ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Oso polar

Jorge Orlando Correa

 

A mi padre

 

Con el pantalón doblado hasta las rodillas, sentado en la punta del muelle, comenzaba a sentir las mordiditas de los peces que nadaban en torno a mis pies. El tono rosa y anaranjado del cielo se reflejaba sobre la marea. Era una de esas tardes sin viento en las que la bahía daba la impresión de ser un enorme bloque congelado. Al final del horizonte, aún sin representar una amenaza, se aglomeraba el grupo de nubes grises que más tarde se transformaría en tormenta.

Me llevé las manos a la nuca. Estaba a punto de desplomarme sobre las tablas cuando noté lo que fue para mí, hasta el día de hoy y sin la menor duda, el cuerpo sin vida de un oso polar. Quise creer que se trataba de una pequeña embarcación, pero no se puede tapar el sol con un dedo: aquel bulto de pelaje blanco no guardaba parecido al casco de una lancha. Por unos segundos el único movimiento en mí fue el latido de un corazón acelerado.

Unos parpadeos después, ya me había puesto las chanclas y empujaba el carrito de paletas, pasándome a caer por el cojear de mi pie derecho y la prisa con la que el miedo me hizo huir del muelle.

–Era un oso polar, se lo juro.

–No digas pendejadas, Jorgito –me dijo don Carlos, con la vista centrada en los billetes que contaba de uno en uno, fumando, sin sacarse el cigarro de la boca.

—De verdad. No era un perro, era mucho más grande, peludo y blanco.

Primero llegó Mario. Al par de minutos apareció Luis. Empujaban sus carritos de paletas, cada uno con la cara enrojecida y palpitante. Mario, Luis y yo estudiamos en la escuela Aquiles Serdán. Cursábamos el cuarto grado, por eso durante aquellos días, mientras trabajábamos de paleteros, se nos vio con el mismo uniforme: pantalón café y camisa blanca. Teníamos en común algunas cosas: una, la escasa cantidad de prendas para vestir; otra, nuestro peinado. Íbamos con el cabello siempre corto, porque para nuestros padres era la forma en la que un hombre debía de verse, motivo por el que a diario padecí vergüenza: cualquiera notaba las cicatrices en mi cráneo hechas al caer de árboles o por las veces en las que mi padre me azotaba con la hebilla de su cinturón por pasar todo el día en la calle o porque él estaba borracho o porque, simplemente, le venía en gana. Puedo apostar a que nunca me quiso y esa es una de las razones por las que no lloré y ni siquiera se me vio una lágrima el día de su entierro. Tampoco creo que haya querido a mi madre, a ella le gritaba peor que a mí. Y menos aún creo que haya sentido alguna especie de cariño hacia mi hermano mayor, que un día dejó la casa para no matarlo, o eso fue lo último que le escuché gritar antes de que cruzara la puerta de la cocina, para nunca más volverlo a ver. Bueno, volviendo a nosotros: éramos todos los paleteros de don Carlos.

–Se lo juro por lo que más quiero: hay un oso polar en la bahía en estos momentos y no estamos haciendo nada.

—Y si eso fuera verdad, ¿qué se supone que deberíamos hacer?

—Llamar a los soldados.

Para mí, ver aquel oso polar fue como ver a un enorme perro, el más grande de todos los perros que haya visto en mi vida. Y debo confesar algo: hoy, a pesar de los años que han pasado, aún me dan miedo los perros. Por eso siempre iba con piedras en los bolsillos y con un palo mientras caminaba sobre las calles al vender las paletas. Les temo desde la mañana en la que Jack, el pitbull negro de don Ramiro, logró escapar por una zanja que hizo excavando, poco a poco, por debajo de su reja cada vez que yo pasaba frente a él, repiqueteando la campana y gritando una gama de sabores: limón, plátano, naranja, sandía. Apenas escuché un gruñido. Fue como si los colmillos de aquel animal estuvieran hechos de fierro. No pude hacer más que revolcarme de dolor sobre la polvosa calle. Por un segundo vi el hocico arrugado de aquella bestia sacudiendo mi pie como si se tratara de un trapo. Un estruendo hizo que dejara de morderme: el mismo don Ramiro le disparó a su Jack con un rifle para matar venados. El perro terminó boca arriba, con las patas estiradas, sobre un charco de sangre enlodada.

