El ombligo
Marilinda Guerrero Valenzuela
I
El escarabajo pelotero desplaza sus seis patas a través del túnel. Caen pequeños derrumbes, el suelo tiembla. El escarabajo anda con cuidado, busca alimento para sus larvas. La arquitectura se modifica demasiado rápido. Antes era una línea recta. Ahora hay ángulos rectos, curvas, depresiones. Afuera, la lluvia es escasa. Al salir, una fuerte agitación lo obliga a ocultarse. Su pequeño cerebro percibe la sensación del viento. En la superficie, continúa su camino lejos de una enorme cicatriz, un ombligo que quedó en la tierra, el sitio donde por muchos años excavó una empresa minera.
El escarabajo pelotero rodea la orilla del agujero. Un viento oblicuo surge del fondo, lo llama. Lentamente desciende y poco a poco se hace más fuerte la sensación, la certeza de que ahí dentro hay alimento. Cada paso dado es un paso más a una fuente de nutrición para él y su nido. Su corazón bombea rápido. Agiliza el paso. La lluvia arrecia. No se preocupa, tiene un tórax y cabeza impermeables. Puede abrir surcos en la tierra y esconderse si fuera necesario. Posa sus patas sobre el remanente de un folleto que aún muestra fragmentos promocionales del ferroníquel de esta mina.
Con sus patas, sigue el trayecto de las letras. Marca una N, luego la U, sigue hasta formar la palabra “Nuestros”.
Nuestros aceros inoxidables están hechos de decisiones duraderas que aportan valor económico agregado medioambiental y social al construir un mundo más limpio y seguro para todos y que ayuda a triunfar a las empresas, las personas y las comunidades.
El viento azota más fuerte. El escarabajo ancla con fuerza sus patas al suelo. El pedazo de papel sale expulsado del agujero. El viento que proviene del fondo se manifiesta como el aleteo asincrónico de miles de alas, como si muchos pájaros aprendieran a volar al mismo tiempo.
Cae la noche y el lamento de algunos chiquirines. Venus brilla con decisión en el firmamento. Los sonidos de animales desde hace mucho tiempo desaparecieron, pero, conforme el escarabajo se acerca a las entrañas del agujero, el viento palpita con ritmo, fuerza, música, como si una ola de varios metros quisiera salir disparada al océano de la noche. Ante los ojos del escarabajo, miles de alas unidas a gusanos con brazos, piernas, manos y pies se estremecen.
Aspira olor a muerte. Sabe que va en la dirección correcta.
II
El inicio: Las apariciones
Después de varios meses de explotación, surgen los primeros fragmentos. Al inicio pasan desapercibidos. Luego, trozos de piel viajan por los equipos de excavación a cintas transportadoras, son lavados, arrastrados por el río para salir expulsados en la forma de una mancha de colores rojo, naranja y ocre, la que los pescadores, entre asombro y asco, ven distorsionarse por el oleaje del lago. Al bajar las manos al agua, después de escuchar unos golpes secos en la base de las lanchas de pesca, los pescadores palpan cadáveres de lagartos, manatíes, peces, tortugas, que flotan a la deriva. En ese momento, en la mina, los minerales extraídos se cubren de un líquido marrón, viscoso, con un hedor que se enreda, plastifica, vuelve los movimientos de los trabajadores cada vez menos ágiles, difícil de remover de las ropas, nariz, pulmones. Algunos vecinos del pueblo detectan un torso sembrado en posición vertical dentro del pasto, detrás de la casa azul con techo amarillo. Cuando intentan removerlo, sus raíces no lo permiten; el torso emana un grito muy agudo seguido de un llanto suave, y de él brota agua.
III
El centro comercial
El sitio se declara inhabitable gracias al gobierno. Poco tiempo después de esta declaración, sin consultar a nadie, aparece una pared alta que oculta la entrada de la mina. La pared se multiplica hasta formar un gran cajón con espacios para ventanas. Sobre el cajón aparece un techo, y una mañana un gran centro comercial sorprende a los pocos habitantes del lugar.
La arquitectura interna del centro comercial trae varios comercios novedosos. Sus dos niveles, con largos, curvos y amplios pasillos similares al cuerpo de una serpiente, con colores brillantes, manifiestan cierto tipo de alegría para atraer potenciales clientes. El suelo se ilumina al modo de las luciérnagas, luces que parpadean con cada paso y de alguna forma provocan una necesidad de consumir cualquier cosa.
