Mi generación
Sofía Garnica Esteva
A Ricardo y a todos los demás.
Me abotonaba el abrigo y me lanzaba contra la oscuridad de la calle
la solía caminar con las manos metidas en los bolsillos y el cuello erguido
la calle
mirando al cielo, muchas veces hacia atrás
por si acaso,
por si acaso una sombra salía al paso.
Mirar hacia atrás era también
como el pasado y la noche: una misma cosa.
El suceso de mi pueblo había ocurrido tiempo atrás, tres calles atrás
una manzana,
un zócalo,
tres estatuas,
un palacio virreinal.
A fuerza de mirar siempre a la medida del cielo sorprendí tu frente alta.
¿Te acuerdas de cuando te encontré?
Entre la cumbre del sol y la rotación de la luna.
En el entrecejo el gesto de la provincia era, en la diferencia, nuestra marca distintiva
una pequeña plaza, memoria lejana de una hacienda andaluza.
En los ojos vestías la misma insignia,
el color de los ixtles
el aire fresco del valle
la tez dorada por la resolana
y la herrumbre de los días. Al centro del pecho un escudo de lienzo rojo.
Aquí vinimos a encontrarnos. Y a todo lo demás.
—¿O fuiste tú quien me encontró?
Tú, de la estatura de un gigante
la frente tan alta que tocaba el nido de los pájaros
viste mi mata revuelta
que entonces era corta
un gorrión caído al suelo.
Anegada en la mar. Rendida ante la marea. Entre la gente.
Me viste y me llamaste, mientras el estadio de la universidad yacía henchido de personas:
una caldera rebosante de cuerpos, a punto de explotar.
¿Te acuerdas de que el olor de los sismos, aquí, era el de las fugas de gas?
Manejamos metidos en un auto ínfimo
como órganos del cuerpo pegados los unos a los otros,
una sola película de piel y carne
en el amanecer.
Luego, quedamos tiznados de pies a cabeza,
de cal,
de pintura molida y pulverizada,
de escombros,
mientras recogíamos con las manos desnudas el despojo de las paredes en la calle Enrique Rébsamen.
Y teníamos la luz sobre nosotros quemándose en nuestra espalda.
Y no sabíamos,
pero así fue,
que nos encontrábamos ya en el epicentro del desastre.
A menudo tenía que mirar hacia el cielo para verte a los ojos,
y la imagen devuelta estaba siempre recortada contra el sol.
Nosotros no sabíamos,
aunque así fue,
que la calle y esas madres que lloraban
y los niños bajo las piedras
y los perros bajo las piedras
y quizás
también
los gatos bajo las piedras
aullaban al interior de nuestras cabezas, pero nadie,
realmente, escuchaba.
Los escombros eran tan
silenciosos.
Las camillas que arrastramos muy pronto sucias,
y el agua que repartimos
y la fuga de gas
inundarían los periódicos como el estadio de la universidad,
como una pestilencia.
Y ese recuerdo se volvería una memoria ácida
sobre las calderas de metal
los tubos
los pasamanos oxidados.
La pintura estaría destinada a caerse.
Y a olvidarse.
Años después. Ahora.
No sabíamos, aunque así fue,
que descansaríamos tantas noches juntos, el hombro pegado contra el hombro
un ronquido
una risa
un sollozo.
Y tendríamos otros recuerdos,
más dulces. Pensaba.
Muchos días nos internamos en el desierto buscando. También entonces fallamos.
Perseguimos eso que sólo creímos ver en aquel cielo estrellado sobre los páramos vacíos. Como profetas trasnochados. Intentando creer. En todo lo que creíamos, en bellas palabras.
¿Te acuerdas de que creíamos en todo aquello?
¿Te acuerdas en lo que creíamos?
¿Te acuerdas de que creíamos?
Hablábamos tanto en torno a las palabras que las hicimos persona
o estatua incólume
una Diana en el centro de una avenida,
el David gigantesco, metido en la fuente de un parque
o un ángel alado,
odas al amor
o a cualquier otra cosa.
Y dijimos palabras graves, en tonos graves y festivos
alternativamente
dijimos
Posibilidad
Vacío
Encuentro
Justicia
¿Te acuerdas de la fruición con que las sosteníamos entre los dientes?
en la lengua
en los pies
rotos de caminar
a menudo decíamos, este país.
Caminábamos porque decíamos libertad
y otra vez, el polvo anegaba los pantalones, de los dobladillos a la rodilla.
Sentíamos una furia inagotable,
una llama joven.
Éramos, decíamos, todo eso:
la llama y el polvo y el pantalón roto. Agujeros con una finalidad. La finalidad realizada. La tensión del arco y de la flecha.
Sujetados entre las manos de una diosa marcial.
¿Te acuerdas de que la vimos a lo lejos y pensamos que ella nunca nos alcanzaría?
La fortuna es una diosa cruel, fue la advertencia que recibió un príncipe a las vísperas de un imperio por gobernar.
Pero nosotros no éramos príncipes. Éramos libres. Y ese era todo nuestro patrimonio.
¿Recuerdas que un día —yo no lo recuerdo— llegamos por fin a ese futuro tantas veces soñado?
¿Recuerdas cómo ese mundo,
el mundo que fue nuestro
—esa ciudad también—
mientras fuimos jóvenes,
dejó de existir?
Y cómo nos anidaron profundas ojeras
ojeras púrpuras
como la noche
bajo la piel de los ojos
como los sismos.
¿Recuerdas cómo la piedra nos sepultó?
Cómo escombro y debris se nos metieron a la boca y nos silenciaron
y nos hicieron nadie
y el polvo y la tierra apagaron la llama.
También a esta la sepultaron.
Aunque nos movimos, sí.
Me atrevería a decir que luchamos contra el peso.
Como aquellos niños con el cuerpo pegado entre el desastre y la tierra del mundo
seguro que gritaron,
como nosotros lo hicimos
igual que nosotros
y agitaron el cuerpo, lo que les fue permitido.
Un grito y un temblor hermético
hacia dentro de sí
bajo una superficie
que no los escuchaba.
Y ahora,
que pasas los días mirando al techo
impasible,
escucho tu derrota
con una voz que habla también para mí
hermanos hechos de la misma herida,
de la carne o la costilla
hombres y mujeres
o algo más
el recuerdo de los días caducos,
un río subterráneo que alimenta las venas que corren de un sitio a otro
a mi brazo
al tuyo
un ojo cerrado
descansa,
y mira el sueño agridulce de nuestras vidas.
De lo que fueron,
de lo que no tuvimos y no fuimos.
Lo sabemos,
el futuro es un verdugo impasible
pero el desdén es sólo nuestro,
el duelo
y la derrota.
Un gorrión caído no significa nada
ni un gigante,
la muerte es, para los demás, tan sólo un día de asueto.
No hemos perdido nada
contra nada ya luchamos
a ningún sitio llegamos,
lejos del terruño, no hay para nosotros a dónde volver.
Sólo queda mirar de vuelta al cielo y saber:
ha caído la noche.
Sofía Garnica Esteva (Oaxaca, México, 1998). Estudió Antropología y Lingüística en la Universidad Nacional Autónoma de México.