ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Potencialidades negativas[1]

Felipe Cussen

 

 

No he leído todos los libros de Mario Vargas Llosa, pero puedo afirmar sin ninguna duda que el peor de todos es La civilización del espectáculo, un ensayo, tan ofuscado como mal argumentado y desinformado, en el que dispara contra todos los males de la modernidad. Destaco uno de sus pasajes para iniciar una breve reflexión sobre la literatura y las tecnologías digitales:

La televisión es hasta ahora la mejor demostración de que la pantalla banaliza los contenidos —sobre todo las ideas— y tiende a convertir todo lo que pasa por ella en espectáculo, en el sentido más epidérmico y efímero del término. Mi impresión es que la literatura, la filosofía, la historia, la crítica de arte, no se diga la poesía, todas las manifestaciones de la cultura escritas para la Red serán sin duda cada vez más entretenidas, es decir, más superficiales y pasajeras, como todo lo que se vuelve dependiente de la actualidad. Si esto es así, los lectores de las nuevas generaciones difícilmente estarán en condiciones de apreciar todo lo que valen y significaron unas obras exigentes de pensamiento o creación, pues les parecerán tan remotas y excéntricas como lo son para nosotros las disputas escolásticas medievales sobre los ángeles o los tratados de alquimistas sobre la piedra filosofal.[2]

Tengo varios reparos contra esta exagerada opinión, y el primero de ellos es que no considero agotadas las discusiones sobre los ángeles: en 2015 tuve la suerte de asistir a una fantástica conferencia de Alois M. Haas dedicada precisamente a la vieja pregunta de cuántos ángeles pueden bailar en la punta de un alfiler. Pero en vez de contraatacar sus posturas, preferiría establecer un contraste con otro prócer de la literatura latinoamericana del siglo XX, Octavio Paz, quien, unas décadas antes, valoraba la relación directa de la poesía con sus diversos soportes:

La poesía ha convivido con todas las sociedades y se ha servido de todos los medios de comunicación que esas sociedades le han proporcionado, desde las conchas y caracoles marinos hasta los instrumentos musicales más refinados, de la inscripción sobre un ladrillo al manuscrito miniado, del libro al disco y la banda magnética.[3]

Paz se manifestaba, además, extremadamente optimista por las posibilidades que ofrecía la televisión:

En la pantalla de televisión confluyen las dos grandes tradiciones poéticas, la escrita y hablada. La pantalla es una página favorable, incluso por sus dimensiones, al diseño de composiciones no menos sino más complejas que la ideada por Mallarmé […] las imágenes visuales y los elementos sonoros, en lugar de ser meros adornos, pueden transformarse en partes orgánicas del cuerpo mismo del poema.[4]

No ha sido la pantalla de televisión, sino la del computador o la del teléfono móvil la que permitiría hoy la concreción de esta utopía de Paz, tanto como el apocalipsis que predica Vargas Llosa. Y sus posturas no dan cuenta, por cierto, de la gran cantidad de matices y complejidades que es posible encontrar en el ámbito de la literatura, el arte y los medios producidos y difundidos a través de internet. Pero creo que, por lo mismo, reflejan muy bien los discursos más frecuentes a nivel público en torno a estas problemáticas, que tienden excesivamente a uno de ambos extremos. Basta recordar las caras de espanto que provocó hace unos años el surgimiento del e-book y el (hasta ahora) errado diagnóstico que alertaba ante la desaparición del libro impreso. Lo mismo sucede con la reciente ola de optimismo que ha provocado el supuesto “renacimiento” de la poesía gracias a las redes sociales, apoyado comercialmente por importantes grupos editoriales y celebrado por muchos medios de comunicación. “La poesía estalla en las redes”, se titulaba un artículo del diario El País de España, que presentaba este fenómeno:

No son cantantes, ni presentadores de televisión, sino poetas. Es el último domingo de la Feria del Libro de Madrid, y las vallas están fuera para ordenar la fila, que apenas empieza a formarse junto a la caseta donde firmarán. Cristina, de 17 años, descubrió los versos de Escandar Algeet en un vídeo de YouTube —“es romántico y ha sufrido por amor, pero no es ñoño”.[5]

