ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

La muerte de Rimbaud

Al Berto

 

 

I

 

todos los pasos se aquietaron.

los niños bajaron de los árboles, guardaron los juegos, recogieron la casa.

la noche está cercana.

levanto la cabeza y dejo a la voz deambular por dentro de este silencio de agua y de estrellas.

la noche está cercana.

dejo al cuerpo resbalar en la polvareda luminosa.

enciendo un cigarro, me pongo a hablar con mi fantasma.

lejos de aquí, la ciudad se adornó con sus crímenes de neón, con sus traiciones, escucho hélices, motores, cuando un rostro aletea al alcance de la mano.

la verdad es que pasé la vida huyendo, de ciudad en ciudad, con un susurro cortante en los labios.

y atravesé ciudades y calles sin nombre, carreteras, puentes que ligan una penumbra a otra penumbra.

 

 

camino como siempre caminé, dentro de mí –rasgando paisajes, surcando mares, devorando imágenes.

el ajenjo, ese alcohol que me permitió medir el tiempo en el movimiento de los astros, y vi la vida como un barco a la deriva. vi a ese barco intentar regresar al puerto –pero los puertos son ojos enormes que vigilan los océanos. sirven para llevarnos el cuerpo hasta uno de ellos y morir.

la noche está cercana.

veo encenderse manos volátiles, y una sed de pozos y de nomadismo.

surco la arena que sitia las ciudades hacia atrás abandonadas.

abro hendiduras en la memoria, y la noche surge con sus ciudades quemadas, desiertas –y el viento… cintila donde crece el lodo que me ronda el sueño.

extiendo la mano, tomo el revólver, pero nada sucede.

de nada me serviría inventar otra vez el río de las palabras, de nada me serviría saber la geometría exacta de los cristales o redibujar el cuerpo perfeccionándolo.

quedo así, inerte a la orilla de la noche... mirando el brillo de la luna chorreando aguas.

el regreso nunca fue posible.

 

 

el verdadero fugitivo nunca regresa, no sabe regresar. reduce los continentes a distancias mentales. aprende el habla de los otros –y, por encima de él, las constelaciones van esbozando el tormentoso destino de los hombres.

presiento una sombra por envolverme. escucho canciones… espirales de sonido subiendo a los suburbios del alma.

y enciendo la lumbre de las pirámides, donde el tiempo no fue inventado, y reniego de la alegría. no sembraré mi disgusto por donde pase.

ni mis traiciones.

 

 

 

II

 

no consigo dormir, nunca más.

ando de un lado a otro. canso el cuerpo, mientras la lengua segrega una saliva exterminadora.

allá fuera, dentro de la noche, los chacales, las hienas, cercan la casa, aunque lo peor es este chacal que me rasga las vísceras, esta hiena que me devora el sueño.

por la ventana miro la línea crepuscular de la duna.

un nuevo cuerpo se libera en dirección a la niebla de las ciudades.

sé, en ese instante, que ningún abrazo llega a atenuar el dolor de la separación.

apartados, todo lo que nos resta es comenzar a imitar la vida uno de otro.

lo que decimos perdió el sabor y el sentido.

harrar, aden, lisboa, este silencio…capaz de ordenar y desordenar el mundo. el

canto sublime de los espejismos.

pero llegará el invierno, y la tristeza de los días comienza a zumbar alrededor de la cabeza.

abrí la ventana.

avisto un retazo de cielo limpio.

 

 

recuerdo cuando cambiaba una sonrisa por un verso o por un insulto.

así imitábamos la felicidad.

el sol fulmina la memoria. la limpia de la crueldad del pasado.

la vida, aquí, se reduce a efímeros pasos, sordas carcajadas, ideas que se evaporan lentamente.

en fin, el mundo así no es tan grande…

y la vida, al final es como las orquídeas –se reproduce con dificultad.

pero estoy cansado.

los ojos se me cierran con el peso de las pasiones deshechas.

imágenes, imágenes que se pegan al interior de los párpados –imágenes de nieve y de  miseria, de ciudades obsesivas, de hambre y de violencia, de sangre, de acueductos, de esperma, de barcos, de caravanas, de gritos… tal vez… tal vez una voz.

el deseo de un sol sin piedad, sobre todo en cuanto dormía.

y me embarqué en un carguero, deserté en java, hasta pensé construir una casa. pero no fue posible. 

todavía veo aquellos árboles cubiertos de huesos luminosos, y la duna incendiada, el desierto donde puedo reconstruir el universo.

