Delicias del spam
Cristian De Nápoli
En los libros de James Joyce se come bastante corned beef. Esa es, hasta donde sé, la mayor marca rioplatense en el autor del Ulises. Para alguien que no leyó a Sarmiento ni a Mansilla, no es poco. Lo que sí se comenta es que Joyce hojeó algún libro de Güiraldes (tenían amigos franceses en común). Y ante una versión enlatada y for export del campo argentino como es Don Segundo Sombra, debe haber preferido una versión enlatada y for export de los productos del campo argentino, como es el corned beef. Yo en su lugar elegía lo mismo. Siempre es mejor cualquier corte de vaca a que te vacunen con una oda al ganado. El plato lleno antes que la prosa bucólica. Y el corned beef, al final, tampoco es carne mala. Dicen que fue y sigue siendo de falda. “Wartime delicacy”, lo llamó Margaret Thatcher. Manjar en días de combate.
Latas de falda molida sudamericana se abrieron en toda Europa durante las jornadas y los recreos de las dos grandes guerras. En especial los irlandeses e ingleses de la época tuvieron, casi todos, algo de nuestro campo en sus barrigas. Los lotes y las latas, el faenado de cabezas y la elaboración de los envases, marcaron a fuego la historia de dos ciudades, una a cada lado del río: la uruguaya Fray Bentos y la entrerriana Pueblo Liebig, que juntas podían producir, hacia 1900, más de un millón de latitas de falda molida por mes. De un total incalculable, ¿cuántas habrá abierto Joyce? Quién sabe ochocientas, y alguna más en Italia. ¿Y eso implicó algún interés por la cultura rioplatense? No. Joyce estaba para Shakespeare, Dante y las altas cuestiones.
Si hubiese sido un escritor “realista” dedicado a pintar su aldea, James Joyce habría hablado de nosotros, en compromiso orgánico coyuntural con la cultura que nutrió su cuerpo. Pero su prosa fue para otro lado: hacia una escritura compleja, polisémica, juguetona, jugosa —un atributo de la carne, este último, que es justo el que le falta al corned beef—. Quizás es por eso, porque existían buenas razones empíricas y objetivas en la vida cotidiana de un irlandés de comienzos del siglo XX para darle algún tipo de entidad a la cultura rioplatense, por lo que Joyce nos ninguneó a pleno. En este sentido el suyo es el caso opuesto, como en un quiasmo, del de otro escritor anglosajón del siglo XX que a mi gusto es superior. Y uno que se nutrió de este sur del mundo extensamente, mucho más allá de la comida, y lo hizo porque sí.
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En la obra de Thomas Pynchon también campea el corned beef. Sobre todo en una de sus novelas, quizás la más suculenta: El arco iris de la gravedad. Pero hete aquí la diferencia cruzada, el quiasmo respecto de Joyce. Por un lado Pynchon, que es estadounidense, no se crio en lo más mínimo comiendo carne argentina enlatada; para eso tenía la versión norteamericana, el cerdo en lata, sobre el que volveré. Por otro lado, la atención que puso en el corned beef es una faceta menor, ínfima y anecdótica dentro de su interés por el guiso de la cultura rioplatense. El deleite que para muchos ya está en la médula de la prosa de Pynchon, de oraciones largas y repletas de ‘bits’ de información pero que producen extraños efectos no discursivos, sintéticos como golpes, se redobla en juegos y menciones a novelistas y poetas criollos, reales o inventados, y en citas y reescrituras de textos urbanos (porteños) o gauchescos, además de disquisiciones sobre la historia del país, el anarquismo local, las tensiones entre la pampa y la ciudad, o entre el destino sudamericano y el deseo de ser parte, distante, de Europa. El paneo literario que nos hace Pynchon por suerte no se detiene en Güiraldes. Prefirió a Borges, con homenaje incluido en al menos dos obras: La subasta del lote 49 y la mencionada El arco iris… La atracción lo llevó al punto de inventar dos versos en español y atribuírselos a Borges: “El laberinto de tu Incertidumbre / me trama con la disquietante luna”.
