Historia de un ojo
Demian Marín
Venid, niños, sentaos cerca del fogón —dijo Valmiki, el escritor, en una noche de invierno—. Os contaré una historia que reconfortará vuestra alma —los niños se acercaron, preguntando si se trataba de otra de las aventuras de Rama, el héroe legendario de la piel azul que, con un ejército de monos, logró triunfar sobre el demonio Ravana—. Esta vez os narraré la historia de un ojo llamado Astamurti, la última reencarnación de Shiva en este mundo.
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Viswanathan Astamurti inició, como todos los grandes actores bollywoodenses, como extra en películas de dudosa categoría. Incluso tuvo un inicio menos glorioso, pues más que extra, formaba parte de la utilería que las corporaciones cinematográficas más añejas ponían a disposición de los actores no profesionales que cobraban tan sólo una cena por sus apariciones en pantalla.
Astamurti compartía espacio en un triste anaquel húmedo con saris y velos raídos de colores que alguna vez fueron intensos, zapatos y sandalias deformados por el uso, joyería de fantasía cuyos dorados se fracturaban aquí y allá, dejando ver el negro plástico del que estaba hecha.
Su primera aparición en la pantalla fue colgando de la frente de la abuela del prometido de la muchacha por la que el protagonista moría de amor. En una ridícula coreografía en la que la anciana cantaba una estrofa, Astamurti, actuando como bindi de ceremonia nupcial (se trataba de la boda de la mujer deseada por el protagonista), se aferró como pudo al sudoroso rostro de la octogenaria que se bamboleaba con dificultad al ritmo de Aattu Kutty, la canción que el hermano del director había compuesto para esa escena.
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Como podéis observar —dijo Valmiki, el escritor—, la vida en el cine no es tan fácil como pareciera —uno de los niños preguntó qué era el cine. Valmiki pensó que tal vez había sido mala idea contar esta historia—. El cine es imagen en movimiento, es un adelanto técnico de la humanidad que servirá de entretenimiento cuando se invente, dentro de varios siglos.
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Hubo una época en la que las producciones fílmicas tuvieron una fuerte influencia cultural de las ciudades del sur del país, como Bangalore o Chennai, en donde las mujeres despreciaban las joyas en sus frentes y preferían el tradicional bindi pintado con la tinta roja del polvo de cúrcuma seco mezclado con jugo de limón.
Durante algunos meses, Viswanathan Astamurti dejó de ser utilizado como bindi en las películas y terminó postrado en un rincón del triste y húmedo anaquel de la utilería.
Pero su fortaleza de carácter lo llevó a la oficina del productor, donde tuvo una charla intensa con el hijo (el productor había ido a Calcuta a recaudar fondos para una película que relataría la gesta heroica de la resistencia india durante los bombardeos japoneses de 1943 a la región de Bengala). El resultado fue una breve aparición como extra en el siguiente film que se produjera (el cual fue, precisamente, la película sobre el bombardeo, en donde Astamurti interpretaba a un soldado herido y tuvo un cameo de dos segundos).
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Las bombas son armas —explicó Valmiki, el escritor, a los niños— que inventarán los hombres para destruirse entre sí y generar todo el mal karma que habrá en el mundo en esos tiempos —a pesar del temor que Valmiki quiso infundir en los niños con la explicación de estos inventos, ellos se entusiasmaron con la idea de destruir regiones enteras, como lo hace el dios Shiva con los pueblos que despiertan su cólera—.
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Las películas posteriores requirieron el apoyo de extras. Viswanathan Astamurti tenía la disposición y el aplomo para interpretar cualquier papel que le ofrecieran, incluso aunque fuera mínimo para el desarrollo de la película.
De esta manera fue cerrajero, transeúnte, pescador, correo del rajá, tigre, asesino, encantador de serpientes, estrella que guiaba a marineros en un naufragio, domesticador de conejos en la primera guerra carnática, en la que la clave de la victoria india sobre los mongoles fue el uso de conejos que asustaban a sus elefantes.
Astamurti cada vez tenía papeles de mayor importancia, y su carrera habría sido como la de cualquier actor de Bollywood con medianas pretensiones, de no ser porque su madre falleció en esos días y, por ser hijo mayor de una familia de siete hermanos, tuvo que hacerse cargo de todos los gastos funerarios, así como del traslado del cadáver a Benarés, para arrojar sus cenizas al afluente del Ganges.
El viaje a Benarés cambió por completo la vida de Astamurti. En su calidad de ciudad santa, este sitio atraía a peregrinos religiosos de todo el país, quienes se bañaban en el Ganges al amanecer para purificar su alma y ofrecer tributos a sus dioses. Allí fue donde Astamurti, rodeado por sus hermanos, y mientras lanzaba las cenizas de su madre al agua, supo que él era una reencarnación de Shiva, y que tenía un propósito específico en esta vida.