–Es imposible que haya un oso polar en la bahía –dijo Luis.

–Sí, un oso polar, yo mismo lo vi.

–¿Como el que sale en el libro de la escuela?

–A ver, denme lo que traenles dijo don Carlos a Mario y a Luis, mientras anotaba cuentas en su libreta.

Ayudamos a ordenar y a contar las paletas por sabores, lavamos por dentro nuestros carritos y trapeamos el piso del lugar. La paletearía no era grande. A simple vista, lo que uno veía ahí dentro era una bodega de cuatro paredes con cuatro carritos de paletas, cuatro neveras del tamaño de un escritorio y una mesa de madera redonda en la que don Carlos contaba su dinero.

–Mañana a las seis, puntuales todos –dijo don Carlos, mientras bajaba la cortina metálica y se escuchaba el traqueteo que resonaba hasta llegar al suelo.

 

–Les digo que es un oso polar, de verdad, me van a creer apenas lo vean.

Logré convencer a Mario y a Luis de ir hasta la punta del muelle conmigo. Quería demostrarles que no estaba inventado cosas. A toda prisa, saltamos banquetas, le dimos la vuelta a las palmas que aparecían por los camellones, respirábamos los aromas cítricos de las hojas en los jardines que invadimos gritando: “un oso polar, hay un oso polar en el muelle”.

Mario y Luis me llevaban la delantera. Sus pasos firmes no se comparaban con mi andar cojo, pero tampoco permitía que me dejaran por tanta distancia.

–¿Cómo está eso del oso polar? –me preguntó doña Andrea, sentada en una silla, entre los arbustos de su jardín. Me detuve para explicarle mientras veía su cabello largo, lacio y canoso, al tiempo que Luis y Mario intentaban convencer a quien se cruzara en su camino para darse prisa en ir al muelle. Gritos y risas de niños atravesaron la calle como una parvada de palomas.

En esa época, las calles de Chetumal eran, casi todas, de terracería. Y no eran tantas: de punta a punta se podía atravesar todo el cuadro de la localidad en quince minutos si se iba en bicicleta. El rumor del oso polar en la bahía recorrió las calles en mucho menos tiempo, y eso que íbamos a pie.

Los Carrillo, un par de hermanos que siempre tomaban cervezas frente a su carnicería, abandonaron sus bancos para averiguar de qué se trataba todo el asunto del oso polar. Ellos le dijeron a los Rusos, otro par de hermanos, pescadores de ojos verdes, a los que se les veía con un vaso lleno de ron en una mano, y un palo de madera con tiras de plástico en la otra, ahuyentando moscardones sobre los ojos cristalinos de las barracudas en su negocio.

Los Rusos le dijeron al grupo de muchachos que se juntaba a fumar en el quiosco del parque, y los del quiosco se encargaron de darle la noticia a no sé qué tanta gente, porque llegó el momento en que las calles se llenaron de personas, como el día en el que todos salieron de sus casas para exigir la renuncia del presidente municipal.

 

Los primeros en llegar fuimos los niños. Unos, con las manos en la cintura, inclinando la espalda hacia el frente y entrecerrando los ojos; otros, agachados, haciendo con sus manos como si fueran binoculares. El resto con las cejas alzadas y la boca abierta. Todos teníamos la vista puesta sobre aquel bulto de pelaje blanco que no se parecía a ninguna clase de perro que hubiéramos visto antes.

–Es cierto –dijo doña Andrea, persignándose.  

–¿Qué es ese maldito animal? –dijo uno de los Rusos.

Conforme el muelle se llenaba de personas, comenzaron las especulaciones.

–Imposible… es un oso polar.

–No digas idioteces, eso es un perro.

–Creo que se mueve.

–Tanto alboroto por un pobre perro muerto.

–¿Cómo va a ser un perro? ¿Cuándo has visto uno de ese tamaño?

