El padre de Lydia Davis
se está muriendo
Josemaría Camacho Sevilla
A las cuatro de la mañana recibí una llamada de la enfermera. Vibró mi teléfono sobre el buró. Desde entonces siempre le coloco un paño o un libro debajo, estoy condicionado a sentir terror con el sonido de un celular vibrando sobre la madera. Mis padres estaban enfermos de covid. Era el principio de la pandemia y el covid aún asustaba. Cayeron muy enfermos, estaban como locos. Literalmente. Perdieron la razón y les costaba mucho trabajo hilar palabras. Mi papá, en la última llamada que pude tener con él, me preguntó por el doctor Kozik. El doctor se apellidaba Catzin, Kozik es el nombre del perro de mi hermana. Le puso así en homenaje a Frank Kozik. El doctor me dijo que la demencia era momentánea. Le comenté eso a mi padre, pero no me entendió. Momentánea o no, estaba en él. El covid era una segunda capa de enfermedad en el caso de mi madre, la que subyacía era el Alzheimer. Mi padre colocó un letrero en la puerta de la casa que decía: «Hay una pandemia, no podemos salir, quédate aquí». Todos los días mi madre se enteraba del confinamiento por primera vez: una sorpresa constante.
Contesté. La enfermera me dijo que tenía que ir inmediatamente. Le pregunté por qué y se limitó a repetir lo mismo una y otra vez: «Tienes que venir inmediatamente». A la quinta vez que recibí esa respuesta le pregunté si mi madre había muerto; ella detuvo el disco, ya no dijo nada. Calculo que cortamos la llamada al mismo tiempo.
Cogí el coche y en el camino a la casa de mis padres le llamé a mi hermano para que fuera también. Acordamos no decirle nada a mi padre, que seguía demente. Acordamos no decirle nada a mis hermanas, que seguían dormidas. Tuve un pensamiento fugaz que fue terrible y, a la vez, gracioso. Pensé: «¿Cómo le voy a dar esta noticia a mis hermanas, a mi padre y a mi madre?». Así es, por unos segundos me llenó de ansiedad tener que decirle a mi madre que había muerto mi madre. Sonreí. No estaba contento ni divertido ni, creo, nervioso. Pero sonreí.
Unas cuadras antes de llegar le llamé de nuevo a mi hermano para saber por dónde estaba. «Pasé al cajero», le dije, «pero ya estoy por llegar a casa de mi papá». No dije «a casa de mis papás», sino de «mi papá». El ajuste gramatical fue el primero que hice. Lo hice automáticamente. Vendrían muchos más después. Y no sólo ajustes, sino cambios radicales y duelos oscuros. Este, sin embargo, llegó veloz, de manera muy natural y sin generar dolor extra. Pensé irremediablemente en un texto de Lydia Davis, que había leído años atrás, en el que se preguntaba por la corrección gramatical y semántica de algunas frases. Comenzaba, recuerdo bien, cuestionándose: «Ahora que se está muriendo, ¿puedo decir aquí es donde vive mi padre?».
Mi mente agarró ese hilo como el de un cometa para despegarse del suelo y disociarse de ese momento del que, días, semanas y meses después, comprendería con profundidad su duración: un momento continuo que nunca termina.
Así es. Mi madre dejó de respirar. La primera duda lingüística que cabría es si aun fallecida seguía siendo mi madre. ¿Mi hijo seguía teniendo una abuela? Si la piensas bien, es la pregunta por el ser. Con un cadáver delante desaparece la posibilidad de que el ser humano sea también (o esencialmente) un alma. Mi madre, cuando llegué a «casa de mi papá», seguía estando ahí. Su cuerpo. Seguía siendo esa su casa. O no. O no estaba ahí ya y esa ya no era su casa porque para poseer algo la primera condición de posibilidad es ser una entidad capaz de poseer. No son nimiedades.
La cuestión gramatical es, en el fondo, la más importante, aunque también me llevó mucho tiempo entender eso. Decimos que la muerte es algo inexplicable porque nos da miedo explicarnos lo que es. Pero no es inexplicable de suyo. Cuando me atreví a explicármela, la entendí. Y entendí también que mi madre no dejó de ser, sólo de estar. En inglés eso quizás podría traducirse como un to be y un not to be al mismo tiempo. La solución definitiva, schrödingeriana, a la pregunta de Hamlet.
Hace poco le aseguré a mi hijo que los fantasmas no existen. Tenía miedo una madrugada y vino a preguntarme por la entidad de los fantasmas. Le dije: «Hijo, los fantasmas no existen, están sólo en tu cabeza». Él me respondió más asustado: «Si están en mi cabeza, entonces existen, ¿no?». Con ese intercambio de frases, a las cuatro de la mañana de una noche de invierno, mi hijo terminó mi shock y me permitió cruzar el duelo hacia la vida.
La semana pasada visité las cenizas de mi madre en la iglesia Preciosa Sangre de Cristo, sobre el Eje 5 Sur, en Iztacalco. No había nadie en las criptas, así que hablé en voz alta con ella, algo que siempre me había parecido ridículo y, siendo sinceros, me sigue pareciendo ridículo. Probablemente no lo vuelva a hacer. Le pregunté, parafraseando a Lydia Davis: «¿Estas son tus cenizas, madre? ¿O estas cenizas fueron tú? ¿Puedes aún poseer cosas como para decir que este polvo es tuyo?».
No me contestó nada.
Josemaría Camacho Sevilla (Ciudad de México, 1979). Estudió Filosofía Clásica en la Universidad Panamericana. Estudia la maestría en Crítica Literaria en Casa Lamm. Es autor del libro de cuentos Los que hablan a gritos (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2015) y de las novelas Interruptus (Luzzeta, 2016) y Después de matar al oso pardo (UAEMéx, 2017; Paraíso Perdido, 2021). Ganó el Premio Internacional de Narrativa «Ignacio Manuel Altamirano» en 2017 y el Premio de Cuentos de Futbol de Ibby México y Pachuca FC en 2011.