ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Errar es humano
(y más todavía perseverar)

Nicolás Medina Cabrera

 

A pesar de provenir de un paraíso podrido, Nataniel Maya todavía creía que la sociedad perfecta no era una alucinación opiácea de Tomás Moro. Era enemigo de ventilar sueños en público; sus ideales, por lo general, se los amarraba bien pegados a la garganta y no acostumbraba comentarlos. Pero adentro, en alguna grieta del pecho o la frente, aún guardaba una reserva de candor, un pasadizo donde latía un brasero de esperanza, la misma esperanza de siempre, esa promesa ciega y sorda que había sido panteonera de tantas vidas. Acaso por eso, al verla un día ocupando calles, parques, balcones, universidades, cuarteles de bomberos, colegios y pequeños comercios, decidió entregarse a ella y a su caudal. 

No se trataba estrictamente de esperanza. La época volvía a repartir invitaciones al fervor. Sobre todo, era una oportunidad de desperezarse y huir del espeso aburrimiento que anudaba sus horas muertas en un hormiguero del primer mundo. Porque en Europa se vivía bien, eso era irrefutable. Las necesidades básicas roncaban satisfechas como cachorros llenos de leche; y Nataniel Maya, muy consciente de su situación global de privilegio, no se sentía legitimado para quejarse: tenía una plaza de profesor titular de química orgánica en la Universidad Autónoma de Tacañunia, un laboratorio de primer nivel a su disposición, un sueldo que le concedía viajes y lujos moderados, y dos amoríos libres con cuarentonas lánguidas, amables y fogosas que sólo le demandaban cenas esporádicas, idas al cine y compartir cinco o seis noches al mes. Por otra parte (quizá lo más importante), mantenía una relación cordial con su exmujer, y sus dos hijos lo querían mucho, incluso un poco más de lo que justamente merecía. En suma, Maya era un receptáculo de dicha serena, morador de una felicidad tranquila. Y, sin embargo, le faltaba algo, algo que se dispersaba en el aliento salino del mar de los fenicios; alguna mueca socarrona que nunca acababa de cuajarse en las gárgolas de las iglesias; algo que Rafael Mardones, su gran amigo malinchano, había intentado describir una noche remota, en un bar de chinos cercano a la Segregada Familia.

—¿Sabes lo que pasa, carnal? —dijo esa vez Mardones.

—¿Qué pasa, che? —Maya le siguió el juego.

—D’este… deja bañarme las cuerdas vocales, ¡y ahorita te las canto!

Ambos rieron. La mesera china, copiando tenuemente la sonrisa de los compadres, clavó otro par de cervezas en la mesa. Llevaban varias rondas y ya iban bastante encaminados hacia la borrachera. 

Después del brindis y de besar la boca del botellín, Mardones habló:

—Pos ya sabes lo que pasa, carnal. ¿La neta quieres saber lo que pasa, güero?

—Sí. Dejate de rodeos, malinchano vendehúmos.

—Ahí te va, pues. Lo que pasa aquí es que la gente se aburre. Esa es la neta. Se aburren como los pinches burros. Lo tienen todo, todo tranquilito y con euritos en los bolsillos. Pues que sí, que hay exabruptitos, problemitas pendejos, chingaderas presupuestarias. Por allí y por acá aparecen parcelitas de crónica roja y asesinatos pasionales; en el barrio del Roval deambulan racimos de moros zafados y un centenar de yonquis y alcohólicos provenientes de toda Europa, con el cerebro fundido como una pinche quesadilla. Y de repente ladra que te ladran los sindicatos y así parten los del transporte a mentarse en la madre de sus sueldos y ¡zas!, te paralizan toditita Birladona. O cada cierto tiempo, a los románticos locales les rebrotan las liendres heroicas, los piojos espirituales del nacionalismo, y todo lo que les corre o les pica en la mera cabeza es culpa del pinche rey; todo, toditos los males parecen culpa de los fiestañoles huevones que se la llevan todos los días de parranda en Mardid o en Jarralucía. Pero ni modo, güey. La neta no es porque haya problemas graves, es porque están aburridos de pies a cabeza y porque los adoctrinan de lo lindo.

—No sé, che. Y viste, por ahí tenés razón, pero no podés decir eso… —Maya hizo un gesto extraño con la mano.

