Otredad
Sohulii
Por alguna razón siempre vuelvo al mismo lugar. A lo mejor es porque mi abuela enterró aquí cerquita lo que quedó de mi ombligo; o tal vez porque volver es lo único que me queda.
De una u otra forma siempre termino aquí. Siempre aquí, donde puedo ver el lugar en el que la arena se encuentra con las olas. Siempre donde al ver el agua no encuentro ni mi reflejo ni nada más que la espuma, pero puedo sentir que sigo viva. Siempre aquí, a la orilla del mar, sintiendo la brisa mover mi cabello, la arena entre mis pies y el sol besando mi piel como si quisiera consumirme.
No recuerdo la primera vez que vine, era demasiado pequeña como para recordar algo. Dice mi madre que ese día, el día que enterraron mi ombligo, por la mañana hubo un funeral en el que no enterraron a nadie. Antes de siquiera asistir a mi propio nacimiento, lo primero que hice fue despedir a la única persona de mi familia con quien siempre me he sentido cercana: el tío al que jamás conocí.
Se llamaba Leónidas, como todos los primogénitos de la familia, como mi hermano si hubiese sido hijo de mi mamá o como yo si hubiese sido varón. Tenía un terrible gusto para las mujeres. Eso era lo que decía mi abuelo cuando ya estaba muy borracho y se ponía triste porque no se había podido despedir de él. Mi abuela, por otro lado, decía que había sido un hombre dulce y muy listo, pero que le gustaba meterse en problemas. Habría sido el arquitecto de los museos más bonitos del mundo, pero había terminado siendo un abogado, como mi abuelo y mi bisabuelo antes que él. Mamá y mi tío Chava solían decir que cuando se sentaba en la playa a mirar las olas romper en la arena, se veía tan solitario que parecía reflejar el mar en sus ojos. Y eso era todo lo que se decía de Leónidas.
Tendría unos seis años la primera vez que escuché que nos parecíamos. Mi abuela había ido temprano por mí al colegio porque me había peleado con un niño que, para colmo, era mayor que yo. Ella estaba molesta, ya que por mi culpa no terminaría la comida a tiempo. Estaba furiosa cuando salió de la oficina de la directora. Como animal asustado, deseé esconderme, pero ella ya me había tomado del brazo y recuerdo que agradecí que no hubiese sido de mi oreja. Entonces nos llevó a Javier, mi hermano, y a mí a casa sin decir ni una sola cosa además de «eres idéntica a Leónidas».
Como era de esperarse, cuando llegamos a la casa me regañó por haberme peleado y por haber arruinado mi uniforme. Me dijo que era tan violenta como Leónidas, y luego me dio una paliza. Primero dijo que había sido porque mi abuelo se había enfadado tras llegar a casa y descubrir que la comida no estaba lista; más tarde dijo que había sido una lección por haberme peleado y además haber perdido. Por alguna razón, ese reclamo sonaba como algo que había escuchado antes, algo que había vivido en sueños.
Durante la cena nadie me dejó olvidar las palabras de mi abuela: yo era idéntica a mi tío porque Leónidas solía llegar a casa con los ojos morados o los pantalones rotos, ya que siempre estaba peleando y, como yo ese día, solía perder. Javier había relatado la pelea como una hazaña digna de algún héroe clásico del box. Mamá estaba furiosa o tal vez decepcionada, no importaba porque ahora tendría que comprarme unos parches, puesto que no había dinero para otro uniforme. Mi abuelo sólo me vio como si hubiera reconocido algo en mí antes de mirar con terror a mi abuela, quien permanecía callada, pero no me quitaba los ojos de encima. El tío Chava, en cambio, me felicitó por haberme defendido; porque una no podía estar esperando a que los demás peleasen sus peleas; porque, aunque hubiese perdido, ese niño ya no se metería conmigo, y porque yo no era una sacona. Y, entonces, me llamó Leoncita, pues, como mi tío, era una salvaje. Al parecer, a todos en la familia les agradó, ya que un día desperté y olvidé que alguna vez me habían llamado de otra forma.
Cuando tenía ocho nos mudamos a la capital por el empleo de mi padre. Mi abuela se puso muy enferma un mes antes de irnos. Nadie me lo dijo, pero no necesité que nadie lo hiciera, había aprendido a observarla.
Todas las tardes antes de llamarnos a comer, mi abuela se sentaba en la ventana orientada hacia la playa y miraba como si esperase a alguien. Todas las tardes se recostaba llorando quedito en la cama de la habitación de huéspedes y encendía el tocadiscos, pero no sonaba Eydie Gormé como siempre, sino que eran los Beatles, ese triste y viejo disco que Leónidas había dejado atrás. Todas las noches la escuchaba dar vueltas en la sala. Sus pasos eran tan suaves que se oían como gotas de agua, y susurraba algo parecido a un conjuro para detener la lluvia, un susurro que sonaba a mar. Por la madrugada, cuando despertaba, siempre por la misma pesadilla llena de arena, la encontraba observándome desde la puerta. Entonces me sonreía con una ternura familiar y desaparecía para dejarme dormir de nuevo.