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Como sabéis —dijo Valmiki, el escritor—, Astamurti era un ojo, por lo que abrir sus siete chakras fue para él más fácil cuando se percató de que era una reencarnación de Shiva —uno de los niños preguntó a qué casta pertenecía Astamurti. Valmiki respondió que era un paria. Los niños replicaron que no era posible que Shiva reencarnara en un paria—. No os angustiéis, niños. En la época de la que os hablo, el sistema de castas tendrá más connotaciones sociales que espirituales —Valmiki abordó brevemente la revolución encabezada por Gandhi contra los ingleses. Los niños preguntaron al unísono quién era Gandhi y a qué casta pertenecían los ingleses. Valmiki se cubrió el rostro, como cuando buscaba la paciencia en su interior para lidiar con sus compañeros ladrones, en sus tiempos de cuatrero—.
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De regreso en Mumbai, Viswanathan Astamurti dedicó la mayor parte de su tiempo a la meditación y el ayuno. Descubrió el mejor lugar para encontrar la paz dentro de una boñiga fresca de vaca. El estiércol del venerado animal le ofrecía calor y protección, y lo encerraba en un aura de bienestar general. Pero tan pronto se enfriaba y endurecía, Astamurti debía salir para no quedarse cautivo en ese estiércol de pasto procesado.
Pronto obtuvo seguidores, que se enteraron de la santidad de sus actos y la rectitud de sus ideas. Astamurti se hizo de un nutrido grupo de discípulos, quienes buscaban el excremento de los bovinos sagrados para untarlo en su cuerpo antes de la meditación. A este grupo se le conoció como «los yoguis de la sagrada deyección».
Incluso se corrió el rumor de que quien instalara en su frente a Astamurti tenía la capacidad de visualizar lo que escondía la gente y hasta predecir el futuro, pero esto nunca se pudo comprobar, porque Astamurti no volvió a dejar que la gente lo utilizara como bindi… hasta que conoció a Aishwarya Rai.
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Aishwarya Rai, a pesar de su rostro occidental —dijo Valmiki, el escritor—, logró cautivar tanto al público como a los críticos de cine más exigentes —uno de los niños preguntó qué significaba rostro occidental. Valmiki respondió que se trataba de un rostro con tez blanca como la leche y facciones oscuras como el lodo del monzón—. Era tan bella como Laksmí después del baño en el manantial de la juventud; tan bella que cualquiera de vosotros se enamoraría; tan bella que, desde la primera mirada, hizo olvidar a Astamurti sus meditaciones y lo obligó a fijar su vista en ella, día y noche. Durante jornadas enteras, Astamurti no hizo más que ver las facciones perfectas de Aishwarya.
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Viswanathan Astamurti accedió a volver a actuar en una película, que resultó ser la más exitosa de todos los tiempos. Se trataba de una comedia romántica, llamada He entregado mi corazón, querido, en la que el color, las coreografías, los fastuosos vestuarios y, sobre todo, la sobresaliente actuación de Aishwarya, convirtieron a esta cinta en la más popular.
Astamurti, sin muchas pretensiones, también logró una discreta pero efectiva actuación como bindi en la frente de Aishwarya, que resaltaba su rostro y la hacía lucir más bella que nunca.
De inmediato entre Astamurti y la joven actriz hubo una química que traspasó las fronteras del cine. Sin embargo, el amor que rezumaba Astamurti hacia Aishwarya nunca fue correspondido del mismo modo. Al fin mujer, Aishwarya Rai adoraba a Astamurti, pero sólo como una joya, un accesorio.
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Astamurti: Ven, corazón mío / Yo todo por ti lo he dado.
Aishwarya: Tú y yo nos vemos bien / Juntos estaremos por siempre.
Coro de mujeres: Juntos estarán por siempre.
Astamurti: Yo todo por ti lo he dado / He dejado la meditación / He negado mi condición de santo / Soy la última reencarnación de Shiva / Soy el sexto chakra, el tercer ojo / la luz, la iluminación / Pero tú me has deslumbrado.
Niños: Lo has deslumbrado.
Astamurti: He nadado en las tranquilas aguas del Ganges / He visto lo inimaginable / Las auras de los sultanes / y rajás de todos los tiempos / La rapidez de la cobra / la furia del tigre / la memoria del elefante / Soy luz, iluminación / Pero tú me has deslumbrado.
Niños: Lo has deslumbrado.
Aishwarya: Me deslumbran tus colores / a la luz del sol / Quisiera tenerte por siempre / Me haces lucir más bonita / ¿Acaso no soy bonita?
Coro de mujeres: La más bonita de todas.
Valmiki: Astamurti erró el camino / La mujer es sólo vanidad / El exceso de maquillaje / hace toser a nuestro héroe.
Niños: ¿Qué es maquillaje?
Astamurti: Cof, cof / Me has deslumbrado / Cof, cof / Me has deslumbrado / Cof, cof / No sé qué hacer.
