Otras puertas, otros mundos
Gerardo Villanueva
Entre 2002 y 2003 un amigo me envió un correo electrónico al que añadió un archivo con el cuento El hacha pequeña de los indios. En aquellos años, Abelardo Castillo era un escritor prácticamente desconocido en México —me parece que lo sigue siendo— y me atrevo a decir que todavía poco leído en su natal Argentina, a pesar de que ya había publicado gran parte de su obra, con excepción de El espejo que tiembla, su último libro de cuentos, de 2005. Abrí ese correo y pasé una tarde leyendo y releyendo ese relato que en tan sólo dos páginas contiene una demostración profunda de grandes habilidades narrativas. Todavía hoy sigo sorprendiéndome con su lectura y encontrándole nuevos efectos que me pasaron desapercibidos hace tanto tiempo. Aquel cuento se quedó retumbando en mi cabeza y aún puedo recordar su párrafo inicial,[1] así como también hay a quienes les gusta alardear que saben de memoria los arranques de El Aleph[2] o de Cien años de soledad.
Tiempo después pasé al departamento de mi amigo para saludarlo. De pronto me percaté de que sobre la mesa de su pequeña sala tenía un ejemplar de Cuentos crueles. Supuse que por aquellos días lo estaba leyendo, un separador entre páginas lo delató. Esa fue la primera vez que vi con sorpresa un libro de Abelardo Castillo, ya que —tal como ahora, la cosa no ha cambiado mucho— su obra no circulaba en México. Lo tomé para hojearlo. En una de las solapas vi la semblanza del autor acompañada de su imagen en blanco y negro: un hombre calvo con barba de candado blanca y nariz ancha miraba directo a la cámara al sostener un bolígrafo con el que escribía sobre una hoja de papel incrustada, a su vez, en el carrete de su máquina de escribir. De inmediato mi imaginación le agregó un parche en el ojo derecho y lo vislumbré como un pirata de esos que habitaban las novelas de Emilio Salgari. Ya entrado en ejercicios imaginativos, pude haber dicho que también se parecía un poco al mismo Salgari. Lo que importa a todo esto es que ahí estaba el autor de El hacha pequeña de los indios y que había al menos un ejemplar de un libro suyo en la ciudad, justamente en poder del amigo que me había iniciado en su lectura.
Con el paso del tiempo encontré algunos cuentos de Castillo en diferentes sitios web. Gracias a internet supe que en 1959 ganó con Volvedor el premio de la revista Vea y Lea. El jurado estuvo integrado por Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Manuel Peyrou. También me enteré de que él fue, en gran medida, el responsable de la edición de tres de las revistas literarias más importantes de las que Buenos Aires recuerde en su historia: El Grillo de Papel, El Escarabajo de Oro y El Ornitorrinco, en las que aparecieron textos de Alejandra Pizarnik, Miguel Briante, Liliana Heker, Humberto Costantini, Augusto Roa Bastos, entre muchos más.
