ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Mina

César Bañuelos

 

 

Aguanta un poco, Mina. Pronto dejará de doler. Ya lo he hecho antes. El dolor se irá y no sufrirás más, preciosa.

No recuerdo la primera vez que realicé una eutanasia. En cambio, tengo bien presente cuando me prometí jamás volverlo a hacer, así como la noche en que rompí esa promesa. Lo primero pasó el día en que sacrifiqué a tres bulldogs, porque su dueña ya no podía atenderlos y prefería que estuvieran muertos, antes que darlos en adopción. En aquel entonces no estaba penada la eutanasia en las mascotas, la gente podía sacrificar a su perro o a su gato sin que nadie dijera nada. Por ser el más joven del hospital, esa friega me tocaba a mí.

Uno por uno, los saqué de las jaulas y les administré un tranquilizante antes de inyectarles pentobarbital directo al corazón. Me era muy difícil encontrarles la vena en sus patas gordas y torcidas, por eso opté por la intracardiaca. Ninguno me gruñó ni intentó morderme, sólo pegaban el hocico contra el fondo de las jaulas como queriendo escapar de mí. Sentía que algo me apretaba la garganta mientras me repetía a mí mismo que yo no había estudiado para matar animales. Cuánto me hubiera gustado que me mordieran, que me castigaran por lo que les haría. Después supe que la mujer que los mandó a dormir se suicidó al día siguiente: era una vieja obesa a la que le acababan de amputar las piernas por diabetes.

Con el tiempo dejé la clínica de perros y gatos para entrar de lleno a la fauna silvestre: en los zoológicos no se sacrificaban animales por caprichos de sus dueños. Pasé diez años sin dormir a un animal. Incluso cuando, por motivos de salud, era piadosamente necesario, le dejaba esa bronca a alguno de mis subordinados.

Mi promesa se fue a la mierda el día en que me llamaron para atender a un león en un rancho cerca de la ciudad. Desde el principio supe que algo estaba mal: me dijeron que no podía llegar allí en mi propio carro, mandarían por mí al zoológico. No era la primera vez que atendía a grandes felinos de particulares y por lo general se trataba de gente que andaba enredada en la malandrinada, así que no pregunté razones. Se hizo de noche, nadie llegó. Pensé que el león ya había muerto o que consiguieron a alguien que cobrara más barato que yo. Agarré mi maletín y la cerbatana, por si las dudas, y fui al estacionamiento.

Cuando llegué a mi carro encontré a un taxi estacionado, con el motor encendido. El taxista bajó el vidrio del copiloto y me llamó por mi nombre. Se parecía a Danny Trejo: con el pelo largo hecho una trenza y un bigotón con barba de candado. Le pregunté si lo conocía. Me contestó que lo habían mandado por mí.

 

—Oiga, ¿usted atiende todo tipo de animales? —preguntó cuando estábamos cerca de las afueras de la ciudad, por la salida norte.

—Pues principalmente fauna silvestre, pero también atiendo mascotas no convencionales.

—¡Ah, cabrón! ¿Y cuáles son esas?

—Pues hurones, camaleones, serpientes... prácticamente todo lo que no sean perros o gatos.

—¿A poco sí hay gente que tiene culebras de mascotas? ¡Qué loca está la raza! —Se rascó la barba canosa y rio con los dientes pelados—. Cuando estaba morro tuve un perico, bueno era de mi amá, nos duró mucho el méndigo; como diez años, nomás que estaba pelón. Así se llamaba: el Pelón. Lo tuvimos desde chiquito, cuando comen pura masita. Ya de grande nomás tragaba semillas de girasol y chile, pa que hablara. ¡Nombre, compa!, le decía «puto, puto» a todo el que le pasara por enfrente.

