No sé cómo obtuve un pez suicida
Lolbé González
No sé cómo obtuve un pez suicida. Parecía un animal común. A raíz de esto escribí un mecanismo de defensa que empieza diciendo: quisiste ser pecera. Uno pensaría que después de tanto tiempo fuera del agua hay falta de aire, dolor de cabeza, intranquilidad, confusión. Es asombrosa la capacidad de la memoria para echar su humo blanco sobre asuntos esenciales. “Tu pez se suicidó”, me dijo, le pareció gracioso.
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Para tener hijos había que inyectarnos en el corazón. Madre no quería hacerlo, algo la obligaba. Cuando no pudimos retrasar más el procedimiento, aproveché para saltar un muro y escaparme. Me fui a pasear entre los puestos de ropa vieja que huele a humedad, vestidos en el paso previo a ser desechados o pantalones que han alojado por lo menos unos tres pares de piernas distintos.
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Era verano cuando fui a ver al doctor. “Acompáñeme, por favor, abra la boca”. Algunas cosas son frágiles como cristal de adornito de feria. Por eso cuando el polvo se acumula encima es mejor soplar brevemente, casi sin establecer contacto con el material. Él tomó una muestra de mi saliva y se la tragó. Como si eso fuera a aliviarme o como si con eso pudiera saberse alguna cosa decisiva sobre mí. No repliqué. Alguien entró a la blanca habitación y, sin atender a ninguna otra cosa, dijo: “Muy bien, doctor Fraude, se me va de aquí”.
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Tengo mis propios problemas. No puedo pasarme la tarde acercando la oreja al interior de un caracol para descifrar el mensaje reiterativo de un mar del que ahora me encuentro lejísimos. ¿No lo has notado? La pregunta por la causa es una trampa, pensar que de haber tenido antes cierto conocimiento uno hubiera podido redirigir el cauce de las costas. En cualquier caso, es esa la única respuesta que obtendrás: escucha con atención.
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Tuve que levantarme, dejar el sitio que antes ocupaba junto a él. Fue así como empecé a vagar. Ninguno de los ahí presentes me permitía ocupar asiento alguno. Ni siquiera en lo que yo descansaba. ¿En qué puede perjudicarles?, pensé. Pero nadie atiende a los razonamientos de una sinlugar, porque para poder reclamar un sitio es requisito haber tenido otro previamente.
Silencio
Despertarse con la cara mojada por las lágrimas de un sueño en el que todavía se tiene un pie. El otro pie aún dentro de la hamaca. Tus padres ya no quieren que vayas a su cuarto de madrugada. A esa estructura de madera y malla de mosquitero le llamábamos puerta. Con la oscuridad venía el olvido de la frontera. Jale, empuje. Las instrucciones típicas que toda puerta proporciona. Jale, empuje. Pero nada. La aldaba, demasiado arriba como para alcanzarla. Demasiado afuera. Únicamente podía liberarla alguien desde el exterior. Sólo quedaba gritar para pedir auxilio, pero no salía la voz. Nada más hilos de saliva o movimiento de la boca, pero ningún sonido. Lo terrorífico era ese silencio o la sospecha de haber perdido la capacidad de decir.
Llaves
Medio día con el resistero en la cara y el potaje encima de la mesa del comedor. Primero el pasador metálico. Como si cada mano tuviera la posibilidad de sacarle un sonido diferente. Yo sabía distinguir quién estaba ejecutando el pasador sin siquiera asomarme por la ventana. Luego el plac, plac de un paso que se dirigía a la puerta junto a las mesas y con el plac, plac, las muchísimas llaves aporreándose en el llavero. No sabemos el día ni la hora, pero podremos identificarlo cuando llegue: el pasador, las pisadas, las llaves. Tengo manchado todo el uniforme, estoy andando en calcetines, no hice la tarea. Me van a matar.
Pesadilla
En una casa de ricos con, por supuesto, escaleras curveadas, que era el tipo de escaleras que en las novelas tenían las casas de los ricos. Eras ayudante de fotografía del diablo. Una cita por la tarde para hacer el retrato de una familia. Alfombra roja. Él era el fotógrafo y tú su asistente. Tú eras, sin embargo, la encargada de apretar el botón que acabaría con todos ellos. Te conduces como si no tuvieras elección. Recuerdas haberle rogado. Te parecía una lástima que una familia tan feliz tuviera que morirse. No iba a haber sangre y no había propósito. Morirían cuando tu dedo hiciera clic en el botón y eso era todo. Tú te condenarías al fuego eterno. Nada era trágico. Todo era rojo. Especialmente las alfombras, que eran cosa de ricos y de ficción en una ciudad tan cercana a la costa; pero con la maldad al alcance de la mano. Clic. Sonrían. Adiós.
Lolbé González (Mérida, Yucatán, 1986). Maestra en Psicología Clínica por la Universidad Autónoma de Yucatán. Es docente en la licenciatura en Lengua y Literatura Modernas de la Universidad Modelo. Participó en las antologías Yo quería llamarme Emilio, como tú, y otros poemas (Grafógrafxs, 2021), Blavatsky. Antología del taller de poesía de Grafógrafxs (Grafógrafxs, 2022) y Desgracia, ebriedad, locura y tal vez Illinois. Poemas de amor de Grafógrafxs (Grafógrafxs, 2022). Es autora de Quiscalus mexicanus (Grafógrafxs, 2022) e integrante del taller de poesía de Grafógrafxs.