Un par de años después de haber visto aquel ejemplar de Cuentos crueles —y casi por casualidad— encontré en una librería la edición de Seix Barral de El que tiene sed, la novela con más rasgos autobiográficos que escribió Castillo, una de las que más he disfrutado, y en donde aparece por primera vez en su obra uno de sus personajes emblemáticos: Esteban Esposito,[3] un escritor alcohólico incapaz de soportar su presencia en la realidad, el hombre alrededor del cual gravita, en palabras de Juan Forn, “el mejor retrato del alcoholismo que ha dado la literatura argentina”,[4] y apuesto que también uno de los mejores de la literatura universal. Se trata de una novela donde el tiempo es un cúmulo de momentos de lucidez, pero también de lapsos blancos (como ocurre en la mente de todo alcohólico irredento), aunque se infiere que los hechos acontecen en 1970, año en que Esposito acude a “impartir” una conferencia a la Casa de Altos Estudios Abraham León, en Villa Crespo, mientras bebe tanto como respira. Entre sus episodios etílicos va convenciéndose de disolver su propia existencia en el whisky, con todos sus elementos, límites y consecuencias. Es dentro de un bar donde el protagonista se cruza con El Hombre de los Ojos de Plata, una suerte de espejo, o alter ego mayor que él, quien ante el dilema de matarse o continuar bebiendo —a fin de cuentas, otra forma de matarse—, en medio de la conversación le reafirma a Esteban:
Siempre puede ocurrir algo peor. Vale la pena vivir sólo por eso. Para ver dónde está el límite de la degradación, la infelicidad y el sufrimiento. Hasta dónde somos capaces de humillar y hacer sufrir a los demás, o hasta dónde la vida es capaz de vejarnos, envilecernos y hacernos padecer. Pero sobre todo hasta dónde somos capaces de llegar hacia abajo, sin ayuda de nadie, nosotros mismos.[5]
Sin nada qué ganar, aunque tampoco qué perder, Esposito se decide internar en un manicomio con el pretexto de entrevistarse con uno de sus huéspedes, Jacobo Fiksler,[6] el Viejo Poeta, para tomar notas de su encuentro. Será este quien fungirá como una suerte de Virgilio entre los pabellones de la locura. Aquí me detengo para recalcar que el apartado donde se describe el delirium tremens de Esposito, previo al ingreso al manicomio, me resulta uno de los textos más memorables que recuerdo.
Abelardo Castillo llevó bajo el brazo, durante treinta años, el manuscrito de otra novela fundamental. Buena parte de su vida la dedicó a la escritura de algo que originalmente fue concebido como un cuento, pero que terminó por convertirse en su propia y novelada versión del mito fáustico, y que una vez publicada en 1991 llevaría el título de Crónica de un iniciado. En ella, un Esteban Esposito anterior al que conocimos en El que tiene sed, acude a un congreso literario en Córdoba, donde vivirá tres días que marcarán en lo sucesivo su vida. En ese lugar se involucra con Graciela, de quien se enamora, aun ante la inevitable fatalidad de que Esposito deba volver a Buenos Aires al terminar el viaje. En medio de todo ello, el Diablo se aparece en su camino para proponerle, entre otras cosas, un pacto.[7] Esta es una novela de permanente metamorfosis. Conforme nos vamos adentrando en ella, advertimos que todo va convirtiéndose en lo que originalmente no era, incluso el pasado. Esteban dejará parte de su juventud. Graciela y los demás personajes (Santiago, Bastián o el doctor Cantilo) saldrán transformados en otros. ¿Acaso la percepción del mal en su autor no habría cambiado en el trascurso de tres décadas de obsesiva escritura?
El tema de Dios siempre fue del interés de Castillo, pero no desde el punto de vista religioso, sino del filosófico, y, él diría, hasta del literario y político. Consideremos que a los diez años estudiaba en el colegio salesiano Wilfrid Baron de los Santos Ángeles, donde el padre rector le prohibió leer Robinson Crusoe con el argumento de que cuando el personaje llega a la isla descree de Dios, y cómo entonces podría leer un niño algo así dentro de un colegio administrado por sacerdotes. De hecho, Castillo afirmó en ocasiones haber sido un creyente de Dios en la infancia, aunque en su vida adulta terminó por ubicarse en el agnosticismo, siendo este una buena herramienta para abordar con maestría estos asuntos en su escritura. Su obra de teatro El otro Judas pudo haber sido un comienzo, pero es en la novela El evangelio según Van Hutten donde nos revela sus mejores consideraciones sobre la existencia-no-existencia de Dios. Aquí, un profesor de historia se toma un tiempo de vacaciones en La Cumbrecita —sierra argentina de Córdoba—, en donde se encuentra con el viejo arqueólogo Estanislao Van Hutten, quien no ha muerto, como se creía, y que además revelará al protagonista una serie de aspectos sobre las Sagradas Escrituras, que se basan en el descubrimiento de los milenarios rollos del mar Muerto y que pondrán sobre la cuerda floja a la historia del origen del cristianismo. Todo esto mediante el desciframiento de una tradición bíblica paralela.