–No, no puede ser un oso polar –dijo uno de los Carrillo.

–Creo que ya estás ciego o muy borracho –contestó uno de los Rusos.

–Es el final de los tiempos, es una señal –dijo el padre Matías, que entre el amontonamiento, le iban abriendo el paso, tal vez por el respeto que causaba verlo con su traje blanco y ese medallón dorado pendiente sobre su pecho.

Ni las sirenas de patrullas hicieron que la población dejara de observar lo que a la distancia era para unos un perro muerto inflamado por el agua, y para otros un verdadero oso polar. Los Rusos y los Carrillo, discutiendo esto, estuvieron a punto de llegar a los golpes un par de veces. Y cada vez más personas arribaban al lugar. Decenas de bicicletas, unas sobre otras, se amontonaban junto a las primeras tablas y pilotes del muelle.

Las nubes grises dejaron de estar al final del horizonte y nadie parecía notar que estaba a punto de caerse el cielo. Una ventisca hizo que las faldas y vestidos de las señoras y la vestimenta del padre Matías ondearan en el aire.

–Ese es mi perro. Otto. Otto, ven aquí, chico.

–Ya cállese, don Roberto, esa cosa no es su perro.

Pude darme cuenta, por los crujidos de la madera, de que la estructura estaba a punto de venirse abajo. Iba ahí a diario después de vender todas las paletas; conocía cada uno de sus sonidos. Nunca escuché crujir al muelle de ese modo, ni siquiera cuando los Rusos llegaban del mar con sus toneladas de pargos y boquinetes.

A los pocos segundos de sumergir los pies dentro del agua, me gustaba sentir su latido, llevarme las manos a la nunca, recostarme sobre las tablas para ver el cielo y el movimiento de las nubes, cerrar los ojos y adormecerme entre el aroma a salitre, el chasquido del oleaje contra los pilotes y el chillido de los albatros. Muchos días deseé que esos momentos fueran eternos: no quería llegar a casa y escuchar los gritos de mi padre ni ver lágrimas por las mejillas de mamá. No quería golpes en la cabeza, el estómago o la espalda. Ni gritar ni llorar cuando la áspera y dura mano de José Atilano, mi padre, me tomaba por un brazo y nada, ni todas mis fuerzan eran suficientes para que me pudiera soltar. Tampoco quería llegar a casa cuando ese señor se desplomó sobre su cama y poco a poco, día a día, se fue muriendo. Los doctores dijeron que fue el alcohol, pero en el fondo he querido pensar que Dios escuchó las plegarias de Estela, mi madre, para que lo sacara de nuestras vidas.

–Que alguien agarre a don Roberto.

–Ese es Otto, por lo que más quieran, déjenme ir por él.

–Oigan, todos, el muelle se rompe, vámonos, escúchenme.

–Sí, es un oso polar, no hay la menor duda.

–Vamos a comenzar un padre nuestro, hermanos.

–Se va caer el muelle, háganme caso.

–Esa cosa no es un perro, ni un oso polar, es basura.

Otra brisa. Ahora una helada, con el aroma a madera fresca, el tipo de brisa antes de una lluvia volvió a alzar las faldas de las señoras, a ondular la vestimenta del padre Matías y hasta hizo que algunas gorras y sombreros volaran para aterrizar sobre el agua.

Los Rusos dijeron que sólo había una forma de averiguar si era un oso polar o un perro muerto. Estaban a punto de aventarse un clavado cuando un relámpago floreció frente a nosotros; el estruendo fue equiparable a la luminosidad antes vista. Quietos, con las piernas flexionadas, los Rusos parecían estatuillas en el extremo del muelle. Los niños reventamos en gritos y un aliento, como si el espíritu de la localidad hubiese sido expulsado de sus habitantes, aumentó la temperatura entre los presentes.