Y afuera, entre las sombras creadas por la luz que incide en una esquina, entre la puerta de entrada con una de las robustas columnas que sostienen las letras shopping mall, se encuentra oculta una señora que vende tortillas. “Cuatro por un quetzal, aproveche”.
Frente a ella, en medio del parqueo, una gran estatua de un escarabajo pelotero da la bienvenida a todos. Algunos niños señalan la escultura. Los chiquillos a los que les parece intimidante lloran; otros observan detenidamente sus detalles. Pero nadie percibe el olor ácido en sus gargantas.
Con el centro comercial llegan la señalización, los semáforos, las carreteras asfaltadas. La civilización, dicen algunos. Nadie habla de la mina y la montaña. Las casas se iluminan con electricidad y los horarios de trabajo se alargan para muchos.
IV
El tributo
Una joven, de nombre Itzel, se sienta en una banca del centro comercial y se recuesta contra una columna para leer una novela histórica aburridísima, ambientada en el siglo XV, que uno de sus novios le regaló. En el capítulo cuatro el autor hace una descripción arquitectónica de la iglesia principal del pueblo, e Itzel se queda dormida.
En el sueño, ve su cuerpo flotar dentro de un líquido que mece y acaricia su piel, volviéndola transparente. Puede ver la circulación de la sangre, los órganos en función, la transmisión nerviosa. Cuando abre los ojos, horrorizada se percata de que está en un campo, recostada contra un árbol que en realidad es un torso. Las ramas, brazos que la rodean, la elevan. Del suelo surgen varios escarabajos, así como frijoles con apéndices como patas; entran en su garganta mientras es enterrada. Los osteoclastos en los huesos de sus piernas y brazos devoran sus radios, cúbitos, húmeros, fémur, falanges, huesos articulares. Los frijoles dentro de su garganta extienden sus apéndices, cortan su cabeza y cae.
La cabeza de Itzel puede ver su corazón latir, cómo la sangre a través de las válvulas y ventrículos aminora su paso. Su capacidad de seguir con los ojos abiertos disminuye. Sus ojos se cierran.
Varios escarabajos peloteros toman sus cabellos, jalan su cabeza y la llevan despacio, detrás y debajo del centro comercial, al ombligo de la cicatriz que sigue abierta, la que dejó la mina.
V
Nikté
Voy a conocer el centro comercial; veo a la tortillera con la oreja derecha en el suelo. Me acerco a preguntar si le sucede algo y también si me vende un quetzal de tortillas. “Mire seño, si pone la oreja en el suelo, se puede escuchar la inspiración y espiración de la montaña, su dolor”. Luego se levanta, regresa a su puesto. Toma la cantidad de tortillas del canasto y me lo entrega dentro de una bolsa plástica. “No tengo bolsas de papel, prometo conseguir pronto, seño”. “No tenga pena”, respondo. De pronto la señora coloca su mano derecha como amplificador de sonido detrás de la oreja derecha: “Escuche cómo gime el viento, seño. ¿Usted no siente el dolor que arrastra, como que le cae a uno encima?”.
Más tarde, en casa, escucho la noticia de la desaparición de Itzel. Sueño con moscas que cubren mi torso. Justo esa semana aparecieron nuevos torsos sembrados, el viento podía sentirse pesado. Recuerdo lo que había dicho la señora de la venta de tortillas.
Itzel y yo éramos amigas desde muy niñas y sabía que no tenía familia que preguntara por ella. Amanece demasiado temprano. Me levanto, salgo sin desayunar. Para mi sorpresa, no hay tráfico, los buses van demasiado vacíos y los choferes cumplen su tiempo en cada parada. Llego mucho antes de que el centro comercial abra. Pienso para mis adentros que si la señora no está, le hago tiempo, igual el trabajo en casa puedo empezarlo un poco más tarde. Pero ahí está en su pequeña champa improvisada, con una mesa y dos sillas. Tiene lista la venta de chuchitos, tamales, atol de elote, panes con chile. Me acerco, le doy los buenos días y le pido un vaso de atol de elote y un pan con chile.
Mientras la señora me sirve el vaso con atol desde una olla de varios litros de profundidad, dice: “Sabe que muchos del pueblo se alimentan de los seres que hicieron que la compañía minera se fuera. Los que quedaron al fondo del agujero. Yo vi a uno de mis vecinos arrancar a medio día uno de los torsos detrás de un roble cercano a su casa. Horas más tarde tocó a mi puerta y llevaba un pequeño plato con guiso para regalar. El olor era delicioso”.
