ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Orfandad

Andrea Villarreal

 

Contra lo que se dice por ahí,
a los difuntos tampoco les duelen los tesoros olvidados,
soledades o penas pasadas;
bastante tuvieron con el susto de la agonía
como para aferrarse al fardo terrenal del compromiso.

Eduardo Osorio

 

Nadie sabe nada de él desde hace años. Pregunté a nuestros conocidos. ¿A todos? Sí. ¿Y ninguno tiene un rastro? No. Pareciera que murió hace tiempo. Si hubiera muerto ya lo sabríamos, habría un homenaje, elegías y todo ese parloteo que les gusta a los intelectuales cuando muere un artista local. A él le gustaba eso, desaparecer, cortar relaciones y después encontrar nuevas víctimas. Pero han pasado muchos años desde la última vez que supimos algo. Lo sé. Anoche soñé con él y contigo, soñé que lo encontrábamos. Yo también lo soñé. ¿Significará algo?

¿Algún día dejaremos de buscarlo? No. ¿Y qué nos hace diferentes a los otros? ¿Somos diferentes? Me consuelo pensando que sí. ¿Y si no? Supongo que fue su forma de graduarnos, de decir que estábamos listos. Pero no lo estamos, nunca lo estuvimos. Lo último que supimos de él es que se enfermó. Sí, y se recuperó. Y también dejó de fumar. Quizás debimos acercarnos más en ese momento, fuimos demasiado egoístas y aún me culpo, tal vez por eso se alejó. Tenía miedo de lo que pudiera pasarle.

A veces pienso que lo encontraré en esa cafetería sobre Matamoros, la única cerca de los Portales que tenía un área de fumadores decente y nos recibió cuando dejamos el Centro Toluqueño de Escritores. ¿Recuerdas a ese grupo de ancianos que tomaban café los sábados por la mañana mientras hablaban de las últimas noticias de la ciudad? Recuerdo a uno en particular, ese que siempre llevaba su tanque de oxígeno; su forma de fumar era muy elegante. Ellos lo conocían. Es inútil, un día me atreví a entrar de nuevo y les pregunté; también ignoran su paradero. No sólo pregunté a nuestros conocidos, también a los suyos, aunque no me identificaban.

Se volvió loco. Ya estaba loco. Era un genio. ¿Por qué renunció a la literatura? No lo hizo, renunció a nosotros, a su vida anterior. ¡Eso es! ¿Y si se mudó? Quizás, pero él amaba demasiado esta ciudad, su Toluca gris, la de sus diablos. Supe que también dejó de trabajar para la universidad y ahí tampoco tenían referencias de su paradero. Eso era algo que iba a pasar, aunque no desapareciera, no era su estilo acoplarse a las reglas y cuando terminaba un libro se perdía durante semanas. Luego reaparecía con más ojeras y canas; tenía más vida después de esa muerte silenciosa que significaba para él terminar un libro. Era como si el viejo se metiera en una cueva a exorcizar diablos y saliera como un hombre nuevo. Pues sí, a veces hacía eso, se iba a encerrar a un hotel con algunas botellas y no sé qué más y no salía ni dormía hasta que las palabras se le agotaban. No recuerdo si le gustaba el whisky o el tequila. Una vez en su cumpleaños le regalé un poco de café en grano, era el tiempo en el que trabajábamos mi novela, esa que terminó en la papelera de reciclaje. Él nos tenía más fe que nosotros mismos. Al final optó por encontrar lo mejor de cualquier texto que le lleváramos, tomó un método didáctico diferente. La primera vez que le llevé un cuento lloré. ¿No te lo había dicho? No. Pues sí, tenía catorce o quince años cuando lo conocí y me trató como su igual. En esa época todos fumaban en el Centro Toluqueño de Escritores y mi madre me esperaba afuera. Ella iba a darse una vuelta por los Portales mientras yo jugaba a ser escritora. Había pasado el texto a la computadora y sacado copias en el local de al lado. Era muy ingenua, antes creía que con la pasión se logran grandes obras. Con el tiempo aprendí que se necesita más y él me hizo creer que tenía talento. Era la única mujer y la más joven de todos. Él exigió que me trataran como uno más y así lo hicieron. Ni piedad ni indulto; fueron voraces. Me aguanté las lágrimas hasta salir de ahí y a él no le importó. Al irse me dio un par de palmadas en la espalda y me dijo que esperaba verme la próxima semana. Otro más vino después de él; no lo conociste, dejó el taller antes de que tú llegaras. Cuando vio las lágrimas en mis ojos sonrió con condescendencia para después contarme que meses antes estuvo en el psiquiátrico porque intentó suicidarse. Habló con total tranquilidad, como si se tratara de cualquier cosa. Dijo que la primera semana que volvió al taller también destrozaron su texto. No supe cómo eso podía ser un consuelo. ¿Se iba a suicidar por el taller? No, dijo que era por otras cosas. ¿Y por qué volviste? Ya te lo dije, me trató como su igual. Con el tiempo aprendí sus métodos, era duro, sí, y funcionaba. Con él sólo permanecían aquellos que estaban dispuestos a entregarse a la literatura y ser francos consigo mismos, quizás por eso nos dejó.

Cuando tú llegaste, él ya era más blando y vio en ti algo que en mí no: a ti te llamaba maestro, a mí no. Es cierto, pero pasaba más tiempo contigo, incluso trabajaron tus textos solos, te respetaba. Supongo que creía que yo lo necesitaba más que tú. Por otra parte, tú nunca te decidiste a terminar un proyecto completo. Ni siquiera ahora. ¿Estás celosa? ¿De ti? Por supuesto, ¿cómo no iba a estarlo? Pero bueno, al final somos diferentes y ambos podemos ser buenos a nuestra manera. Si es que algún día seremos buenos. ¿Por qué no podemos creer en nosotros? Es el mal toluqueño, el dios que agacha la cabeza… o mira cosas que otros no. Él no rechazaba a la ciudad, a diferencia de otros. Sí, pero también aspiraba a la universalidad. ¿Cómo podrías hacer que un árabe entendiera a Toluca? Esa es la cosa, él decía que lo universal no estaba peleado con lo particular. Mi problema es que no puedo hablar de Toluca y no es porque no quiera, es porque no sé; por más que lo intento fracaso. Es demasiado mía para entregarla al resto del mundo.

No me dijiste qué fue lo que te hizo llorar. ¿De qué trataba tu cuento? No importa de qué trataba. ¿Qué te dijo? Lo mismo que a ti esa primera vez que te atreviste a llevar un cuento tuyo.

Es inútil vivir sin él, ya es parte de nosotros, ¿no lo crees? Sí, aún no ha muerto, espero. ¿Y no te duele? Naturalmente, pero, ¿dónde lo vamos a encontrar? ¿No dijiste que lo habías soñado?

 

Andrea Villarreal (Toluca, Estado de México). Estudió la licenciatura en Letras Latinoamericanas en la UAEMéx. Obtuvo mención honorífica en el X Concurso de Narrativa “Elena Poniatowska” (2018) de la Universidad Autónoma de Aguascalientes. Es integrante del taller de narrativa de Grafógrafxs.