ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

The Pierre

Rodrigo Ramírez del Ángel

 

 

Escogió Nueva York aunque no lo conocía en la vida real. Era la quinta vez que saltaba desde la punta del hotel The Pierre, justo frente al Central Park. En cada una de las cuatro simulaciones anteriores su porcentaje de éxito se acercaba al cien, por lo que había decidido llenar el formulario correspondiente para que la empresa le comprara su boleto de avión. Era otoño dentro de la simulación. Lo escogió así por una película cursi sobre una pareja que se reencontraba muchos años después de manera fortuita en esa ciudad y en esa época del año. Sintió náuseas al verla y pensaba que morir ahí sería la forma ideal de olvidar esa película. Mientras caía, el olor al musgo del follaje ambarino le llenaba los pulmones. En el aire vio a un hombre caer paralelo a ella. Ya había compartido simulaciones previas. El sacrificio en el Templo Mayor o ser crucificado junto a una figura virtual de Jesús eran tan requeridas que los usuarios suelen morirse rodeados de otros suicidas. Cuando la ataron a un poste desnuda y lanzaron una lluvia de flechas sobre ella estuvo acompañada por otros interfectos que en su escarmiento proferían gritos agónicos más enérgicos que los suyos. Se sintió juzgada y terminó la simulación con un porcentaje de predicción de éxito menor de setenta. Ese número le pareció bajo: la posibilidad de intentar matarse y fracasar le aterraba. Cuando encontró que Nueva York en otoño, en la cima de ese edificio, era una simulación exclusivamente para ella, sus porcentajes subieron acercándose al 100. «Soy una suicida solitaria», pensó. La certidumbre de perfeccionar su muerte le daba tanta tranquilidad que más de una vez se descubrió con una sonrisa en la cara.

El hombre que caía junto a ella, que rompía su soledad, ignoraba su presencia. «Tiene la mirada triste», pensó mientras los cabellos de ambos revoloteaban. «Bueno, ¿aquí quién no tiene la mirada así?», se dijo. Vislumbró una pequeña lágrima que escurría para arriba al salir de su compañero de suicidio, y al ver que la gota se separaba de él, un impulso por salvarlo surgió en ella. Movió los brazos para acercarse, como si nadara, sin tener idea de qué haría en el momento de tenerlo en sus brazos. A centímetros de tocarlo, ambos chocaron con el piso y ella despertó. Se quitó los cables de sus sienes y con los ojos bien abiertos vio cómo la tapa gris del ataúd antisensorial se abría para mostrarle el cuarto aún oscurecido. El silencio sólo era roto por el leve meneo del agua tibia en la que flotaba. La puerta se abrió y el encargado, con un mohín de decepción, le dio el número: ochenta y cinco por ciento de probabilidad de éxito. Le sudaron las manos, no aceptaría nada abajo del noventa y siete. Esa caída jamás le había parecido tan larga ni tan cerca del fracaso. Con el verano a punto de terminar y el vuelo ya comprado por la empresa, sería imposible posponer su intento real un año más. «Tengo que simular de nuevo», le dijo enérgica al encargado. Él le recordó que por políticas de la empresa sólo se podía hacer una simulación a la semana.

Esperó con zozobra. Apenas podía probar bocado. Ese hombre de los ojos tristes había arruinado sus planes. Pasó la semana sin sonreír una sola vez y sin bañarse. Caminaba en un vaivén en el pasillo de su departamento y al final golpeaba la puerta del baño hasta que sus nudillos escurrían sangre. «¿Por qué quise salvarlo?», se decía entre cada golpe.

 

Regresó a Nueva York en otoño, a la cima del hotel The Pierre, con la brisa entre las hojas moribundas del parque, pero ahora estaba completamente sola. Con una lágrima en su mejilla y después de tomarse más tiempo de lo usual, saltó por sexta vez al vacío. Su pelo grasoso apenas y revoloteó. «Sesenta y ocho por ciento», le dijo el encargado. «¿Será que algo te está distrayendo?, porque estos números no son para nada prometedores». Salió aún escurriendo del ataúd y lo tomó del cuello de la camisa. «La semana pasada simuló un tipo», gritó, «uno de ojos tristes, sí, como los de todos nosotros, y saltó al mismo tiempo que yo. Necesito saber quién es y por qué escogió Nueva York en otoño». El encargado se negó a darle información aduciendo la confidencialidad de los suicidas. «Suelen ser personas muy reservadas», dijo acomodándose el uniforme.

Hizo tres simulaciones más y en cada una bajó su probabilidad de éxito. Derrotada, arremetió contra sí misma por no aprovechar a tiempo el éxito previo. La fecha establecida por la empresa para su partida a Nueva York se acercaba y ella cada vez se sentía más renuente al viaje. Después de su último intento, quiso escabullirse y adentrarse en la empresa para buscar algún registro del hombre de los ojos tristes. Distrajo al encargado diciéndole que algo estaba mal con el ataúd sensorial y mientras se puso en cuclillas para revisarlo, ella entró a la oficina desde donde se operaban las simulaciones. Era un cuarto con sólo un monitor y un zumbido que la ensordeció de inmediato. Antes de que pudiera acercarse a la computadora, el grito del encargado la detuvo. «Te salvas de que no te expulse del programa sólo porque has sido una clienta fiel», le dijo mientras la sacaba de ahí del brazo. Ya afuera, decidió plantarse cerca de la entrada de la empresa con la esperanza de ver al hombre de ojos tristes. Pasó esa tarde, la noche y la mañana siguiente oculta sin éxito. La empresa tenía locaciones en todo el país y pensó en trazar una ruta para recorrer todas, pero aun así le parecía poco probable que se lo topara.