—¡Pos claro que puedo, carnal!, ¿o tengo que andar con las babas amordazadas? ¿O hay que pedir solicitud escrita al Ayuntamiento para decir a los cuatro vientos lo que me salga de los huevos? Órale, güey, si para eso está bien muertito el muerto con bigotes.

—¿Quién es el muerto con bigotes? ¿Cantinflas o Hitler?

—El pinche Narcisco Branco, carnal. Estamos en el Reino de Fiestaña. Quién iba a ser el muerto con bigotes de Fiestaña, ¿Freddy Mercury? ¿Groucho Marx? ¿Stalin? Pues el pinche Branco, quién otro. Dizque ese tirano está hermanado con las lombrices; mero hueso, lo que se dice peinando margaritas del subsuelo, ¡harina molida por los siglos de los siglos! Así que no me coarten la saliva. Quien quiera cerrarme los morros intenta resucitar el fantasma del dictador o lo imita, sea del signo que sea. Y además que el dueño del bar es chino. Mientras le pagues la cerveza, le vale verga si eres un pinche nazi, un pantera negra o el clon de Emiliano Zapata disfrazado de Frida Kahlo. 

Le concedieron seis segundos a la risa, y Maya se explicó:

—Boludo, es obvio que podés decirlo. Nadie te está censurando.

—Espérate unos añitos, mano, y ya verás cómo se pone cabrón el ambiente con los que hablan fiestañol o vastellano, como acá hay que decir para que no se sientan ofendidas las condesas hipocondríacas. Va a rugir una KGB cultural de Tacañunia. Horita vas a ver cómo empieza una cacería de brujas en las universidades y una lista negra de autores vetados. Guáchalo, guáchalo tú mismo si te quedas aquí. Y entonces me mandas una postal. Una postal que me narre la llegada de mis profecías y que me certifique como el Nostradamus malinchano.

—¡Nostradamus! Che, estás exagerando, Rafa. Sos un alarmista. Che, lo que yo quería decirte es que no podés simplificar así la problemática de Tacañunia. No podés omitir los efectos de la crisis y del trato histórico del Estado fiestañol hacia el pueblo tacañán. 

—¿Ah, sí, güey? ¿Y qué has leído de la historia tacañana? Yo pensaba que el laboratorio no te dejaba tiempo para leer historia. —Mardones cortó en seco y empinó la botella hasta vaciarla.

Maya calculó sus lecturas y enseguida abortó un recuento de libros de historia que descansaban en su librero y que, efectivamente, no había leído, tanto por falta de tiempo como por ausencia de un interés profundo. Se limitó a mascullar un che y a finiquitar su botellín de Estela Dammit, mientras Mardones hacía una seña a la mesera para que les llevase otra ronda.

Tras ponderar el culito magro de la mesera y fantasearla desnuda, Mardones demostró unos gramos de diplomacia fraterna:

—Perdón, Nataniel, perdón, carnal. No quise dudar de tus conocimientos ni sonar como un tragalibros arrogante. Yo algo he leído, pero no soy profesor de historia tacañana… lo mío es la literatura y la historia panchitoamericana. 

—Da igual, loco. Igual sos rearrogante a veces, ¿viste?
—aseveró a medias Maya y se rascó el mentón.

—Es que me da coraje, mano. Verlos allí borregueando en las calles a todas pinches horas. Quejándose de lo mal que están, lavándoles la sesera a los chamacos en las escuelas, prometiendo el edén al precio de un voto. ¿A ti no te entra coraje? ¿O no te dan arañazos las garras de la vergüenza? A mí, nomás con verlos, me entra la urticaria moral y ganas de regalarles unos pasajes a Negritania. Mero verlos allí en la prensa, presentándose como un pueblo oprimido ante el mundo, como la Rapuncel prisionera en la torre o la princesa violada de Europa…

—Y seguís eludiendo la crisis, che.

Mardones rehuyó la mirada. Bebió su cerveza con un desgano repentino, brusco, como si le hubiesen cercenado las ganas de platicar, y estiró los ojos negros hacia los muslos supuestamente dorados de la mesera, hacia la calle anochecida y rojiza, hacia las motonetas que irrumpían y se desvanecían en la ventana del bar. Rocco prefirió acomodarse al silencio ajeno. Se acodó en la mesa, frotando su botella y pensando cada tanto en encender otro cigarrillo o dejar de fumar para siempre. 