En la novela se descubre que Jesucristo no fue el ser divino al que suele asociarse, sino un hombre que conspiró desde una secta religioso-política para echar al imperio romano de la Tierra Santa. El narrador y también protagonista —en clara autorreferencia a Castillo— es un agnóstico hasta cierto punto dudoso; sin embargo, el que cree en Dios es Van Hutten, un creyente particular, casi herético, como lo califica el propio autor, y para quien Dios existe porque sí, sin importar lo que piensen los demás.[8] No en vano la primera frase de la novela es: “No pido que se me crea”.
El que tiene sed, Crónica de un iniciado (novelas que operan como una suerte de díptico) y El evangelio según Van Hutten, en conjunto, o por sí solas, podrían constituir la obra sólida y cumbre a la que cualquier narrador aspiraría. No se pierda de vista que antes de todas ellas su autor ya había publicado La casa de ceniza, una novela breve que hasta fechas recientes fue reeditada. Sin embargo, y por si esto fuera poco, Abelardo Castillo es dueño de un trabajo que lo convirtió en uno de los mejores cuentistas de su tiempo[9] y que inauguró en 1961 con Las otras puertas, uno de los libros de cuentos más relevantes de la literatura argentina.
Pude leer la totalidad de su obra cuentística —de entonación borgeana, cuya temática resulta más cercana a la cortazariana: música, boxeo, infancia, sexo, entre otros asuntos— recurriendo ante todo a los buenos oficios de quienes viajan. Hace unos años, otro amigo mío viajó a Buenos Aires y a su regreso me trajo el ejemplar de Cuentos completos,[10] editado por Alfaguara, ese que forma parte de una colección donde también figuran William Faulkner, Vladimir Nabokov y Juan Carlos Onetti, así como tres grandes compatriotas de Castillo: Julio Cortázar, Hebe Uhart y Rodolfo Fogwill. De estos dos últimos, por desgracia, también siguen sin distribuirse sus libros por este lado de Latinoamérica.
Los cuentos de Castillo no están exentos de las propiedades de brevedad y unidad de impresión por las que abogaba Edgar Allan Poe. Además, si hay algo que permea en gran parte de ellos es una buena dosis de crueldad y violencia como actos restitutorios de humanidad a la degradación sufrida por algunos de sus personajes. La desgracia como sustrato de sus grandes relatos proviene en gran medida de una especie de pesimismo o de fatalidad que le vienen de sus ideas filosófico-políticas. Asimismo, es particularmente a partir de Las panteras y el templo (1976) donde se permite rendir algunos homenajes literarios a través de la intertextualidad o, valdría decir, del diálogo que emprende con escritores de su admiración, como Roberto Arlt, Jorge Luis Borges u Horacio Quiroga.
Aquí podría proporcionar un puñado de detalles sobre mis cuentos favoritos de Castillo, mas no lo haré, entre otras razones porque hablaría de cerca de 17 o 20 cuentos de un total de 55 que están incluidos en el libro. No obstante, puedo traer a colación algunos aspectos que me parecen relevantes, me refiero particularmente a esas acciones que se quedan perdurando en la memoria después de que se lee un cuento que por sí mismo motiva a leerlo siempre.
Pienso entonces en la excelsa misantropía del personaje de Also sprach el señor Núñez,[11] un oficinista con dieciocho años de experiencia, quien cierta mañana llega a la fábrica donde trabaja, acompañándose de una valija repleta de explosivos y de una pistola, para amenazar a sus colegas y lanzarles un discurso sobre el hartazgo de la rutina, la lucha de clases y la salvación a partir de la muerte colectiva. Tal vez se trata de un profeta del desasosiego en evidente evocación al Also sprach Zaratustra, de Nietzsche, aunque en este caso se trate de un empleado contrautópico que brota de las entrañas de una fábrica llamada La Pirotecnia. Este es un cuento de alta acidez que entre líneas vincula ciertos temas y elementos de la literatura universal y argentina, guiñando con elegancia a autores como Franz Kafka, Roberto Arlt o Nikolái Gógol.