En efecto, plataformas como Facebook, Twitter e Instagram son hoy uno de los espacios privilegiados para la difusión de textos escritos o leídos en voz alta, que en el caso de los autores más exitosos también desembocan en el papel. Uno de los casos más sonados fue la tercera edición del premio EspasaesPoesía, dirigido a escritores de este ámbito, que pueden participar sin seudónimo. En el año de la pandemia fue otorgado al venezolano Rafael Cabaliere, un poeta del que prácticamente no había información, pero que contaba con miles de seguidores en sus redes sociales. La polémica creció a tal punto que la propia editorial tuvo que salir a desmentir que fuera un bot, y le pidió a Cabaliere que grabara un video para demostrar que era un poeta de carne y hueso.

El crítico Martín Rodríguez Gaona, autor de La lira de las masas, ha acuñado el concepto de “poesía pop tardoadolescente”,[6] y relaciona estas nuevas figuras con los modelos de celebrity o influencer: “Los productores simbólicos virtuales ejercen una autorrepresentación, una performatividad alrededor de sí mismos, en la que la frivolidad, la imaginación y el esteticismo, sin dejar de responder a conflictos personales, se transforman en un espectáculo gracias a la intervención de otra mirada (la de los seguidores y los fans)”.[7] Este fenómeno, paralelo en otros contextos como el anglosajón con figuras como Rupi Kaur, ha provocado un rápido rechazo de gran parte de la comunidad literaria más tradicional. En esa respuesta se cruzan variables de diversa índole: una concepción más elitista de la poesía, el fetichismo del soporte del libro impreso, una incomprensión de los modos de relación a través de redes sociales y probablemente la envidia frente a los éxitos de ventas. También se mezcla con la crítica al contenido excesivamente transparente y la escasa destreza técnica que demuestran estos escritores más preocupados, como dirá también Rodríguez Gaona, de proyectarse como un producto: “La primacía de la autorrepresentación hasta constituir la imagen y la obra en una marca (el branding)”.[8] En el marco de esta reflexión, habría que añadir un punto relevante: en la mayoría de estos célebres autores no existe un uso crítico de las tecnologías, pues no van más allá de la grabación de una lectura o una imagen con un texto escrito. Sólo en algunas ocasiones hay un nivel de producción mayor, que a veces redunda en un formato más cercano al videoclip, pero no hay una diferencia sustantiva respecto a la experiencia habitual de asistir a una lectura u hojear un libro. Lo que prima en este esfuerzo pareciera ser más la posibilidad de ampliar el espectro de propagación, adhiriéndose de manera acrítica a las plataformas disponibles, acorde con la voluntad explícita de proponer una comunicación muy fluida y afectiva con el receptor, antes que indagar en otras posibilidades textuales y extratextuales que implican una propuesta y un desafío distintos. Dicho de otro modo, a diferencia de Cristina, a mí todo esto me parece muy ñoño.