Me da el vaso con atol; me dispongo a tomarlo.
“Créame, qué sabor más dulce el de esa carne. Era dócil, fluida, ligera, como agua de río. Luego de comerlo vi cómo mi piel morena comenzó a brillar y mis ojos adquirieron la capacidad de ver, a través de la noche, cómo los escarabajos peloteros llevan comida a sus nidos, allá donde está la mina”.
No sé qué decir, qué responder. Mientras la señora habla, recuerdo las historias de la mina, la sequía, lo que contó mi abuela de niña. Recibo mi quetzal de tortillas y el pan con chile. En ese momento llegan varios comensales, trabajadores del centro comercial. Todos se ven cansados, pálidos, ojerosos en contraste con la señora, que se ve muy lozana, morena, bien alimentada. La veo meter sus manos dentro del delantal, sacar un Maximón de bolsillo, me lo muestra y dice: “por eso ando siempre protegida”.
Me levanto, entro al centro comercial y veo hacia la mina a través de una de las ventanas. La luz que incide sobre el cielo cambia de dirección hasta mostrar nubes que parecen estirarse y terminar en pequeñas curvas sobre el agujero de la mina. Las nubes cambian a color gris, se ven más densas, forman una especie de remolino que abre su boca para dejar caer pequeños bultos que simulan ser carne. Volteo para ver a mi alrededor. A nadie parece importarle lo que sucede afuera. La música de los pasillos del centro comercial y las risas desde las mesas de los restaurantes contrasta con el clima y lo que acabo de ver. Salgo y no encuentro la venta de la señora de las tortillas, pero puedo alcanzar a ver su silueta caminar a la parte trasera del centro comercial, en dirección a la mina. Decido seguirla.
Conforme me alejo del centro comercial, el cielo se aclara de nuevo como si nada hubiera pasado. La vegetación cambia, el pasto se siente chicloso, cada una de mis pisadas se hunde en el suelo, la presencia de escarabajos peloteros crece en número. Pronto se muestran varios torsos humanos sembrados en el suelo, marcando una especie de sendero que llega hasta un agujero en el cielo. Al acercarme caen cientos de masas gelatinosas al suelo. Algunas rozan mi rostro, dejan ligas sobre mi piel. La señora de la venta no se encuentra. Bajo la mirada. Frente a mis pies, una bola de piel con gelatina se mece en varias direcciones. Me agacho a tomarla. Sobre mis manos se mece, emite ronquidos cortos. Parece reírse. El suelo se abre a estas masas para guardarlas. La pequeña masa en mis manos parece verme y regreso a casa con ella en la bolsa.
VI
El árbol
Uno, dos, tres, veinticinco, sesenta, ochenta y cuatro cabezas han sido llevadas a la parte trasera y debajo del centro comercial. Lo sé porque desde que volví puedo ver a través de los ojos de los escarabajos peloteros. Ellos han creado cada vez más nidos, más larvas. Puedo ver cómo de los torsos sembrados surgen ramas. Sus frutos mecen la cola, cuerpo y cabeza en varias direcciones. Luego crecen, evolucionan y se alimentan de los tejidos muertos que a veces rondan la cicatriz de la mina.
Todas las tardes observo desde la ventana de mi casa la entrada del centro comercial. Cuando el cielo está gris y ha llovido en dirección vertical, puedo distinguir la silueta del rostro de un enorme escarabajo pelotero en el parqueo, cuya espalda da a la mina y observa con sus antenas a todos los que entran. Sé que me mira, porque puedo ver mi reflejo en sus ojos. También la veo a ella, a la señora que vende tortillas. La veo verme. Cuando eso sucede, el pequeño árbol de carne que sembré en una maceta de mi cuarto se mueve, como si escuchara el llamado de su madre.
Marilinda Guerrero Valenzuela (Guatemala, 1980). Sus libros más recientes son Escenarios de un mundo paralelo (Letra Negra, 2012), Voyager (Subversiva, 2015) y Cuando las flores aprendieron a bailar polca (Cuentos bien trulis, 2020). Fue incluida en la antología Cuerpos, relatos eróticos por mujeres (F&G editores, 2015). En cuanto a literatura infantil y juvenil, publicó la novela corta Odisea de tres mundos (Santillana, 2016) y el libro de cuentos Sector 23 (Editorial Cultura, 2019).