Ciertos personajes que habitan los cuentos de Abelardo Castillo no creen en la justicia de los sistemas, mucho menos en la divina. De ahí que resalte la capacidad con que cuentan para cobrar venganza cuando hay que hacerlo, es decir, en el momento mismo en que se ven agraviados por sus semejantes, cuando se les presenta la oportunidad de darle la vuelta a las situaciones, y con ello a sus propias historias. ¿Para qué esperar a que fuerzas sobrenaturales intervengan en las relaciones humanas trayendo consigo una justicia que nunca llegará? Si la ley del más fuerte produce escalafones en el plano real, en el caso de la ficción deviene en un grato sabor de boca. Véase, por ejemplo, el caso de Paula, la protagonista del cuento Patrón,[12] quien huye de la hacienda de Antenor Domínguez, a causa de su crueldad patriarcal, abandonándolo a su suerte, lisiado y con un recién nacido en sus brazos, tirando previamente la llave al aljibe. O qué decir de Pastoseco, el personaje que aparece en Por los servicios prestados,[13] quien a ciencia cierta nadie sabe cómo fue admitido en el ejército, pero que un día cae atrapado en una suerte de zanja junto al capitán Losa —un auténtico hijo de puta que se pasa la vida humillándolo— y que cuando su subordinado logra salir de ella —tal como Paula— se marcha, dejándolo solo, en medio del perfecto silencio de la noche.
Otro de los rasgos en los cuentos de Castillo está en los juegos de tiempo. Hay una frecuente intención de desorientar a lector en cuanto al plano temporal en que ocurren las acciones, herramienta que ayuda, en algunos casos, a reforzar el efecto fantástico cuando es necesario. El cuento El candelabro de plata,[14] uno de los más memorables y, por cierto, otro tremendo texto de crueldad, arranca diciendo: “Todo empezó esta misma tarde; es decir, la tarde de ayer, puesto que ahora deben ser las tres o cuatro de la mañana. Madrugada del 25 de diciembre de 1956. Navidad”.
No perdamos de vista que este, como tantos otros mecanismos, en muchos de sus cuentos posibilitan al autor narrar las historias contenidas (anécdotas de adolescencia, traiciones, venganzas o encuentros inesperados) y, al mismo tiempo, la historia de la propia narración.
Y hablando de cuentos y de cuentistas mayores: ¿se puede encarnar a Edgar Allan Poe a fuerza de leerlo, releerlo, volverlo a leer y releerlo mil veces? ¿Se puede devenir en Poe con el hecho de imaginar o soñar que se lo encuentra en Fordham bajo un bosque de cerezos, manzanos y arbustos, aunque ese sitio sea por igual el universo de pinos y araucarias de San Pedro —ciudad natal de Castillo—? Yo creo que sí. La prueba —tan real como fantástica— es el bellísimo cuento Fordham, 1994,[15] en el cual Castillo nos traslada a algo semejante a un sueño donde tiene un inesperado y extraño encuentro con Poe, en el que echan a andar una conversación en castellano, pero que de inmediato pasa al “inglés de los sueños, no el de la gramática”.[16] Se trata de una charla que gira en torno a “los versos ideales, los versos del poema nunca escrito, esos versos inalcanzables que todo poeta siente que él pudo haber compuesto y que, por alguna razón secreta, Dios no permite que se escriban nunca”.[17]
Por último, una mención especial a El tiempo de Milena,[18] que plantea la historia de un hombre —de nuevo, en clara autorreferencia al autor—, quien en su tiempo real va envejeciendo, mientras que Milena, una adolescente con la que sostiene ciertos encuentros, es siempre la misma y parece habitar un plano donde el tiempo es otro o simplemente no existe. Este cuento tiene un poderoso arranque in media res que de pronto nos adentra en un mundo de ficción particular. Es al que considero un sistema narrativo casi perfecto por parte de Castillo.
