo el Premio Gran Angular 2019 de SM México con la novela El mundo después y el segundo lugar del 4to Concurso de Cuento Infantil y Juvenil Porrúa 2019, que resultó en la publicación de Xylo, el náufrago en la colección Quarto de Hora. En 2021 publicó la novela infantil Ozono en la colección Barco de Vapor de Ediciones SM México.