Los más enojados con todo esto deben ser aquellos académicos, escritores, artistas y programadores que desde hace mucho tiempo han investigado y reflexionado concienzudamente sobre las posibilidades que ofrecen las tecnologías digitales para la producción poética, y literaria en general. Ya desde los cincuenta, con los poemas estocásticos de Theo Lutz, han surgido una infinidad de obras que utilizan procedimientos permutatorios, aleatorios o generativos, que permiten que las palabras cobren distintas formas, colores, sonidos y movimientos, que el texto esté conectado a otros textos mediante hipervínculos, o que se permitan diversas formas de interacción. Esta evolución, además, ha estado ligada no sólo a los sucesivos avances tecnológicos, sino también a la vinculación estrecha con movimientos y tendencias de carácter experimental, como la poesía concreta, Fluxus, OuLiPo, la narrativa postmoderna y más adelante la escritura conceptual, entre otros. Ya desde los noventa, con la masificación de los computadores y el auge de internet, existe una consolidación de lo que hoy entendemos como literatura digital o literatura electrónica. A pesar de que su impacto a nivel masivo aún es limitado, dentro de este campo actualmente existen varias redes, proyectos de investigación colectivos, congresos, que además operan con mucho dinamismo a nivel internacional. La entidad más conocida es la Electronic Literature Organization (ELO), que por más de veinte años ha generado numerosas publicaciones, archivos y encuentros. En 1999 definían así su ámbito de acción: “Electronic literature refers to works with important literary aspects that take advantage of the capabilities and contexts provided by the stand-alone or networked computer”.[9] Desde entonces, se ha ampliado el rango de obras que calzan en esta categoría, poemas o narrativas hipertextuales, poesía animada, ficciones interactivas, apps literarias, proyectos colaborativos, y obras generadas por computadores, entre otras. Una generosa muestra se puede encontrar en las cuatro versiones de su Electronic Literature Collection, publicadas en 2006, 2011, 2016 y 2022. Es evidente que esta ampliación de procedimientos, soportes, estructuras y formas de interacción es considerada de manera casi unánime (no sólo dentro de esta asociación, por cierto), como una virtud. Así se observa en otras definiciones similares, como la de Talan Memmott en 2006: “Digital poetry presents an expanded field of textuality that moves writing beyond the word to include visual and sound media, animations, and the integrations, disintegrations, and interactions among these signs and sign regimes”.[10] E incluso en otras más recientes, como esta de Leonardo Flores (actual presidente de la ELO): “I define electronic literature as a writing-centered art that engages the expressive potential of electronic and digital media”.[11] Esta valoración es muy notoria, también, cuando muchos creadores se refieren a sus propias obras y destacan aquellas posibilidades que han desarrollado gracias a la tecnología. Con mucha menor frecuencia se escuchan voces más ponderadas, como la de Friedrich W. Block en 2004, quien, junto con enfatizar que no tiene sentido considerar la poesía digital como una novedad radical, propone: “Aesthetically speaking, digital poetry will not gain so much by operating within its very specific media, as by operating with or against said media”.[12] En vez de términos positivos, como “potencial”, “expansión”, “provecho”, y otros comunes en la mayoría de las conceptualizaciones, quiero poner el acento en la fuerza que podría cargar una de las palabras que utiliza Block: “contra”.

Esta posición es la que hoy me parece más atractiva. Se trata de una tendencia en la que se privilegia alterar el funcionamiento esperado de un determinado software o hardware, y dejar espacio para la pérdida de control, el azar o el error. Respecto a las otras posturas, es evidente su distancia con el fatalismo de Vargas Llosa o la inocencia de los poetas de Instagram, pero también está lejos de la voluntad de aprovechar al máximo todos los recursos disponibles que caracteriza a muchos practicantes de la poesía digital o la narrativa hipertextual. Por ejemplo, para su serie Oblique archive, Francesca Capone escaneó digitalmente poemas que movía sobre la pantalla durante el proceso, y que dieron como resultado versos deformes y difícilmente legibles. Eugenio Tisselli, por su parte, creó “Philosophy of Language”, que consiste simplemente en una página con un texto relativo a ese título. Cada vez que alguien la visita, sin embargo, se reemplaza una de sus palabras por un sinónimo, por lo que se va alejando cada vez más del original. Asimismo, el proyecto “coded poetry” de Jörg Piringer recurre a los mismos algoritmos que utilizan las corporaciones multinacionales y las agencias de inteligencia, pero para crear textos absurdos y reiterativos, que son leídos por la voz sintetizada de un computador. Estos casos se relacionan directamente con el uso del glitch, el circuit-bending, las imágenes o sonidos en baja resolución, la utilización de máquinas antiguas, la estética lo-fi, en la música y artes visuales. En gran parte de estas obras hay un impulso político latente, en la medida en que se alejan de la constante celebración de las novedades tecnológicas y la noción de desarrollo económico y social que simbolizan.