El primer volumen de sus diarios, que abarca de 1954 a 1991, se publicó en 2014 y no lo tuve en manos hasta diciembre de 2017, siete meses después de su muerte. Esta publicación me abrió nuevas puertas para conocer algunas lecturas de su juventud, su relación con escritores, como Sabato o Cortázar, de su vampírica costumbre de pasar noches leyendo libros completos, y de sus años como editor de aquellas revistas que atestiguaron épocas en que las polémicas intelectuales eran más verdaderas que las de ahora, es decir, se centraban en el núcleo filosófico de los acontecimientos más que en los acontecimientos mismos.
Ha pasado mucho tiempo desde que leí a Abelardo Castillo por primera vez. Ahora lo sigo haciendo. Cada vez que regreso a su trabajo, el efecto sorpresa vuelve a aparecer y me dura mucho, tal como me sucedió en aquel momento en que leí El hacha pequeña de los indios. No me cansaré de revisitarlo, porque en cada lectura ratifico algo que me pasa pocas veces y con pocos autores: cuando me acerco a algún texto suyo siento caer sobre mí el gran peso de la literatura, de aquella que se escribe como con la precisión mental de los ajedrecistas.
Abelardo Castillo abandonó este mundo en mayo de 2017, antes de que se publicara el segundo volumen de sus Diarios, que van de 1992 a 2006, y dejando cierto material en el cajón, entre ellos, un conjunto de poemas titulado La fiesta secreta,[19] de reciente publicación bajo el sello Ediciones en Danza, o la novela Los ángeles azules. Sumergirse en su obra implica llamar a puertas que, una vez que se abren, nos conducen a mundos donde todo es posible. Y tal como él mismo lo afirma en El tiempo de Milena: cuando lo imposible empieza a suceder, lo más razonable es aceptarlo con naturalidad.
Gerardo Villanueva (Guadalajara, México, 1978). Es autor de los títulos de poesía Calabozo cuatro (Periferia de Escribidores Forasteros, 2019), patrivium (Mantis Editores, 2016) y Feu G Rare (Universidad Autónoma de Nuevo León, 2016), así como de Inquilinos invisibles (Grafógrafxs, 2021), su primer libro de cuentos.
[1] “Después, ella hizo un alocado paso de baile y una reverencia y agregó que por eso esta era una noche especial, mientras él, incrédulo, la miraba con los ojos llenos de perplejidad (o de algo parecido a la perplejidad, que también se parecía un poco a la locura), pero la muchacha sólo reparó en su asombro porque él había sonreído de inmediato, y cuando ella le preguntó qué era lo que había estado a punto de decirle, el hombre alcanzó a murmurar ‘nada, amor mío, nada’, y se rio, y siguió riéndose como si aquello ya no tuviese importancia puesto que estaba loco de alegría, como si realmente se hubiera vuelto loco de alegría”. Abelardo Castillo, Cuentos completos, Alfaguara, 2014, Buenos Aires, p. 240.
[2] El propio Castillo era uno de ellos.
[3] Esteban Esposito reaparecerá tiempo después como el protagonista de Crónica de un iniciado, novela que Abelardo Castillo publicó en 1991.
[4] Planeta de Libros, Retrato del alcoholismo en un libro en que el autor fue capaz de decirlo todo. https://www.planetadelibros.com.ar/libro-el-que-tiene-sed/291067. Fecha de consulta: 9 de noviembre de 2019.
[5] Abelardo Castillo, El que tiene sed, Seix Barral, Biblioteca Breve, Argentina, 1999, p. 94.