Estuve a punto de callarlo en seco. Decirle que esos animales pueden vivir más de cincuenta años, que no tienen papilas gustativas y, por tanto, no se pueden enchilar; que estaba pelón porque de seguro se arrancaba las plumas por estrés y que, con esa dieta culera de puros carbohidratos, lo habían matado de hígado graso. Al final no le dije nada de eso, no quise llegar a un lugar que no conocía, donde había gente que no conocía, con mi única vía de regreso ofendida conmigo por haberle pegado una cagada. Me tragué mis comentarios de veterinario.

—Son bien vivos esos animales, aprenden a decir muchas palabras.

Me quité los lentes, fingí que los limpiaba con la camisa mientras daba un respiro. El carro olía a incienso. Bad moon rising sonaba en el estéreo; todo el camino estuvimos escuchando oldies. Al volver a ponérmelos, una estatuita sobre el tablero me llamó la atención. Cuando subí al taxi la tomé por una imagen de la virgen, pero al verla bien me topé con una calavera vestida con una túnica dorada, que sostenía una guadaña entre sus manos. Se me enchinó la piel. No porque les tuviera miedo a esas cosas, sino porque no lo había notado antes. Siempre me fijo en todo, es mi forma de sentirme seguro en caso de que las cosas salgan mal. Creo que Guadalupe —así se llamaba el taxista— se dio cuenta de mi incomodidad.

—No se preocupe, oiga. La Santa no es mala, nomás tiene la cara fea. Si todos los feos fueran malos, yo andaría de matón en vez de esto.

—Descuide, Guadalupe. No es por miedo. Me llamó la atención el detallado que tiene.

—Está bien fregona mi santísima. Me la regaló un compadre de Tijuana.

—¿Falta mucho para llegar?

—Pa qué le voy a echar mentiras, no sé dónde es.

—¿Y cómo se supone que vamos a llegar?

—Pues me dijeron que pasando el entronque iba a estar alguien esperándonos.

—¿Y a usted cómo lo contactaron para esta vuelta? —pregunté, ya desconfiado.

—Pues con el billete en la mano, amigo. —Encogió los hombros—. Así a uno le quitan el «no» de la boca y tampoco da por andar preguntando ¿por qué? y ¿para qué?

A medio kilómetro después del entronque de la carretera, nos salió al paso una patrulla con la torreta encendida. Un policía hizo señas con la linterna, para que nos detuviéramos.

—¡Buenas noches, jefe! —saludó el taxista. El poli me aluzó a la cara.

— ¿Usted es el veterinario?

—Sí, oficial —dije, lo más sereno que pude.

—Ya anda desesperado el Tranquilino. Pónganos cola, pa que no se pierdan.

Seguimos a la patrulla fuera de la carretera, por un camino de terracería que pasaba entre varias parcelas. Estaba oscuro y la polvareda sólo dejaba ver los focos traseros de la camioneta de municipales, pues ya habían apagado la torreta. Duramos unos quince minutos siguiéndolos, hasta que cruzamos un arco blanco. Ese terreno no tenía siembras, sólo árboles altos, palapas y un caserón en el medio. Parecía un club campestre: bien iluminado por faroles que estaban a los lados del camino empedrado. Cuando llegamos a la casa, la patrulla se detuvo y el que conducía bajó de la camioneta; no estaba uniformado. Tenía pinta de perdonavidas, de esos que nomás buscan quién se les quede mirando para hacerla de pedo.

—Allá atrás está el león. Apúrense, que ya tienen un chingo esperándolos. —Señaló un camino que pasaba por un lado de la casa.

—¡Pinche gato mandón! —murmuró el taxista.

Dimos la vuelta al caserón. Parecía una casona estilo colonial: con pilares, arcos y balcones; mezclada con estructuras de metal y cristales entre los arcos, seguramente para tener todo con aire acondicionado. En la parte trasera había una cochera muy grande con varios carros del año estacionados, igual que la exhibición de una agencia automotriz. Al llegar allí, un cabrón mal encarado, con un cuerno de chivo trepado al hombro, nos indicó que nos estacionáramos al lado de un árbol.