Podríamos acercarnos más, incluso, a lo que cabría denominar una vía negativa, en la que se destaca no aquello que la tecnología puede hacer, sino lo que no puede hacer. Dicho de otro modo, en vez de considerar un programa o un computador como un abanico de posibilidades, se asume como una serie de restricciones y límites. Así, se resalta la inutilidad y la irrelevancia, justamente los valores opuestos que suele encarnar la tecnología. Aunque no estoy seguro si aún podríamos calificarlos de “literatura”, pues en esta zona la categoría se vuelve cada vez más imprecisa, hay un conjunto muy significativo de ejemplos recopilados por Nick Montfort en “No Code: Null Programs”.[13] Este artículo toma como punto de partida el libro No Medium, de Craig Dworkin,[14] quien estudia una gran cantidad de obras en blanco, invisibles y silenciosas. Montfort propone sumar a este conjunto una serie de programas computacionales vacíos o que no tienen código. Uno de ellos es la página colaborativa “Rosetta code”, en la que se proponen tareas de distinto tipo para llevar a cabo en distintos lenguajes computacionales, como “Empty program”: “Create the simplest possible program that is still considered ‘correct.” Una posibilidad es escribir el comando “RUN” en lenguaje BASIC, que no activa ninguna operación, o simplemente no escribir nada. En esta misma línea se encuentra el artículo “Language Without Code: Intentionally Unusable, Uncomputable, or Conceptual Programming Languages”, de Daniel Temkin,[15] quien menciona, entre otros, el lenguaje Whitespace, que sólo funciona con tres caracteres que corresponden a espacios en blanco: “space, tab, and return”. Los soportes también se prestan para estas intervenciones inútiles: el propio Craig Dworkin, junto con el percusionista Jarrod Fowler, publicaron en 2011 el disco Rhytmic Fact, un CD que, de manera absolutamente tautológica, lleva impreso en una de sus caras un listado con todos los componentes químicos de la tinta y el mismo disco, pero que no contiene ninguna música o archivo, pues está vacío. Se percibe con claridad que aquí los recursos disponibles son malgastados y desvirtuados, y se subraya el sinsentido inherente a cualquier pretensión de comunicar un mensaje. Sólo quedan, frente a nosotros, una serie de reglas o materiales inútiles. Quizás parezca una comparación muy exagerada, pero de algún modo estas obras resuenan para mí como ecos del esfuerzo de Beckett, empeñado en empobrecer su lengua y mostrar únicamente sus restos.

Para finalizar, quisiera ponerme a la fila detrás de estos inspiradores artistas con un ejercicio propio. Hace un par de años, durante una clase dedicada a este tipo de menesteres, nos preguntamos con mis alumnos cuál sería la cantidad de páginas en blanco que soportaría un documento de un programa de texto. Escogí el programa Pages, de mi MacBook Pro comprado en 2016; la decisión se basó simplemente en que ese era el computador que tenía a la mano en ese momento, pero además porque me parecía más atractivo que el título del programa (y de la obra) fuera Pages y no, por ejemplo, Word. A medida que avanzaba, primero de a una página, y luego copiando y pegando conjuntos más grandes, el programa comenzaba a funcionar más lento, y el conteo se volvía más impreciso. Aunque mi objetivo era alcanzar 1 000 000 de páginas, tuve que detenerme lejos de la meta porque el programa ya no podía abrir el documento. Luego de algunos meses sin decidir qué hacer, pensé que sería interesante compartir este fracaso, para mostrar una obra que había quedado herméticamente cerrada para su propio creador. Recientemente tomé el archivo y, junto a una breve explicación en otro archivo PDF, lo puse en una carpeta y lo comprimí (así descubrí, de paso, la eficiencia de este proceso porque el peso total descendió de 17,7 MB a 1,1 MB). Luego subí la carpeta a Dropbox, bajo el humilde título Pages, para que cualquier interesado pudiera bajarla y tratar de abrirla. La mayoría de los amigos a los que avisé y lo intentaron tampoco lo lograron, pero uno de ellos que tenía un computador más nuevo que el mío sí pudo, aunque ese resultado le pareció paradójicamente frustrante. Para ampliar su difusión, quise colocarlo también en el sitio web de Naranja Librería, una librería especializada en libros de artista. Les pedí que lo ofrecieran de manera gratuita, pero me dijeron que, debido al funcionamiento de la página, no podían poner como precio $0. Finalmente, acordamos el valor de $1 (aproximadamente €0,0013). No sé si alguien lo haya comprado todavía, pero me parece divertido que un mismo “libro” (o lo que sea) pueda tener valores tan distintos dependiendo de dónde se adquiera. Y al menos creo que este ejercicio, como los que le han precedido, puede adquirir un particular sentido en estos tiempos. Cuando sólo se promueve la competencia y la eficiencia máxima, resulta provocativo trabajar de más, utilizar mal las herramientas o repetir el gesto idiota de no producir más que nada.