[6] En alusión al poeta argentino Jacobo Fijman.
[7] “Siempre pensé escribir algo sobre el pacto con el Diablo. Había leído todos los Faustos que se conocen: el de Spies, el de Marlowe, el de Goethe y el de Thomas Mann. En el clásico, Fausto pacta con Mefistófeles por el conocimiento; en el de Goethe, por la juventud; y en el de Mann, el premio —o el castigo— es la obra de Adrian Leverkühn, pero en un sentido de excelsitud que el diablo le promete. Mi pacto no es por la sabiduría, que siempre entendí como un problema menor de lo fáustico. Es sólo retomar el viejo problema bíblico: “Comeréis de este árbol, seréis como dioses”. Pero a partir de ese momento el alma está perdida. Eso ya está muy bien tratado en la Biblia. Pactar por la juventud no era una cosa que podía interesarme, porque yo era joven. Recuerdo que Sabato me decía: “Usted no va a poder escribir este libro.” En realidad, Sabato en algo acertó: tardé mucho tiempo en terminarlo. Pero el pacto no es por la conquista de una mujer ni por la juventud. Se pacta por una obra, pero no por la grandeza de esa obra. El Diablo le dice a Esteban, con toda claridad, que no le gritó Non serviam!” (Los pactos con el mal, entrevista con Abelardo Castillo en Diario Clarín, https://www.clarin.com/literatura/abelardo-castillo-entrevista-cronica-de-un-iniciado_0_BJMNVg3DXx.html. Fecha de consulta: 16 de abril de 2020).
[8] “Si yo creyera en Dios, creería del mismo modo en que cree Van Hutten, que es muy sencillo: para Van Hutten, Dios existe y punto. ¿Cómo a Dios lo vamos a discutir con nuestros pobres argumentos terrenales? Además, si no crees en Dios, o crees en Dios, ¿a Dios qué le va a pasar? Nada, es decir, el problema es tuyo. “Canal de la Ciudad, Siento que se perdió relación con la polémica. Abelardo Castillo en Libroteca. https://www.youtube.com/watch?v=evClbRKy88g. Fecha de consulta: 21 de noviembre de 2019.
[9] “El cuento es el lugar donde me siento más tranquilo cuando escribo, porque como no empiezo un cuento hasta no saber puntualmente cómo va a terminar, y a veces hasta con las palabras que va a terminar, eso me da una enorme sensación de tranquilidad, cosa que no ocurre con la novela. La novela (he escrito cuatro novelas) me angustia mucho. Eso de estar trabajando con la incertidumbre del hacia dónde va o hacia dónde van a querer ir luego los personajes a mí me preocupa bastante como escritor, ¿no? Cosa que tampoco me pasa en el teatro, el teatro se parece más al cuento, y cuando uno escribe teatro, de alguna manera ya está sabiendo todo lo que va a ocurrir.” Radio Nacional, Uno de los eximios escritores de la literatura argentina en el siglo XX, Entrevista que Eduardo Aliverti le hizo a Castillo en 2011 dentro del ciclo “Decime quién sos vos”. http://www.radionacional.com.ar/uno-de-los-eximios-escritores-de-la-literatura-argentina-del-siglo-xx/. Fecha de consulta: 16 de noviembre de 2019.
[10] Al conjunto de sus cuentos, Castillo lo llamó Los mundos reales.
[11] Incluido en Las otras puertas.
[12] Incluido en Cuentos crueles.
[13] Incluido en Las maquinarias de la noche.
[14] Incluido en Las otras puertas.
[15] Incluido en El espejo que tiembla.
[16] Abelardo Castillo, Cuentos Completos, Alfaguara, Buenos Aires, 2012, p. 461.
[17] Ídem. p. 462.
[18] También en El espejo que tiembla.
[19] “La poesía, cuya alta fiesta a mí me está vedada”, escribió en el posfacio de la obra de teatro Israfel.