—¡Oiga, amigo!, ¿ya ha chambeado antes pa esta gente? —Guadalupe volteaba a todos lados—. Se nota que está muy cabrón el pedo por aquí.

—He hecho muchos trabajos de este tipo. Pero, la verdad, no conozco a quien me contactó. Nomás queda esperar que todo salga bien.

—¡Nombre! ¿Y usted cómo se enredó con esta raza? —dijo al ver que seis hombres armados se acercaban.

—Como usted, Guadalupe. —Agarré mi maletín—. Uno no le sabe decir «no» a los billetes.

Nos saludaron de manera muy amable, como si las metralletas que cargaban fueran de juguete. Esa actitud siempre me daba desconfianza en ese tipo de gente, pues estaban tan acostumbrados a cargar armas que podían darte la mano en un momento, y al siguiente te metían un tiro, si se les ordenaba. Atravesamos un pasillo enladrillado, flanqueado por jaulas de monos. Eran recintos limpios y bien acondicionados para las especies que albergaban: monos araña, titis, aulladores y capuchinos. Se notaba la mano de algún biólogo o veterinario.

—¿Quién les atiende a estos monos?, se ve que están bien cuidados —pregunté al que tenía por un lado.

—Pues estaba un chavalo. Ya no está —sonrió con aire burlón—, pero les enseñó a los jardineros cómo cuidar a los changuitos.

No quise averiguar más, el «ya no está» me había quedado claro. Después del pasillo de los monos, salimos a un jardín grande, parecía un parquecito. En el fondo, al lado de una ceiba, había una jaula rodante, de las que usaban los cirqueros cuando aún tenían funciones con animales. Allí estaban diez hombres; uno se adelantó a recibirnos, le siguieron dos matones enfierrados, se notaba que era el jefe, el mentado Tranquilino.

—¡Muy buenas noches, señor! —Lo saludé de mano y vi de reojo al león: era un adulto joven, de buena complexión física.

—¡Qué bueno que llegó, veterinario! ¿Sí trae la anestesia y todo?

—Claro que sí. Venimos con todo lo que se pueda necesitar. —Alcé el maletín y la cerbatana—. ¿Qué problema tiene el león? Lo veo bien repuesto.

—No está enfermo. Nomás ocupo que me lo duerma.

—¿Van a moverlo de jaula? —Miré alrededor—. Se ve pesado, va a ocupar una camioneta para moverlo.

—Usted nomás duérmalo, veterinario. Ya lo demás que no le preocupe. —Puso la mano derecha sobre las cachas doradas de una pistola que traía fajada a la cintura.

—Usted manda... Nomás una cosa, ¿cómo se llama el león? Sé que suena medio raro, pero me gusta conocer el nombre de los animales que manejo.

—Se llama Clarence —respondió, con media sonrisa bajo el bigote.

Abrí el maletín y preparé el dardo. Me molestó que no quisiera decir para qué necesitaba dormirlo, pero no me arriesgué a seguir preguntando. Clarence saludó restregándose contra los barrotes. Tomé aire para soplar la cerbatana; entró a mis pulmones: cálido y apestando a meados de león. Le di en la pata trasera. Saltó y gruñó, con los pelos erizados. Pasados unos quince minutos, ya había caído. Entré para revisarlo: estaba bien dormido, no tanto como para una cirugía, pero sí lo suficiente para un traslado seguro.

—Ya quedó. Va a tardar por lo menos una hora para que despierte.

Brinqué de la jaula y me topé de frente con un gigante de piel negra, vestido con bata blanca y una tiara de plumas rojas. No lo había visto entre los hombres cuando llegué. Su ropa contrastaba con su piel, como el blanco de sus ojos con sus pupilas. Habló muy rápido, con voz grave y raspada, en un idioma que no pude identificar. Un güey prieto, que apenas me llegaba al hombro, tradujo lo que decía con un cantadito centroamericano.

—¡Gracias, hermano! El sacerdote te invita a quedarte a la ceremonia, si así lo deseas.