Al cabo de un rato, Mardones desertó de su introspección. En la boca se le esquinó una sonrisa torcida de malinchano nostálgico, de hermano apaleado por martillazos de otoño.

—Los dos llevamos casi una década en Tacañunia —le recontó a Maya—, pero a mí me late que ni tantito te acuerdas de dónde venimos —Mardones le enseñó la mano, dejando apenas dos centímetros de distancia entre su pulgar y su dedo índice—: Ni así tantito te acuerdas, carnal.

—Qué carajo decís, boludo. No te entiendo, che. Cómo voy a renegar de mis orígenes.

—Pues así parece. Estás todo obsesionado con la pinche “crisis fiestañola”. En serio, güey, ¿de cuál crisis me platicas? Yo juraba que tú venías del Río del Estaño. De Santa María de los Gratos Vientos, capital federal de Estañina y supuesta capital cultural de toda Panchitoamérica.

—Dejá de joder, loco.

—¡Pos parece que estoy platicando con un pinche ministro sueco o un economista finlandés! 

—Che, pará. Hubo una crisis, che. Loco… de verdad vos estás ciego. Aquí hubo una crisis que dejó en la calle a miles de fiestañoles. Los bancos les quitaron las casas, y el desempleo subió a niveles…

—¡Ya estás, noruego! Eso es una recesión, un bajón económico, un retroceso. Etiquétalo como quieras, güey… pero así como crisis, ¡nones! Si esto es o fue una crisis, ¿qué es lo que ocurrió en Estañina durante el establito? ¿Qué es lo que pasa en Cáfrica, en Zongo o Mirandina? Piensa en mi país y el narco. Méntate eso. Méntate esa violencia, la pobreza, la desigualdad. O si nos vamos a pura economía, piensa en la caída de la bolsa gringa de 1929. ¡Esa sí que fue crisis, vato! Si lo de aquí es una crisis, pues Panchitoamérica lleva doscientos años de pura crisis, carnal. Y ni platiquemos de otros páramos.

—Es relativo, loco. Che, vos hablás de crisis de hambre, de supervivencia. Acá fue una crisis de su estilo de vida —Maya titubeó. Carraspeó, tapándose la boca con el puño, y aceptó que esa noche no dejaría de fumar.

Cogieron sus cajetillas y salieron a fumar a la vereda, cada uno botella en mano. Maya no era adicto a la controversia; se aproximaba a los temas tanteando, con una timidez que perfectamente podía confundirse con desdén o excesivo respeto, y Mardones no acertaba a recordar un desmadre discursivo de Maya, un golpe de mesa o un intento de imponer su visión de las cosas. 

—Güey, es que no puedo cerrar el pico —Mardones estornudó—. Estás hecho un pinche ciudadano del primer mundo. Es cosa tuya, cada perro con sus pulgas. Pero no pueden platicar de crisis por el hecho de que los albañiles fiestañoles hayan dejado de ganar tres mil euros al mes y perdieran sus Mercedes Benz. Aquí tuvieron una bonanza desmedida y después se les reventaron los bancos, los globos y la piñata. Y en vez de recoger caramelos había que pagar las deudas.

Maya rio y chupó su cigarro con ansia. Era obvio que jamás se pondría de acuerdo con Mardones.

—Che, bueno —dijo Maya—, te la doy. Digamos que no hay crisis. Hay un bajón. Pero eso igual afecta a la gente. El nombre es una etiqueta formal. Posta que la vida se hizo más difícil, más cara, ¿viste? Y eso es nafta para el descontento. Sin la crisis no prendería tanto el nacionalismo.