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El rechazo de Aishwarya Rai al afligido Astamurti —dijo Valmiki, el escritor, apenas pudo recuperar el aliento luego del baile suntuoso— lo llevó a la desesperación, al desánimo, a la abulia total. La sal del mundo había concluido para él, por lo que se dedicó a vagar por las calles sin un rumbo fijo. Vosotros no creeríais los tormentos que vivió a partir de ese momento. Las flagelaciones y automutilaciones que hacía en la vía pública le dieron fama de ser uno de los más célebres faquires de Mumbai, y varias productoras le ofrecieron contratos millonarios para llevar su historia a la pantalla grande —ante la pregunta de qué era un faquir, Valmiki respondió sin pestañear que se trataba de un sadhu que buscaba la iluminación a través del dolor—.
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La variedad de actos que Viswanathan Astamurti realizaba sorprendía a la gente. Muchos se preguntaban qué clase de martirio se infligiría al día siguiente. Astamurti, sin hacer caso a las murmuraciones ni a las exaltaciones de los congregados, se dedicaba a castigarse metódicamente. De hecho, Astamurti no hacía ya caso a nada ni a nadie. Le daba lo mismo mutilarse frente a un millón de personas en una plaza principal que solitario en alguna callejuela.
A veces rodaba con pausada calma en una alfombra de brasas ardientes. Otras ocasiones se perforaba la conjuntiva y el iris con alfileres, o pedía a alguien que lo pisara hasta deformarlo.
Su fama traspasó castas y fronteras, al grado que Aishwarya, la actriz que había provocado tal desventura en el infeliz Astamurti, se enteró de las proezas del faquir y quiso conocer alguna de ellas. Acompañada de su novio, el también actor Salman Khan, y con un buen disfraz para pasar desapercibida entre la multitud, Aishwarya asistió a los jardines colgantes de Mumbai a ver el último espectáculo del «ojo faquir», como lo conocían en la ciudad.
Astamurti pidió a un turista que partiera por la mitad una fruta del carambolo. Después se metió en ella y tapó cuidadosamente la fruta con la otra mitad, de manera que pareciera intacta y apetecible. Por instrucciones de Astamurti, el turista ofreció la carambola a un elefante joven, cuyo dueño estuvo de acuerdo con el ofrecimiento. El elefante tomó con la trompa el fruto donde se escondía Astamurti y lo llevó a su boca. Masticó con voracidad aquel manjar y lo tragó de inmediato.
Antes de entrar al tracto digestivo del animal, molido por los dientes y machacado por la lengua, Astamurti miró al público por última vez. A pesar de las gafas negras y del velo que cubría media cara de una mujer que lo observaba, supo que era ella, que sin duda se trataba del amor que lo había condenado.
Por su parte, Aishwarya emitió un gritito de alarma, como todos, al verlo ser devorado por el elefante, y suspiró profundamente ante la muestra de valentía del ojo faquir. Poco después, se olvidó del hecho. Ella nunca relacionó al faquir con el bindi que, de alguna manera, la lanzó al estrellato hacía algunos años.
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En el estómago del elefante —dijo Valmiki, el escritor—, todo era oscuridad y movimiento —sonrió sin responder a la pregunta de uno de los niños sobre qué significaba un estrellato—. Su cuerpo maltrecho se dejó llevar por la digestión del paquidermo, pero su mente se mantuvo fija en la imagen de su amada, que estaba al lado de otro, igual que en la foto del Chitralekha Marathi Magazine, donde se anunciaba el noviazgo, que había visto días antes. Una lágrima, como la que noto en los rostros de algunos de vosotros, brotó de Astamurti. Una lágrima de fuego, la lágrima de Shiva, que incendió todo a su paso y formó, con el tiempo, el mundo en el que vivimos.
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Los niños quedaron fascinados con la historia. El escritor Valmiki, fatigado, bostezó y pidió a uno de ellos que pusiera más leña al fuego.
Los niños también bostezaron y, poco a poco, fueron cayendo en un sueño profundo. El último en dormir, poco antes de cerrar los ojos, preguntó a Valmiki por qué había sido la lágrima de Astamurti la que había creado el mundo, si a él le habían enseñado que había sido el dios Brahma el creador.
Valmiki le respondió que, en efecto, con su meditación y su sexualidad, el dios Brahma había creado el universo, pero que el mundo, ese pequeño círculo azul perdido en medio de las estrellas, había sido producto del amor frustrado de Shiva.
Pero el niño ya no escuchó la respuesta. Se había quedado dormido. Valmiki atizó el fuego y se acurrucó en su lugar. Antes de cerrar los ojos, sacó de entre los pliegues del dhoti una esfera blanquecina, que puso cerca de la lumbre para que también pudiera resguardarse del invierno.
Demian Marín (Toluca, México, 1979). Licenciado en Letras Latinoamericanas por la UAEMéx. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas, en narrativa (2009-2011), y del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, en cuento (2013-2014). Es autor de Tierra Central (Editorial La Rana, 2015), Cuentos cangrejos (Diablura Ediciones, 2015) y Sueños de humo (Ediciones de Autor, 2019). En 2014 obtuvo el XXIII Premio Nacional de Cuento «Efrén Hernández», y en 2024, el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí «Amparo Dávila», por Historias corporales.