La palabra «ceremonia» papaloteó en mi cabeza. Recordé algo sobre una diputada chiapaneca que participó en un ritual en Nigeria, donde habían sacrificado a un león. Entendí por qué necesitaban tenerlo dormido. Lo amarraron de las patas traseras con un cable de acero y lo jalaron fuera con un carrete motorizado. Apreté los puños cuando Clarence azotó contra el suelo al caer de la jaula. Fue arrastrado unos metros antes de quedar colgado, boca abajo, de la ceiba. Los gatilleros no soltaban las metralletas, se notaba que le tenían miedo al animal.

—¿Qué le van a hacer?

—No se preocupe, veterinario. Sé que usted cuida a los animalitos, pero esto es pa un bien mayor. —Tranquilino me dio una palmada en el hombro.

El que había hecho de traductor caminó hacia el león, con un balde en una mano y un cuchillo en la otra. Sin mucha ceremonia, dejó el balde bajo el animal, le rebanó el cuello de un tajo y regresó, absuelto de toda pena, al lado del sacerdote, como un pinche perro bien entrenado. Clarence boqueó con gruñidos y rugidos entrecortados. La dosis de anestesia no era suficiente para no sentir algo así. Cada rugido vibraba fuerte en mi pecho.

—Déjeme ponerle más anestesia. Está sufriendo mucho —pedí a Tranquilino.

—Aquí el compita Dolores que le pregunte a su jefe. —Señaló al que había degollado al león.

—Se tiene que hacer todo mientras aún pelea, para asegurarnos de conservar su fuerza —respondió sin preguntar nada al negro.

—Ya escuchó, veterinario. Hay que aguantar vara.

Los rugidos fueron sustituidos por gorgoteos. Dolores le amarró una cuerda a cada pata delantera y se las dio a los gatilleros. El culero lo desolló sin importarle que siguiera vivo. Pobre animal, nomás temblaba sin poder defenderse. No aguanté más. Aprovechando que todo mundo estaba atento a lo que ese cabrón hacía, preparé un dardo y lo disparé directo a su tórax despellejado. Se escuchó como si una llanta se ponchara. Dejó de moverse casi de inmediato. El negro, que la hacía de sacerdote, paró la trompa como un chango y me señaló con su mano temblorosa. Tranquilino me puso la pistola en la cabeza. Bajé la mirada, los huesos de mis piernas se derretían, apenas podía mantenerme en pie.

—No derrames su sangre, hermano. Ensuciarías la ceremonia —gritó Dolores—. Mejor déjalo, de todos modos, ya está logrado. Libérate de tus prendas y acércate a recibir la protección.

Duré un rato, después de dejar de sentir el cañón frío en mi sien, para animarme a levantar la vista. El brujo negro clavó un cuchillo largo en el león y escarbó como un minero hasta que le sacó el corazón; sus vísceras cayeron a la tierra. Tranquilino estaba arrodillado frente a él, cubierto con la piel ensangrentada de Clarence. El aire apestaba a sangre. ¡Todo apestaba a sangre! Me sentí empapado en la sangre del león, en la sangre de todos. Estaba a punto de tirarme al suelo y revolcarme para secar mi cuerpo cuando una mano huesuda me sacudió el brazo. Volteé esperando ver a la muerte de frente, pero era el taxista.

—¡Vámonos a la chingada, amigo! Capaz que a ese pinche brujo se le ocurren otras ofrendas.

Todos estaban concentrados en el rito, a nadie le importaban el taxista y el veterinario. Caminamos por el pasillo de los monos; no corrimos para no llamar la atención. Atrás de nosotros se escuchaban cantos como los de las tribus africanas en los documentales de la tele: «Ibubesi, ibubesi», gritaban en coro. Los monos corrían histéricos dentro de sus jaulas. Olía a pura mierda de chango. Un macho capuchino, en el último recinto, golpeaba su reja mostrándome los colmillos, como si me quisiera morder.