—Prende porque son unos pendejos. Unos pinches pendejos utópicos por un lado de la trinchera, y unos pinches nazis por el otro. Y prende entre la gente silvestre porque se olvidan que todos los beneficios que tienen son consecuencia de guerras previas, de muertes, de sudor y lágrimas, como dijo el barrigón de Churchill. Estos de aquí prescinden de décadas de acuerdos, programas de subvención, trabajo y cooperación. Porque los güeyes estos ya se ven viviendo en un país donde llueven palomitas de maíz, los niños tienen unicornios de mascota, y los muros están hechos de chocolate. Y se olvidan de lo afortunados que son. Y de la paz. Lo que más hicieron los europeos fue darse madrazos, milenios de madrazos. Se olvidan de una paz que nunca había durado tanto en Europa, ni en Fiestaña. Y nomás se figuran que esa paz es eterna. Y prefieren dilapidar esa calma (que tienen en el bolsillo), para jugarse un sueño en la ruleta y apostarlo todo. Todo toditito por el parto de su pinche quimera tacañana. 

—¿Pero, che, por qué te molesta tanto a vos? —inquirió Maya, soplando una voluta de humo—. Che, me decís a mí que me creo europeo, y vos sos el que se empuerca. Sos un terrible incoherente. ¿Qué carajo nos importa a nosotros? ¿O ahora le tenés simpatía a la corona fiestañola?

—Ay, carnal. Porque vengo de Malincho me importa. Y a ti también debería importarte como pinche estañino del sureño culo del mundo. A cualquiera que no sea de aquí y no se desenvuelva en tacañán, incluidos los fiestañoles. Pero mira, vato, sólo el tiempo lo dirá. Yo ya me marcho.

—¡Qué pedazo de salami que sos! —rio Maya—. ¿Y adónde te vas a ir? Si en tu universidad te quieren…

—Ahorita me quieren… ahorita nada más. Ya estoy desempolvando contactos académicos. Tengo amigos en varias universidades de la península. Aunque me gustaría irme a Portugal, güey. Un país sobrio, nostálgico, abundante de viejos que callan y aparcan los ojos en las ventanas empañadas. Me gustaría sentarme en un café y escuchar fados pensando que el espíritu de Pessoa sobrevuela entre las copas y el polvo de las botellas. Allí ya saben que está todo hecho. Que no hay más que el café de la mesa, pagar unas cuentas y ver cómo el amor se hunde en el musgo de los calendarios. Aquí no se han dado cuenta, güey.

—¿Estás fumado, che? Vos, en vez de irte a Portugal, podrías ir a un psicólogo, ¿viste?

—Te hablo en serio. Me voy, güey. 

—Estás deprimido, che —opinó Maya—. Eso es todo. Como vos venís de vuelta, te molesta que la gente sueñe. Vos sos historiador, has leído que las cosas han sido más o menos iguales por siempre y no soportás que la masa sea utópica, marche, sueñe y tenga esperanza. Pero hay que buscar otra variedad de esperanza. Sin esperanza no podés vivir. Hay que creer en algo. 

—En que Pessoa sobrevuela esos cafés transmigrado en una mosca metafísica, prodigando zumbidos poéticos, pepenando migajas de los platos y relamiéndose las patitas como si se ajustara elegantemente un reloj de bolsillo. Creo en que en esos cafés de ventanas empañadas se puede beber una copa en paz sin escuchar pendejadas políticas y sermones fanáticos. Güey, yo creo en eso. Creo que estoy vivo, bajo un techo sin goteras y con las tripas llenitas. Y eso es más que suficiente.

—No te creo, boludo. Sos un liante. ¿Cómo se puede vivir así?

—¡Pues no muriendo! Alquilando oxígeno. Esquivando el pinche guadañazo de la pelona. Apenas me salga una chamba, me voy. Ya está decidido, güey. Mándame una postal. No vale por WhatsApp. Quiero la pinche prueba física de tu reconocimiento y de mi investidura de pitoniso. Ya me voy, carnal, ya me voy.

—No te creo nada —repitió Maya.