Recuerdo que la fui a visitar a su habitación la tarde antes de irnos. Todo estaba en cajas y mi abuela se encontraba mirando por la ventana. Se veía tan triste que por un momento imaginé que así debió de verse cuando oficiaban el funeral en la playa. La llamé moviendo la manga de su suéter y creí que se enfadaría como las veces que interrumpía sus rosarios, pero no, sólo me miró y me sonrió como lo hacía por las noches. Parecía que había envejecido al menos diez años, pues sus expresiones se veían más cansadas y su mirada más perdida. Creo que estar triste la hacía verse más vieja.
Me dijo que me daría un obsequio para que lo usara cuando fuera mayor y estudiara arquitectura como Leónidas habría querido hacer, y yo no me atreví a decirle que en realidad deseaba ser pirata. Entonces, de una maleta que salió de su pequeño armario, sacó una caja que a su vez tenía dentro un montón de curiosos cachivaches y fotografías viejas. Mientras ella buscaba lo que necesitaba, yo me reconocí en una fotografía. Fue extraño verme en una foto que no recordaba que me hubiesen tomado. Se sentía como si me reconociera, pero al mismo tiempo fuera otra, como si estuviera viendo una vida que no me pertenecía, pero que había vivido yo. La imagen era muy vieja, y en ella yo tenía el cabello chiquitito, sonreía como si hubiese contado una broma que sólo yo había entendido y señalaba hacia la cámara reconociéndome al otro lado. De fondo estaba el mar y atrás se veían un niño y una niña que me resultaban vagamente familiares, pero no sabía nombrar.
Pregunté cuándo me habían tomado esa fotografía, pero mi abuela sólo me miró un instante y, en lugar de responder, me susurró algo que sonaba parecido a lo que susurraba cuando caminaba en la sala por las noches. Luego me dio una caja de estilógrafos y me habló de su hijo mientras acariciaba mi cabello. Por primera vez me habló de Leónidas en serio. Me dijo que había sido muy listo, que había sonreído con todo el amor del mundo, pero que también estaba furioso y triste todo el tiempo, y que yo me parecía a él porque también ladeaba la cabeza cuando no entendía algo y sonreía igual que él, como burlándome del mundo. Me habló de lo mucho que a Leónidas le gustaba el mar, casi tanto como a mí, porque decía que cuando estaba cerca, este lo llamaba en susurros y las olas lo arrullaban justo como las caricias y la voz de mi abuela me arrullaban a mí.
Luego de que nos fuimos, mi abuela se enfermó de tristeza y nunca se recuperó. Claro que esa no fue la primera vez. No, la primera vez fue cuando Leónidas desapareció; nunca encontraron su cuerpo y eso la puso muy triste. No hubo lugar a dónde irle a llorar, ni cenizas que dejar en la playa, ni un hijo del cual despedirse. Sólo hubo un ataúd vacío, una familia llorando, el sonido del mar y una mujer embarazada a unas horas de dar a luz.
Una vez en la ciudad, deseé que el fantasma de Leónidas se hubiera quedado en la playa, en casa de mi abuela, en el armario, encerrado en esa caja de recuerdos, donde fuera, pero no conmigo. Lo deseaba con todas mis fuerzas, pero una tarde al volver del colegio Javier me dijo que a donde quiera que fuera Leónidas me seguiría, porque yo era su tumba. Recuerdo haberle dado un puñetazo tan fuerte que le rompí la nariz. Mi madre enloqueció cuando vio la sangre, y durante el viaje en taxi al hospital lo único que escuché fueron los quejidos de Javier, los regaños de mi madre y mi llanto, porque no había querido lastimar a mi hermano, pero deseaba que se callara. Cuando volvimos a casa me castigaron, pero jamás me preguntaron por qué le había roto la nariz y, por lo tanto, no dije nada. Probablemente tampoco lo habrían entendido aunque se los hubiese explicado una o mil veces, pero mi tío sí. Leónidas habría entendido y me habría gustado decirle, porque estaba segura de que él también le había roto la nariz a su hermano.
Mis padres tomaron eso como una de las señales de que me había enfermado igual que la abuela, pues al poco tiempo comencé a sentirme mal. Lloraba en mis sueños porque escuchaba a alguien llamándome en susurros llenos de tristeza y despertaba con las mejillas empapadas y con unas náuseas terribles. Esas noches escuchaba el mar muy lejos y no podía sentirlo, como si una parte de mí faltara, como si estuviera sin estar, y tenía tanto frío que sólo podía temblar, llorar y vomitar, porque ningún médico sabía lo que me pasaba.