 

 

excavo en el corazón un poco de sal, para dar de beber al viajero que fui.

dejo al viento arrastrar consigo la interminable caravana de ilusiones.

y digo: que todo se ahogue en la grasa de las mañanas, que todo calle… y una lengua de fuego alcance los libros que no escribiré.

 

 

 

III

 

los días están llenos de cartas y de recomendaciones, de amigos que parten para siempre o enferman, de recados y de intrigas, de cuentas interminables, de oro, de cuerpos, de fortuna y de infortunios.

de muerte, y de perros heridos por aullar a la puerta de la desolación.

una especie de miseria y de orgullo, escurren en el fondo de mí. y tal vez sea la mezcla venenosa de miseria con orgullo lo que me ha de perder…

no tengo nada más por decir. los poetas morirán. huir se volvió una obsesión, o es entonces   la mejor manera de mostrar la desesperación.

bebí aguas infectadas.

vi el cuerpo suspendido en el reborde de los pozos, el corazón latiendo descontrolado.

pero la muerte, cuando se aproxima, es una cosa sencilla… viene a comer de la mano la ceniza melodiosa de los días.

por eso sé que, al amanecer, puedo preguntar:

¿cuántas áfricas marchitaron en la boca del amor?

¿cuántas fieras despedazadas fueron comidas al atardecer?

¿cuántos hombres consiguieron apaciguar el relámpago de la pasión?

 

 

¿cuántos deseos quedaron abandonados en la oscuridad intacta de los cuartos?

¿a cuál de los demonios me he de vender?

¿qué bestia será preciso adorar?

¿en qué sangre contaminada sumergiré la lengua?

¿qué fuego extraño es este? qué devota la belleza interior de las cosas…

¿qué mentira me podrá salvar?

un trago de veneno y de repente se enciende el talento.

el rumor precioso de las sílabas. el llanto y la risa.

el brillo helado de las imágenes.

entonces, alzo la pipa y fumo un tiempo futuro, acomodo el cinturón donde guardo el oro –y voy por el engaño de las palabras.

descubro la fiebre, el ansia del eterno viajero.

abro las manos, suelto las mariposas y los pájaros –que dicen ser el alma de los muertos.

un espejo en el que no me reconozco, y lo peor es que nunca creí en lo que me dijeron, y rompí el espejo.

el azar nunca más me soltó, y tampoco puedo decir que los negocios salieran bien.

 

 

fue maldición, dicen.

paciencia. pero no hay maldición sin deseo –y yo no paro de desear, ávido… capaz de arriesgar la vida y la razón.

o de matar.

 

 

 

IV

 

un rasguño de luz sobre la piel, duermes en la selva dulce de la mañana.

aunque sabes que sólo hay reposo para el sufrimiento cuando se entra en el primer día de los días sin nadie.

el dolor, la pierna amputada, la llaga viva, la sangre palpitando –el mapa de abisinia.

el sol se entierra en las arenas.

viajo, sin moverme de este camastro blanco.

trato de encontrar espacio para la lucidez de mi silencio.

en el sitio del poema coagula el oro de las heladas, y los animales son formas etéreas que se me pegan al rostro.

lo que muere, casi nunca hace falta…

antes escuché el mar… bastaba apoyar la cabeza en el pecho de otro.

pero un hombre en cuyo corazón se haya concentrado toda la furia de vivir, ¿será un hombre feliz?

no sé si puedo querer alguna eternidad… no sé…

lo que veo no se puede cantar.

 

 

¿qué horas serán dentro de mi cuerpo?

¿qué mineral bermejo chorrearía si golpeara una vela… no sé… no sé…

lo que veo no se puede cantar.

me acuerdo de una cabeza rebelde ondeando junto a la ventana.

pero la casa está repleta de gemidos, va a amanecer, ya no recuerdo nada.

lo que veo no se puede cantar.

recomienzo la fuga, la última, y en ella he de morir con los ojos abiertos, atento al mínimo rumor, al gesto más pequeño –atento a la metamorfosis del cuerpo que siempre rechazó el aborrecimiento.

lo que veo no se puede cantar.

camino con los brazos levantados, y con la punta de los dedos encendiendo el firmamento del alma.

espero que el viento pase… oscuro, lento. entonces, entraré en él, cintilante, leve… y desaparezco.

 

Traducción de Sergio Ernesto Ríos

 

Al Berto (Coimbra, Portugal, 1948), seudónimo de Alberto Raposo Pidwell Tavares. Publicó À procura do vento num Jardim d’ Agosto, Lunário y O anjo mudo. Su obra reunida aparece en diversas ediciones bajo el título de O Medo.