ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Prólogo a la edición mexicana de Bonzo[*]

Ángel Ortuño

 

 

Adentro del lechón hay un bonito espejo donde alguien (Nadie, mejor dicho ¿o nunca mejor dicho?) grabó con arañazos las instrucciones para sacrificarlo. Como en el epígrafe de Linh Dinh, Bonzo está lleno de instrucciones: en “Efecto nocturno” cobran la tonalidad siniestra de la advertencia, la instrucción primigenia: cómo salir con vida donde nadie lo logra porque Nadie así lo manda. El poema explota la ambigüedad del posesivo “sus” de tal forma que no se sabe nunca si las espaldas pertenecen al hipotético sujeto de las instrucciones o al omnipresente Nadie que desde el cuarto verso deja de ser nombre común para volverse propio y por ello irremediablemente ajeno: él es Nadie, y nosotros sólo nadie.

Luego, en “Celebración”, el libro formula su programa: “Toda ola contiene en sí misma su reflejo e índice como un pequeño manual de instrucciones”. Bonzo es esa ola cuyo reflejo (adentro del lechón que sacrificaremos conforme leamos las instrucciones arañadas en el espejo) se despliega en sus propias palabras, siempre bajo la sombra de la glosolalia, de las sílabas más allá del sentido, que privilegian la vocalización, su componente sonoro que simula seguir los instructivos para volcarse (ola) nuevamente hacia dentro. “Celebración” imita en el delirio el discurso racional y mesurado de las explicaciones, equiparándolas al vaticinio mediante la consulta de las vísceras de un animal.

“Tipos duros” aúna la instrucción al vaticinio: lo que usted hará o lo que le pasará a usted indefectiblemente: “La voz en el teléfono es la organización material del evento”. Nuevamente, las palabras –“Como joyas o armas o dildos”– son vehículo de asociaciones inquietantes, morbosas, cuyo fondo anecdótico parece, mientras más difuso, más amenazante; la actualización de la sintaxis onírica –al margen del código convencionalmente establecido de imágenes más o menos “anormales”– es particularmente eficaz en versos como: “Cosas que no son de uso cotidiano”, cuya formulación escueta las vuelve ítem de inventario de toda pesadilla.

“Arenas movedizas y la palabra Ángel” acude a la repetición, a manera de letanía para ensamblar, por yuxtaposición, una imagen a partir de un término abstracto: el cielo es una y otra cosa, el cielo es muchas cosas simultáneamente, siempre y cuando se conserve la equivalencia entre la primera y la última palabra de cada verso: cielo y fetos; una primera alusión, en la imaginación popular, a la palabra ángel: el niño difunto o aún más, el nonato difunto. Luego de esta primera descripción (describir: “Definir imperfectamente algo, no por sus predicados esenciales, sino dando una idea general de sus partes o propiedades” y sus partes son siempre una: fetos y fetos), irrumpe el Yo, por primera vez en Bonzo. Pero hay que tomar precauciones: según el Diccionario de religiones coordinado por el cardenal Paul Pouppard, el término “bonzo” ha sido erróneamente usado para designar a los monjes budistas: los monjes no son sacerdotes porque en el budismo no existe la función sacerdotal, se trata de una palabra que, a través del portugués, proviene del japonés bo-zu, que significa “sacerdote”. Lo mismo podemos decir de este Yo en “Arenas movedizas...”, de hecho, esas son las arenas movedizas, las de la supuesta identidad de un hablante en tanto quien refiere, metafóricamente, un determinado contenido anecdótico; sin rehuir este registro (hay evidencias, el Yo menciona “Cuando mi padre enfermó”), el poema no se limita a ello sino que se ramifica, multiplica sus anclajes tanto en lo anecdótico como en lo imaginario, tendiendo puentes (palabra recurrente a lo largo de Bonzo) entre las diferentes dimensiones del texto. “Mi signo es fuego / por eso olvido todo de manera inmediata” dice uno de los versos, que nos trae a la memoria (una función secundaria del olvido, como sabemos) la imagen más conocida de un bonzo: Thich Quang Duc, quien se prendió fuego en Saigón el 11 de junio de 1963, mismo año en que nació, en esa misma ciudad, Linh Dinh, la poeta vietnamita cuyos versos sirven de epígrafe a este libro. El fuego es, también, la imagen de la identidad como devenir y no como un hecho consumado; la identidad que se desvanece y recompone dolorosamente para terminar en una nueva letanía con el icono más extendido del sufrimiento en occidente: Cristo.