Con los meses me puse más pálida y más flaca; me daba más sueño durante el día y me peleaba más seguido en la escuela, porque estaba furiosa. Necesitaba sentir que estaba viva, y tener los nudillos ensangrentados y moretones por todo el cuerpo por lo menos me hacía sentir algo. Extrañaba el silencio de la casa de mis abuelos, el mar y lo que fuera que mi abuela susurraba por las noches. Extrañar me ponía furiosa, cada vez más enferma y fuera de control de mi cuerpo, porque sentía un gran vacío que me hacía pensar en las caracolas de la playa: no tenían nada dentro, y aun así se escuchaba el mar.
Recuerdo que un verano, unos días antes de que cumpliera 13, volvimos de visita a casa de mis abuelos. Yo había llegado muy enferma, pero deseaba tanto ir a la playa que no paré de llorar hasta que Javier convenció al tío Chava para que nos llevara en su auto. Hacía tanto calor que cuando llegamos me quité los tenis y los dejé en el auto. Caminé descalza por la arena sin escuchar a mi hermano, y cuando me di cuenta ya tenía el agua del mar hasta las rodillas. Ahí todo se sentía más ligero: el aire, los sonidos y hasta mi cuerpo. Y, de pronto, ese vacío ya no estaba.
Fue entonces cuando lo escuché por primera vez. Era como un canto o un susurro suave que iba y venía al mismo ritmo de las olas rompiendo en la arena; un sonido parecido a lo que susurraba mi abuela aquellas noches en las que caminaba por la sala y a lo que yo escuchaba cuando despertaba llorando. Ese susurro opacaba la voz del tío Chava gritándome que no me alejara tanto de la orilla y la de Javier pidiéndome que tomara su mano cuando se percató de que el agua me llegaba a los hombros. Esa tarde no existió nada más que ese sonido, esa voz, ese canto, y yo escuché atenta mientras miraba al mar como si fuera mi único amigo. No hubo nada… sólo un susurro y quien lo escuchaba.
Al volver a casa por la noche, antes de que mi madre pudiera regañarnos, el tío Chava se acercó a ella y le dijo algo en voz bajita. Recuerdo el rostro de mi madre, parecía haber visto un fantasma. Nadie me regañó esa noche, pero mi abuela me miró atentamente toda la cena, como si tuviera miedo de que fuera a desaparecer. Los demás adultos me observaban entre aterrados y apenados. Recuerdo haber creído que había algo mal conmigo, pero al verme en el espejo sólo había reconocido una presencia titubeante, a alguien que era sin ser, y mi rostro no parecía mío, pero era yo en el reflejo. Entonces me corté el cabello chiquitito a tijerazos sólo porque era menos doloroso que arrancarme un brazo para asegurarme de que seguía siendo yo en el reflejo.
En la cena probablemente nadie habría dicho nada de no ser porque, mientras Javier masticaba con la boca abierta, me había preguntado muy serio y sin dejar de mirarme a los ojos: «¿Qué era lo que veías en el mar, Leona?». Y todos me habían mirado como a un bicho raro, aunque trataron de hacerlo discretamente; pero yo lo sabía, tenían miedo de algo que ni Javier ni yo conocíamos. Yo me quedé callada, porque no lo habrían entendido. Sólo Leónidas habría entendido y yo me había cansado de intentar hacerlos entender.
Esa noche esperé a que mi abuela caminara en la sala y me susurrara como antes, pero jamás lo hizo; y cuando desperté por la madrugada, sólo escuché el sonido del mar como el recuerdo de alguien llamándome. Fui a beber un vaso de agua, pues desperté con una sed que me hizo sentir como si hubiera tragado arena. Al regresar a la cama miré por la ventana orientada al mar como si esperase a alguien que volvía de él, pero, por extraño que suene, sentí que regresaba yo. Antes de volver a dormir pensé en Leónidas y me pregunté si había escuchado lo mismo que yo mientras se rendía y el mar lo arrastraba la noche en que desapareció en él.
Nunca sabré si el ombligo de Leónidas sigue enterrado aquí, pero sé que aquí es donde está el mío. Tampoco sabré lo que él escuchó aquella noche en que se unió al mar. Nunca sabré si escuchaba el mismo canto o si también soñaba con la arena entre sus dedos y las olas besando sus pies. No puedo preguntárselo, el mar ya lo reclamó. Pero sí sé qué es lo que yo oigo, porque siempre que vuelvo a este lugar escucho atenta el canto del mar como aquella tarde.
Está diciendo un nombre, un nombre que alguna vez fue mío.
Sohulii (Ciudad de México, 2002). Estudia Letras Hispánicas en la Universidad Autónoma Metropolitana y se dedica a la improvisación teatral. En 2024 fundó, con Josshua Tenoch y Río Mercedes, el fanzine Miazma.