Y enseguida, Mardones dijo ya verás, carnal o algo por el estilo, y le dio la última calada agónica a su cigarro. Maya también decapitó su cigarrillo, que rodó por el suelo, extinguiéndose como una miniatura del mundo y sus épocas, y luego pasaron otros tópicos de conversación, alcohol por las venas y minutos, minutos y horas, una riada irremontable de días. Pasaron semanas, meses, marchas, histerias y cargas policiales. Y pasó a través de un tórax la bala. La bala precisa para alumbrar a un mártir y un mito fundacional. Entonces Nataniel Maya vio las noticias; vio la tristeza en las ojeras de sus alumnos; vio la impotencia contra el poder simiesco; vio el sol deslavado que alumbraba los edificios y los parques de Birladona, y decidió adentrarse en el furor colectivo, exigiendo un país nuevo, una república de libertad, justicia y democracia. Los millones en las calles consiguieron media docena de heroicos cadáveres y, tras meses de palos y diversos despliegues de brutalidad, occidente le dio un ultimátum al Reino de Fiestaña, que aceptó un plebiscito a regañadientes y sin poder disimular su humillación, engrosada por la circunstancia de que su rey —su otrora poderosa corona imperial— era una marioneta secundaria en el gran teatro del mundo. La votación fue un mazazo de tres quintos a favor de la independencia tacañana, y las calles burguesas de Birladona explotaron de algarabía; se propagó un estado febril de sueño consumado, que incluyó fraccionalmente a Maya, quien, como si fuera poco, acabó encamándose con una joven panadera, después de besarla torpemente en el pórtico de La Victoria.

Al día siguiente, el alba le raspó los párpados y Nataniel Maya comprobó la soledad de su cama. La mujer había dejado una notita en la nevera —en tacañán, por supuesto— con su número de móvil y una oferta de reencuentro; aunque eso, de momento, no ayudaba a remediar su sensación de vacío, y tampoco conseguía mejorar el paisaje interior de la nevera, donde relucía un pimiento rojo a medio pudrir y otros rastrojos poco apetitosos. Maya bostezó, se enjuagó la cara en el baño, espió que el reloj de la cocina punteaba las ocho y veinte de la mañana, se puso una chaqueta de cuero y salió a la calle. Afuera lo asaltó la imagen del carnaval agotado. Curiosamente, lo primero que le brincó a la cabeza fue la impresión de que la dependencia y la independencia engendraban multitudes parejamente borrachas y sucias, pues su calle yacía regada de papeles, latas de cerveza, pancartas maltrechas y trozos de vidrio. 

Las autoridades, como correspondía al honor del nuevo país, decretaron feriado ese día. Un barrendero viejo silbaba, apilando despojos en espera de un camión de aseo. Por las aceras desfilaban los últimos rezagados de los festejos, principalmente escolares y veinteañeros que gritaban el himno tacañán y aullaban puteadas contra Fiestaña, su monarquía de papel y las variopintas madres de los policías fiestañoles. El comercio cerraba sus persianas y hasta el follaje de los árboles insinuaba señas de cansancio y quietud; pero Maya conocía antros insomnes y baretos oportunistas que jamás se darían el lujo de desaprovechar clientes. 

Cuando llegó a uno de esos bares, después de patinar un par de manzanas, lo sorprendió ver que todas las mesas estaban ocupadas y que el local era una humareda densa como las de antaño. A punta de suaves codazos y perdones, Maya se incrustó en la neblina del tabaco, se hizo sitio en la barra, y pidió un café cortado para suavizar la espera por una mesa. De pie, ligeramente encorvado y bebiéndose el cortado a sorbitos, fue descreyendo lo que desgranaba la televisión: El Birladona, F.C., se mudaba a la ciudad de Falencia para jugar la liga fiestañola; el govern reconocía que la independencia no era viable en el corto plazo y que sin fondos europeos tendría que declarar un default; la ciudadanía tacañana se garantizaría a los ciudadanos fiestañoles que lo solicitaran a la nueva administración; las trasnacionales se mudaban en estampida hacia Mardid y Vilvado…

—Qué putada —le comentó el camarero a Maya, al aire tóxico o a cualquiera con ánimos de escuchar y compartir lamentos—. Qué putada, joder…

Maya no supo qué decir y tampoco supo si su propia cabeza, que apenas se movía, asentía o negaba. Al ver que el camarero encendía un cigarrillo, Maya preguntó:

—¿Por qué se está fumando aquí adentro?

—Joder, macho, porque no hay ley que lo prohíba. O eso es lo que dijo el dueño del bar —el camarero estornudó y se sirvió una caña. Se limpió la garganta con un sorbo de cerveza y siguió diciendo—: La ley antitabaco es fiestañola. No hay ninguna ley tacañana que prohíba fumar en espacios públicos. Mira, ahí quedó una mesa libre. ¿Qué te pongo?