Las vueltas que daba en su departamento incrementaban de velocidad. Sus pasos golpeaban tan duro el piso que retumbaban por el pasillo. «Todo por querer salvar a ese pendejo», se dijo entre golpes a la puerta del baño. Acumuló tantos platos sucios en su cocina que prefería no comer. Y si lo hacía, era una media porción de avena y una papa hervida que preparaba en la misma olla sin lavar. El sabor no le importaba. Le perdió el sentido a la vida en el momento en que ya no pudo controlar su muerte. Ni siquiera ir al baño le parecía lógico, por lo que orinaba en botellas de plástico. La menstruación le escurría por las piernas. Durante las noches, sólo pensaba en aquel hombre, en la brisa virtual neoyorquina moviendo sus caireles y el vacío de su estómago justo antes del golpe final. Arañaba las colchas por el temor de fracasar en su suicidio. La única amiga que aún la frecuentaba se acercó a ella. «Estás deprimida», le dijo. «Te tienes que atender. Dime qué te pasa y te ayudamos». Ella negó con la cabeza. «¿Es por algún hombre?». «No», respondió. Era mentira.

Había escuchado los rumores. Los suicidas no son asiduos al chisme, pero se decía que la empresa, una vez aprobado el permiso para el suicidio, era enérgica en ejercer la petición. Eran los únicos con el permiso gubernamental para proveer suicidios y el riesgo de perderlo los forzaba a ser estrictos. Se sabía de suicidas al borde de las lágrimas, temerosos de morir, suplicando absolución y, sin embargo, todos intentaron morir. Pocos fallaron. Ella estaba recluida en su apartamento con el tipo de ojos tristes en su mente, entre pilas de basura y con cajas llenas de botellas de sus orines, temerosa de fracasar en su muerte y seguir viva pese a su voluntad, cuando, después de unos golpes en la puerta, tres encargados con el uniforme de la empresa la tumbaron. Ya era octubre: la fecha de su vuelo había llegado. La obligaron a bañarse y vestirse, y la llevaron al aeropuerto en una camioneta del mismo tono gris del de los ataúdes antisensoriales. Ella apenas opuso resistencia. Los encargados le advirtieron que no permitirían fallas: «Tenemos ojos en todas partes», le dijo uno de ellos.

 

 

Llegó a Nueva York un cinco de octubre, la fecha álgida del otoño en la ciudad. Después de visitar el Met y subir el Empire State sintiendo absolutamente nada, caminó al parque. El crujir de la hojarasca era idéntico al de las simulaciones. La cima de los edificios parecía desvanecerse entre el cielo y las nubes. Se detuvo bajo un árbol de corteza húmeda. Miraba a la gente pasar. «Alguno de ellos será un encargado», se dijo. Una hoja anaranjada cayó frente a ella bailando entre el frío de la ciudad. «Está muerta», pensó, «sola se ha tirado del árbol para morir». Nadie a su alrededor prestó atención a la hoja suicida, a sus caminatas, a los zapatos aplastando a otras en el suelo. Se imaginó como una de esas hojas muertas y su pecho fue invadido por una tibieza que hizo que de la resignación pasara al arrojo.

Como lo había simulado, dentro del hotel The Pierre se escabulló de los encargados de la recepción y llegó hasta el elevador de carga. Al abrir la puerta que da acceso a la azotea, notó que el frío era más fuerte de lo que recordaba, pero la brisa en su cara le aseguró que la probabilidad de éxito sería cercana al cien. Así tenía que serlo. La ciudad respiraba con el barullo del tráfico. El sol se ponía entre los edificios erráticos. Escuchó un grito de alerta. Sus piernas se tensaron. «Es el momento», se dijo. No iba a permitir que alguien interrumpiera su suicidio. Se quitó los zapatos. Dio tres zancadas y su figura desapareció frente al borde del edificio. El hombre de los ojos tristes corrió hacia ella. Era demasiado tarde. Se talló la cara. «Tanto esfuerzo», se dijo entre dientes, «tanto tiempo».

 

Rodrigo Ramírez del Ángel (Veracruz, México, 1985). Ha sido becario del PECDA Nuevo León y del Centro de Escritores de Nuevo León. Coescribió el guion del cortometraje Cómo hacer una nube, basado en un cuento de su autoría. Ganó el premio Nuevo León de Literatura 2020 con su novela Dinero para cruzar el pueblo (CONARTE, 2021) y el Premio Nacional de Cuento Corto «Eraclio Zepeda» con su libro Tesis de la soledad.