Subimos al taxi. Rodeamos la casona para regresar por el mismo camino por el que habíamos llegado. En la parte delantera estaba un matón con la metralleta lista a la altura del pecho, era el mismo que había manejado la patrulla. Dejé de respirar, creí que nos vaciaría el cuerno encima.

—Ya vamos pa’ tras, oiga.

No respondió ni se movió, nomás apuntaba con la metralleta hacia una pared de la casona, cubierta por enredaderas gruesas. Ya no traía la cara de mamón avalentonado, al contrario: le temblaba la mandíbula y miraba a la nada con las pupilas dilatadas, todo chorreado de lágrimas. El radio en su chaleco estaba encendido, se escuchaba el griterío del ritual. El taxista comenzó a temblar aferrado al volante, parecía electrocutarse. Su ropa se manchó de sangre; el carro entero escurría sangre. Reaccioné antes de que la sangre me alcanzara de nuevo.

—¡Guadalupe! —lo sacudí fuerte del hombro—, ¡písele, cabrón, písele!

Volvió en sí, me miró con los ojos colorados, como si se aguantara el llanto, y aceleró patinando llanta. No pronunciamos palabra durante todo el camino de regreso. Llegamos al estacionamiento del zoológico. Me bajé sin despedirme del taxista, pero apenas había dado unos pasos cuando él me llamó. Estaba parado frente a la cajuela del taxi. Me acerqué, con los dientes apretados, ya no sabía qué esperar.

— ¿Qué pasó? ¿Se me olvidó algo?

—A usted no, pero a mí sí.

Metió la mano en la cangurera que llevaba en la cintura. Una corriente eléctrica me salió del pecho y se escurrió por mi piel. Apreté el estómago. Ya lo veía sacando un cuchillo para cortarme el pescuezo.

—Tenga, me lo dieron pa usted cuando andaba metido en la jaula. —Me entregó un fajo de billetes enrollados con una liga.

—La verdad no quiero agarrar ningún pago por esto. —Le extendí la mano con el dinero—. Mejor quédeselo usted.

—No diga eso, oiga. Dios sabe que a usted casi lo matan por hacer las cosas bien. Agárrelo, dele buen uso, quítele lo manchado. Es más, venga pa acá. —Abrió la cajuela y sacó un galón de agua—. A ver, écheme las manos, pa que se las lave.

No sé por qué, pero le obedecí como un niño a su abuelita. Dejé mis cosas en el suelo y extendí mis manos con las palmas hacia arriba.

—Nada quiero y nada tomo de esto —dijo tres veces mientras dejaba caer el agua.

«Nada quiero y nada tomo de esto». Repetí esas palabras muchas veces, cada que necesitaba dinero y recordaba el fajo de billetes. No lo toqué hasta después de un año, en un evento de adopción de perros y gatos. Lo doné todo a un refugio para animales. Ese mismo día te adopté, Mina. Eras tan pequeña que cabías en mi mano. Estabas toda cubierta de tiña. Nadie te querría así. No adoptarte era como dejarte morir.

Ya pasaron quince años desde lo de Clarence. Jamás volví a saber de Guadalupe o del Tranquilino, mucho menos del brujo negro y de Dolores. Tus ojos ya no brillan, tu pecho dejó de ronronear... ¡Descansa, Mina!

 

César Bañuelos (Guadalajara, México, 1982). Médico veterinario egresado de la Universidad Autónoma de Sinaloa. Es autor de Paraíso mórbido (Alas de Cuervo, 2024). Textos suyos aparecen en las siguientes antologías de cuentos de terror de Grupo Editorial Letras Negras: Las fauces del olvido, Mentes corroídas, Miscelánea de atrocidades y La noche del cuervo. Obtuvo mención honorífica en el Segundo Concurso Internacional de Cuento de Terror de Alas de Cuervo y ganó el Segundo Festival del Horror en las Artes del Instituto Sinaloense de Cultura.