Pynchon nos dio especial cabida porque sí, sin una necesidad orgánica. No tuvo ni la obligación profesional de interesarse por nuestra cultura (nunca fue un diplomático o un gestor cultural, más bien lo contrario) ni tuvo, tampoco, un nexo vital con nuestros productos comestibles, como la carne envasada. Adelanté sobre esto último que Pynchon, en su tierra, tenía la versión estadounidense del corned beef, que se hace con carne de cerdo en vez de vaca. Este otro envasado salió a competir con el nuestro y lo desplazó de los mercados mundiales en los años cincuenta. Y tuvo tanto éxito que en algunos países históricamente pobres en variedad alimenticia, como Inglaterra, la carne de chancho picada invadió todos los platos. La marca más famosa que vendía estas latas se llamaba SPAM. Pronto su nombre se volvió genérico, como la cinta Scotch, y aplicable a todas las latas de chancho. Después, y por un chiste de los Monty Python, la palabra se empezó a usar para reírse de cualquier mensaje, en especial de los publicitarios, serializados e invasivos. La palabra al final, como se sabe, encontró su suelo fértil en internet.
Y puede resultar curioso, pero si uno lee sobre la historia del spam, descubre que en realidad es anterior al corned beef.
Contemporáneo del charqui, existía (con otro nombre) desde 1630. Fue por ese entonces cuando un colono inglés instalado en Massachusetts empezó a envasar carne picada de chancho. Lo hacía en pequeños barriles de madera, la carne repleta de sal, que luego exportaba a varios puntos de Norteamérica. Faltaban doscientos años para que un científico alemán (que también aparece mencionado en El arcoíris de la gravedad) encontrara el formato de la lata y se mudara a Entre Ríos, cuando aquel pionero anglosajón ya trataba de arreglarse con su sistema de conservación en madera. ¿Cuál es el nombre del creador del spam? William Pynchon, ancestro de Thomas. De modo que el más genial novelista de lengua inglesa, ese que fue capaz de escribir, en medio de una historia ambientada en Londres en plena Segunda Guerra, una frase como “el verdadero sur empieza en la Avenida Rivadavia”, ahora sabemos que tiene linaje en los mataderos.
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A veces hacemos cosas sin querer frente a la computadora, y nos queremos matar. Hoy Sófocles encontraría la tragedia en un reply all involuntario. Pero no todo es tragedia; también existe la farsa. Como la de esos mensajes descaradamente múltiples, piratas, invasivos, que alguien envía a todos sus contactos para informar que un poema suyo acaba de ser publicado en internet. Cuando esos mensajes al por mayor ofrecen productos a la venta, las empresas de correo electrónico suelen detectarlos y mandarlos (o no, según les convenga) a la casilla de los indeseados. Son el spam machacón, el que se autoseñala. Pero otros mensajes, aunque de momento no estén vendiendo nada, también forman parte del gran kiosco online y nos llegan directo a nuestra casilla principal. Son el verdadero spam: el indetectable de antemano. El chancho picado de lata que se coló en el plato de pasta a la boloñesa. Nadie sabe a priori que su contenido es genérico y promocional, y los peores, los más turritos, son los que hacen de cuenta que es personal y afectivo, y para eso agregan un saludo individual de cabecera. “Cómo andás, Cristian querido. Les escribo para contarles…”.
Mensajes de artistas o escritores ansiosos por darnos una idea acerca de sus proyectos y resultados. Manjar para tiempos de guerra, el fin del mundo nos va a encontrar a cada uno con por lo menos tres eventos en plena etapa de difusión: un libro que está por salir, una presentación de ese libro que ya está pautada, una entrevista que ya se realizó en algún sitio y está por subirse online. El spam literario es la nueva prosa bucólica, la oda al ganado que decimos poseer en algún rincón: un anticipo, enlatado, que no puede más que tener efectos reductores. Pero tampoco hay que subestimarlo, porque el spam de escritor es tan viejo como la escritura. Tiene milenios de vida, y ya avisaba Horacio sobre los inconvenientes de apurarse a publicar. La ansiedad por mostrar, por apuntarse un lector, por ganar respaldos previos es un signo de nuestra época inscrito en todas las épocas. Y hasta los escritores que practican la reserva y se niegan a dar noticia pública de lo que están haciendo la llevan, como Thomas Pynchon, de algún modo en la sangre.
Cristian De Nápoli (Buenos Aires, 1972). Entre los libros que ha publicado se encuentran Palitos de agua (Eloísa Cartonera, Bs. As., 2005), Los animales (Bajo la luna, Bs. As., 2007), El pueblo le canta a sus familias disfuncionales (Añosluz, Bs. As., 2012) y En las bateas expuestas (Añosluz Editora, 2020). Algunos poemas suyos forman parte de la antología 53/70, poesía argentina del siglo XX (ES, EMR y CCPE/AECID, Rosario, 2015). Es traductor del portugués y del inglés. Entre 2004 y 2011 dirigió la editorial Black & Vermelho y el festival de poesía Salida al Mar.