Maya pidió otro cortado, un zumo de naranja y un bocata de jamón con tomate. Al principio maldijo la bruma tabaquera, sin embargo, acusó un impulso atávico de fumar en una cueva y pidió un cigarrillo a la mesa vecina, donde tres mujeres conversaban cabizbajas. Una de ellas le dio un cigarro, la otra le alargó un mechero y la última, aparentemente la más joven, le detectó el acento:

—Vos sos estañino.

—Ta, ta —reconoció Maya, y se ruborizó como si no lo fuera—. ¿Ustedes también?

—No. Sólo sho.

—Nosotras somos de Malicia —dijo la dueña del mechero, rubia y algo pecosa. La otra era morena y de ojos negros.

—¿Y de qué ciudad sos? —retomó la estañina.

—De Gratos Vientos, ¿y vos?

Sho también, che. ¿Cuánto shevás acá?

—Uf. Como diez años… sí, casi diez años, che. ¿Vos cuánto shevás?

—Dos acá. Pero shevo ocho años en Fiestaña. Menos mal que shevo poco, o si no, estaría más jodida todavía, che. Jodida del alma.

—¿Por qué estás jodida, che? —preguntó Maya.

—Porque somos profesoras de vastellano en un instituto
—acotó la mallega morena—. Y hace meses nos dieron un aviso de que, en caso de ganar la opción independentista, recortarían las horas semanales de vastellano en toda Tacañunia.   

—Todas nos vamos a quedar sin curro —sintetizó la mallega rubia.

Las tres enmudecieron. Se amplificó el ruido de los vasos que chocaban, las voces asmáticas de unos viejos con boinas y las noticias amargas de la televisión. Maya aspiró su cigarro y recordó como un relámpago las advertencias de Mardones. 

—No hay que echarse a morir, che —intervino la estañina—. Chicas, vamos a encontrar curro en Mardid, en Malicia o donde sea. Aguante, che —dijo y ladeó el rostro hacia Maya—: ¿Y vos, en qué laburás?

—Soy profesor… de química, química orgánica. Doy clases en la Autónoma.

—Ah, o sea que por ahora no estás tan jodido, che. A menos que se les antojen clases de química en tacañán. Porque ahora supongo que las das en vastellano…

—Sí… y hay material en inglés también.

—Entonces te queda un tiempecito de tregua. ¿Pero hablás tacañán?

—Así como hablar, no, viste. Puedo entenderlo…

—Bueno, entonces sha sabés. Empezá a estudiarlo, que si les da por hacer las clases de química en tacañán, no les va a temblar la mano. O quizá les da por copiar lo que hicieron en la Mancomunidad Falenciana, donde exigieron un test de falencià para dar clases en los institutos. Y si no lo aprobás…

—Pero tranquilo —comentó la mallega rubia—, si te echan a la calle, tú puedes montarte un rollo como el de Breaking Bad. Sólo necesitas convencer a un alumno idiota y rasurarte la cabeza. La química ya la sabes. 

Los cuatro rieron y, por unos segundos, fueron la única expresión de alegría en la resaca derrotada del bar. El camarero llegó bufando con el pedido de Maya y la estañina dijo:

—Bueno, nosotras nos vamos, che. Buena suerte.

—Buena suerte a ustedes también, chicas —respondió Maya.

Maya las vio cruzar el bar y desintegrarse en la luz lechosa que entraba por la puerta de calle. Repartió su atención entre los periódicos, la tele y los bocados que le daba a su emparedado. Quería creer que el bar era un antro decadente, que la bandera fiestañola que colgaba tras la barra era un trozo de un pasado atrabiliario, y que los medios fiestañoles exageraban, procurando sembrar caos y miedo, en un último intento por retrotraer la independencia y conservar a Tacañunia como otro feudo de su imperio resquebrajado. Deseaba, asimismo, creer que la república recién parida no lo discriminaría por impartir sus clases en vastellano y por ser panchitoamericano. Pero súbitamente sentía que su bocata no sabía a jamón ni a tomate ni a aceite de oliva. Le sabía a mierda, a pompa de jabón reventada y a matarratas. Entonces recordó a Rafael Mardones y consideró que apremiaba enviarle la postal prometida a Portugal. Le quedaban varias en el escritorio y tenía bastante tiempo ocioso. Maya dejó el bocata a medio terminar y pagó la cuenta sin esperar por la calderilla. 

