Palabra, pasión y guerra
Guillermo Fadanelli
Los viejos volcanes que tornan nuestra memoria paisaje, y también los que repentinamente nacen, son señal de que el vientre, el centro de nuestra tierra es candente, sorpresivo: nos obsequia con una humilde y seductora superficie para inventar que vivimos. Y allí inventamos, creamos cosas como si fuéramos eternos e imbatibles: tal vez esta sea la razón por la que apreciamos la casa, ese túmulo a nuestra medida y que en los tiempos que se avecinan, cercanos o remotos, va a erosionarse, caer, convertirse en tierra, agua o en el suspiro de algún dios holgazán y olvidado. La fuerza inevitable que se alimenta de nuestros más rabiosos sentimientos se encuentra, digna y guerrera, en el poemario de Melisa Arzate Amaro, Entera nueva. Quisiera confesar que la poesía es mi hermana soterrada desde hace casi cuarenta años y que prefiero evitarla para que mis huesos no se ablanden ni se conviertan en hálito melancólico o en universo presentido: no es mi intención molestar a los dioses por más salvajes, bondadosos o sofisticados que sean. La poesía —y sus vasallas rebeldes, las palabras— encuentra un inédito placer en nuestros tiempos: olvidada y presentida, dispuesta a pelear desde el altar o el estercolero de su muerte acechante y viva. De pronto, la poesía aparece y todo lo colma y conmueve, lo perturba y transforma, como aquellos amantes que se odian porque se presentan como el último resquicio misterioso de lo que se presume vivo.
Si uno aspira a saber algo, es necesario soportar los desplantes del poeta, sus densos espacios siderales, su decir irrefrenable, su palabra sin raíces o entregada al canto y su belleza efímera: la iluminación que nos ofrece, ciega sólo para tornarnos más alertas, ciegos, y entonces sí saber. En los poemas que se imponen en Entera nueva me percato, o al menos sospecho, de que la sustancia vuelta rabia, coraje, azoro, el conocimiento empírico o sensual y el amor desdichado por el infinito ramaje de la lengua, la palabra y todo aquello que nos sirve verbalmente para maldecir y crear metáforas imposibles, se explaya enérgicamente. A veces acudiendo a la dulzura, pero también a la denuncia de la maldad antigua y contemporánea. Un poeta debe leerse hasta sus últimas consecuencias o, en todo caso, abandonarlo a su suerte peregrina, a sus tropos íntimos y a sus obsesiones imponentes, crueles e insalvables. Melisa Arzate, su poesía, se despeña entre la denuncia a los agravios humanos y la prostitución de la palabra: no hay poesía sin miedo ni perjurios aparte de aires casquivanos; realidad invertida, violada, transformada en deseo. «El destino no precisa fuga, escribe Melisa en «El rumor de la palabra», porque ella sabe que la huida es imposible más allá de lo que somos; no hay oportunidad para quien su fortuna está ya echada, muerta. Todo destino está muerto y a él nos dirigimos con pasos impensados y leales.
La explicación es la tumba del poema; sin embargo, el juego se encuentra abierto: «Gritábamos porque ansiábamos retomar el juego, porque llegaba el camión de los helados y teníamos unos pesos», escribe Melisa en «Los chicos del barrio». Si no hay juego, no hay vida, ni imaginación, ni crimen. El concepto del juego puso en entredicho los primeros pensamientos de Wittgenstein, la filosofía de Huizinga, la poesía de Roger Caillois y, ¿por qué no?, de todos nosotros, extraños animales pensantes que balbuceamos verdades y sufrimos intuiciones desde nuestra conciencia que duerme maliciosa en el más allá de la ciencia. «Soy un cuerpo que, al ser, es todos los cuerpos», escribe Arzate Amaro en «Siendo». Somos, pero continuamos jugando a ser, a delirar, a insultar, a matar con la palabra, a describir lo que no somos siendo. Juego y ser permanente se entrelazan en cambio y permanencia: no podría ser de otra manera.
En los poemas de Entera nueva me encuentro ante tres de mis grandes debilidades. El agua, en primer lugar: su eterno andar transgrediendo todo aquello que se presenta impermeable: «Porque ningún agua limpia lo que se deposita en las grietas de las manos», escribe Melisa en «Impluvium».¿Qué es capaz de limpiarnos de nuestras andanzas morales, físicas, corrientes? Ni siquiera el agua, porque contiene lo que somos: el agua, sea muy clara, límpida, cristalina, es siempre sucia, sucia porque de su silueta cambiante y líquida vamos y venimos, no por vía del pecado original, sino porque hay una suciedad intrínseca al ojo, a nuestro malestar y desvarío: a la intuición antropológica de aquello que nos forma y da figura.
Mi segunda debilidad, expuesta en estos poemas con honrada energía, es la guerra ante la injusticia; hartos de tanto mequetrefe que nos promete un futuro bienhechor, ¿no estamos acaso cansados, devastados moralmente? Un cansancio metafísico, siempre presentido y a la vez vivido. ¿Nunca se irán todas estas personas, lacras bípedas, miserables que gobiernan, lucran y le arrebatan el alma a su comunidad? En Entera nueva encontrarán eco o raíz de este agravio indecente. «No se naufraga hasta que se ha bebido todo el mar», escribe Melisa, en «Zíngara». Pues así me encuentro yo, como tantos: ahogado de beberme el mar, náufrago, eremita marino a causa de mis ideales, que son agua que trasmina y se va.
La tercera de mis pasiones o debilidades no podría ser otra: es la palabra en la historia humana. En Entera nueva la palabra y el lenguaje son la clave o la esencia de las dudas y certezas, del misterio y la afirmación, pero también rodeo festivo en la geografía del cementerio: Melisa ausculta los orígenes de la palabra y su ser, se pregunta y responde con la fuerza y el vigor de la palabra misma. No podemos decir lo que queremos expresar, pero la palabra es un eufemismo, una compleja y traidora manera de darse a los otros, a nosotros, porque jamás podremos transmitir la sangre de nuestro canto o pensamiento: la palabra es filantropía que hemos edificado a lo largo de los siglos; mejor: que nos acompaña desde niña, cuando fuimos casi piedras.
Finalmente, diré que en Entera nueva existe una ambición topográfica y lingüística desbordante; referencias al budismo, a la tradición vasca, a palabras inusuales que ya pocos comprenden, a regiones olvidadas y míticas, a la herbolaria y a todo lo que se liga a lo humano o nos ha dado tradición desde milenios atrás. Lo que resulta extraordinario es que aquí no gana el diccionario o el conocimiento aventurero, sino la rabia, la afirmación contundente, la duda y el odio a los agravios contemporáneos que sufre la humanidad; el desasosiego que nos imponen las palabras. Leyendo estas páginas recuerdo el lirismo culto y consciente de Vicente Huidobro, sus desplantes verbales, ansiosos; y entonces no me queda más que recordar el gusto, la experiencia de su lectura. Entera nueva es un libro que merece leerse con cuidado y con humildad; de lo contrario estaríamos comprendiendo a medias nuestro destino. Y después, amainada la tormenta y las velas quietas, serenas, tal como lo ha escrito Arzate en la última hoja de su libro: «Anda, ahora ve a amar».
Guillermo Fadanelli (Ciudad de México, 1960). Entre sus libros se encuentran Mariana constrictor(Almadía, 2011), Meditaciones desde el subsuelo (Almadía, 2017) y Lodo (Almadía, 2018).