Un resquebrajamiento, como el de un árbol cuando es arrancado de raíz, se escuchó bajo nuestros pies. Enseguida se partieron las tablas y se doblaron los pilotes. Algunos lograron correr, pero la mayoría se hundió en las aguas. Otro relámpago y otro trueno. La lluvia se desató sobre la marea en la que todos intentábamos flotar. Hubo quienes pudieron salvarse tras unas brazadas y respiros, pero otros, en su desesperación, hundieron la cabeza de los que tenían a su lado. Me vi entre pies, espuma, pescados y cuerpos inertes con el semblante pálido. Alguien, intentando salvar su vida, me jaló sin la intención de ahogarme, pero consiguiéndolo. La lluvia trajo consigo a ese tipo de gotas frías y delgadas que dan la sensación de ser alfileres enterrándose en el cuerpo. De algún modo logré llegar a la superficie. Gritos de auxilio, sonidos guturales, gargantas que se llenaban de agua. El espesor de la lluvia era una barrera que no permitía ver más allá de medio metro. Truenos y relámpagos continuos, algunos al mismo tiempo, hacían todo tan confuso que me fue más fácil perder las esperanzas que la fuerza para seguir braceando. Un par de manos me tomaron por la cintura. Lo siguiente que supe fue que estaba a las afueras del muelle, entre otras personas que también vomitaban agua. Los Rusos fueron los héroes de aquella tarde. Iban y regresaban de la tierra a la bahía, trayendo consigo a vivos y muertos; cuerpos y futuros testimonios.

 

–Hoy no vamos a trabajar, muchachos –dijo don Carlos–, no sé cuándo regresemos. Les aviso. Fue uno de los pocos días que recuerdo a don Carlos sin un cigarro en su boca.

Hubo calles en las que el nivel del agua nos llegaba a la cintura, otras eran infranqueables: las palmas y troncos de árboles derribados cortaban el camino y contenían la inundación como si fueran presas. Las avenidas que no estaban inundadas eran un pantano de hojas y ramas. Algunas láminas, letreros de tiendas, tambos de basura, cubetas y demás objetos yacían regados por doquier. Las bardas que cercaban la escuela Aquiles Serdán se habían desplomado y algunos de sus ventanales estaban rotos.

Carlos, Luis y yo recorríamos este Chetumal devastado, envuelto por esporádicas y frías ráfagas de viento, con la intención de llegar al muelle.

Los cuerpos, dentro de bolsas negras, yacían sobre la escarpa, amontonados en pirámides. El área estaba acordonada con cintas amarillas. Los soldados y los marinos subían las bolsas a camiones de doble carga. Atrás de las cintas, familiares de los fallecidos aguardaban vestidos de negro, con las narices rojas y lágrimas corriendo por sus rostros. Según las cifras del periódico se ahogaron ciento sesenta y cinco personas, pero hubo cuerpos que nunca se encontraron.

Carlos, Luis y yo nos inmiscuimos entre los llantos hasta llegar al límite impuesto por la cinta amarilla. Tampoco nosotros pudimos contener las emociones al ver embolsados a los que alguna vez fueron nuestros vecinos, compañeros de clase o enemigos de barrio. Doña Andrea, junto a mí, se secaba la nariz con un pañuelo. Y yo apretaba los puños, en un intento inútil por no llorar.

Con sus tablas rotas y sus pilotes hundidos, el muelle, desbaratado, daba la impresión de ser una ruina. Delante de él, como después de cada tormenta, la marea estaba tranquila, quieta. Esto ayudaba a la labor de los militares, que sacaban cuerpos que los Rusos ya no pudieron rescatar.

Y en aquellas aguas pasivas, como si horas antes no hubiera ocurrido un suceso del que hasta hoy se habla entre los chetumaleños, ya no se veía el bulto de pelaje blanco que, para algunos, fue nada más que el cuerpo inflado de un perro muerto, pero para mí y otras personas, el de un verdadero oso polar.  

 

Jorge Orlando Correa (Chetumal, Quintana Roo, 1992). Estudia Lengua y Literaturas Hispánicas en la Universidad Veracruzana. Es autor del libro de cuentos Ya no hay fechas importantes (Pinos Alados Ediciones, 2020). Textos suyos aparecen en diversos medios, como Punto de Partida, Cinosargo y Low Fi Ardentía. Es integrante del taller de narrativa de Grafógrafxs.