Mientras regresaba a su apartamento lo fue espoleando la memoria triste de las profesoras, las profecías rotundas de Mardones y la duda, legítima a esas alturas, de haber sido engañado como a un niño de pecho. Al divisar al cartero en el portal de su edificio, Maya entrecerró los ojos y apuró el paso. El cartero lo saludó:

—Buenos días, señor Maya.

—Hola, Jordi. Qué sorpresa verte hoy, che. ¿Desde cuándo los carteros laburan los feriados?

—Menuda locura. Ni yo me explico tanta prisa, jolín. Parece que vamos a imitar a los americanos o a los alemanes. Pero me triplicaban la paga por currar hoy. Y ya sabe… Birladona és bona si la bossa sona.[*]

—Si existe el refrán, por algo será, viste.

—La voz del poble.

—Y… finalmente un poble lliure. Gracias, Jordi —dijo Maya.

—De nada. ¿Y ha visto la tarjeta postal?

—¿Qué postal?

 —No ha revisado el buzón. Estoy seguro de que era una tarjeta postal. Me llamó la atención. Ya casi ni se ven. Los chavales pensarán que así se comunicaban los dinosaurios.

—Los dinosaurios se comunicaban mejor que los jóvenes de ahora, eh. 

—Jeje.

—Voy a inspeccionar el buzón entonces. Quizá está lleno de sobres con euros.

—Esos no los he traído yo —rio el cartero—. Lo único que le he traído en los últimos diez días es esa postal y la carta de hoy.

—¿Para mí?

—De la universidad. Servicio exprés. 

—Exprés…

—Sí. Tanta prisa, jolín. Bueno, señor Maya, tengo faena por delante. Adéu.

Adéu, Jordi —susurró Nataniel Maya.

Servicio exprés, rumeó otra vez Maya, y el llavero comenzó a vibrarle en la mano. Mientras se las batía con la cerradura, se le apareció el rostro borracho y desesperanzado de Mardones y después una sala de clases vacía, tapiada, hermética. Nataniel Maya abrió su buzón respirando fuerte, contrariado por el temor y el asombro, como si se tratara de un cofre milenario. Escarbó desesperado entre los sobres de las cuentas y la morralla publicitaria, y atenazó la postal y la carta de la universidad. Subió los tres pisos corriendo, casi tumbó la puerta de su apartamento y fue hasta la cocina; allí acostó ambos sobres en la mesa y se sirvió una copa de whisky sin hielo. Tomó tendido, cerrando los ojos y notando un redoble de vértigo en la cabeza. Sintió las ascuas del alcohol pecho abajo y se sentó. 

Despedazó los sobres con un cuchillo de mantequilla. La postal provenía de Portugal. Mostraba una plaza de Lisboa en el anverso; por el reverso estaba intacta, vacía de texto a excepción de tres frases articuladas por la caligrafía recta de Mardones: “Está sin escribir para que la uses tú. La espero, güey. Mira lo lindo que es Lisboa”. La carta de la universidad, a contramano, estaba plagada de letras condensadas y pequeñísimas que se entrelazaban; símbolos que parecían glóbulos oscuros de una herida abierta hace siglos; letrillas jurídicas que exclusivamente trenzaban oraciones en tacañán y que obligaban a Nataniel Maya a beberse toda la botella de whisky, a acordarse del sol siempre inalcanzable de la bandera estañina; a responderle de inmediato a Mardones, apretando un bolígrafo que temblaba de rabia, de feroz desconcierto, de otro paraíso podrido ante sus ojos soñadores.

 

Nicolás Medina Cabrera (Texas, Estados Unidos, 1988). Es abogado de la Universidad de Chile, y realizó estudios literarios en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona. Actualmente traduce una novela de Jack London y se lamenta todas las mañanas por no haber intentado una carrera como futbolista profesional. Ha obtenido reconocimientos en Chile, como los premios Juegos Literarios Gabriela Mistral (2011), Roberto Bolaño (2013) y Pedro de Oña de Novela Breve (2013).

 

 

[*] “Birladona es buena si la bolsa suena” (si suenan las monedas en la bolsa o bolsillo). Dicho popular.