 

Nota: Este ensayo fue publicado en Poesia Programa Performance. Projetos, processos e práticas em meios digitais, Ed. Bruno Ministro y Sandra Guerreiro Dias, Porto, Fundação Fernando Pessoa, 2021.

 

Felipe Cussen (Santiago de Chile, 1974). Es escritor, músico e investigador. Obtuvo un doctorado en Humanidades por la Universitat Pompeu Fabra y actualmente es profesor en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile. Sus investigaciones se centran en la literatura experimental, las relaciones entre literatura, música y artes visuales, y la mística. Ha reunido textos misceláneos sobre poesía y cultura popular en Opinología (Cumshot, 2012) y La cultura entretenida (Autoedición, 2019). Ha publicado una serie de libros en distintos formatos y poesía sonora, disponibles para descarga gratuita en el sitio web https://www.felipecussen.net

 

 

[1] El punto de partida de este ensayo fue la invitación a participar, junto con Enrique Winter, en la sesión “Poética: La palabra poética en la era de lo medial”, Seminario Central de Investigación del Instituto de Arte de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, el 5 de mayo de 2017.

[2] Mario Vargas Llosa, La civilización del espectáculo (Madrid: Alfaguara, 2021), pp. 205-6.

[3] Octavio Paz, “Balance y pronóstico”, en La casa de la presencia. Poesía e historia. Obras Completas, tomo I (México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1994), p. 577.

[4] Ibíd, p. 579.

[5] Andrea Aguilar, “La poesía estalla en las redes”, El País, 25 de julio de 2014. https://elpais.com/cultura/2014/07/21/babelia/1405960941_843796.html (consultado el 22 de febrero de 2021).

[6] Martín Rodríguez Gaona, La lira de las masas. Internet y la crisis de la ciudad letrada. Una aproximación a la poesía de los nativos digitales (Madrid: Páginas de Espuma, 2019), p. 17.

[7] Ibíd., 47.

[8] Ibíd., 48.

[9] “Electronic Literature”, en Electronic Literature Directory, 2020. https://directory.eliterature.org/e-lit-resource/5183(consultada el 22 de febrero de 2021); en esta nota también se consideran otras definiciones posteriores.

[10] Talan Memmott, “Beyond Taxonomy: Digital Poetics and the Problem of Reading”, en New Media Poetics: Contexts, Technotexts, and Theories, eds. Adelaide Morris y Thomas Swiss. (Cambridge: The MIT Press, 2006), pp. 293-306: 294.

[11] Leonardo Flores, “Third Generation Electronic Literature”, Eletronic Peer Review, 2019. https://electronicbookreview.com/essay/third-generation-electronic-literature/ (consultada el 22 de febrero de 2021. Flores, además, propone una: nos encontramos en una nueva etapa de la literatura electrónica, en la que las plataformas y aplicaciones ya están masificadas, y menciona categorías como los bots de Twitter, la poesía de Instagram, los gifs y los memes. También considera el fenómeno de la validación de los poetas a través de las redes sociales, y no a través de instancias académicas o editoriales tradicionales.

[12] Friedrich W. Block, “Eight Digits of Digital Poetics”, en p0es1s. Ästhetik digitaler Poesie / The Aesthetics of Digital Poetry, eds. Friedrich W. Block y otros (Berlín: Hatje Cantz, 2004), pp. 307-17: 309.

[13] Nick Montfort, “No Code: Null Programs”, Trope-13-03, diciembre 2013. https://nickm.com/trope_tank/TROPE-13-03.pdf (consultada el 22 de febrero de 2021).

[14] Craig Dworkin, No Medium (Cambridge: The MIT Press, 2013).

[15] Daniel Tempkin, “Language Without Code: Intentionally Unusable, Uncomputable, or Conceptual Programming Languages”, Journal of Science and Technology of the Arts, vol. 9, nº 3, 2017: pp. 83-91.