“Combustión espontánea” –sigue el fuego– calcina la posibilidad metafórica de los ya mencionados puentes: no sirven para unir dos puntos lejanos, dos realidades apartadas (metáfora), sino lisa y cruelmente para colgar cadáveres de ellos, donde las letras se apilan y las sílabas lejos de nombrar, privan del nombre. Vuelve “Nadie” porque es nombrado en voz alta porque Nadie puede, pero nadie más (así, en minúscula) puede tener nombre que lo cicatrice como herida.

En “Nubes violeta a ras de piso” regresan las instrucciones, las órdenes: “Ponga las manos contra la pared / y separe las piernas”. Y también el Yo que pareciera hacernos confidencias: “Conquisté una odalisca a los doce / y la dejé preñada de mi primer hijo / el astuto / el resto de la prole ha salido mala”, sinceridad confesional saboteada por la hipérbole de la hazaña, por la aposición del mencionado hijo: el astuto (¿Odiseo?) y el anticlímax del linaje: el resto de la prole salió mala. Hacia el final del texto se presenta la clave del delirio en una sencilla frase que se repite hasta desdibujarse en una paronomasia que aparece como un flash para volver a ser lo que era, pero contaminando irremediablemente el sustantivo abstracto con el concreto: miedo-mierda-miedo.

*

Una máquina es, según el Diccionario ideológico de Julio Casares, un artificio para “transformar una fuerza en determinado trabajo útil”, pero también una “invención, un proyecto de pura imaginación”. “La máquina de matar el tiempo” transforma una fuerza... pero el trabajo es inútil; también es invención... pero uno dudaría en calificar de pura la imaginación que inventa al reconocer mediante la reiteración de una frase, una ubicación, una distopía donde incluso el placer es amenazante, o a eso se reduce: “Sé que esta es la ciudad / he bebido licor agrio entre sus piernas antes”.

El alma no es posible sin el cuerpo, afirma Lucrecio. ¿Cómo matar el cuerpo y transmutar el alma? O mejor aún, ¿cómo matar el alma, la conciencia? “Devenir animal” es el objetivo al que apunta el poema “Tiro de gracia”. Objetivo terriblemente ambiguo donde se conjugan un anhelo de la inocencia animal (la incapacidad de dañar deliberadamente: “Soñar animal”) y la constatación de la indefensión (incapacidad de defenderse del daño infligido con toda deliberación: “porque nos tomaron por asalto y ahora colgamos de puentes / colgantes”). Sintetizado en una de las imágenes más conmovedoras, en el sentido de su potencia para cimbrarnos, de todo el libro: “porque los cristales reventados a balazos son nuestras / joyas”.

“Happy Birthday No Name”, Happy Birthday to you. Eso que “a todos nos pasa una vez al año”, vagamente ominoso que puede –todo lo sólido se desvanece en el aire– hacernos desaparecer.

La reaparición del Yo lírico tiene en “Malas palabras” su apoteosis: la identificación de quien enuncia con el nombre del autor del libro, seguido de una nueva hipérbole que irrumpe para descoyuntar el discurso autobiográfico: “Diga en voz alta: Mi nombre es Luis Alberto Arellano y soy un zombie”. Además, se trata de esa voz neutra de las instrucciones. Luis Alberto Arellano no es realmente quien habla en el poema, es usted quien debe hacer esa confesión, intercambiar su lugar con el del supuesto autor del libro. Y, por supuesto, cuidar sus modales: “Si llega a salpicar, pida disculpas”.

“Caja de texto” equipara, mediante la enumeración, la escritura con la persona en tanto que ambas son estructuras y sostén de algo que no sería sin ellas –el alma imposible sin el cuerpo, la poesía inaccesible sin el texto–. Gracias a un procedimiento que invierte el conocido acercamiento, tan socorrido en el cine, de la estratosfera a un reducido espacio de una casa, en esta caja de texto va creciendo una persona, vemos formarse el “tejido, músculo, hueso y piel” y la piel que cubre las partes que apunta a sugerir un todo, mediante una composición que recuerda al cubismo analítico (por su prioridad de geometrización: “con su núcleo ordenado al lado derecho”) y culmina, otra vez, en el desvanecimiento: “Y el ausente sonido de la respiración”.

“Blackwater” es el título del texto que cierra el conjunto. Y lo cierra no sólo por su orden de aparición sino estructuralmente. De este largo poema –que merece un análisis aparte– me interesa destacar la reiteración de la pregunta por el significado. En una composición cuya pauta aparente es la asociación onírica, debidamente cuestionada por la ironía desde el inicio (“Es por eso que pregunto / si sabes descifrar los sueños. / Espero tu respuesta pronta, amable, afirmativa”), y un componente narrativo mucho más acentuado que en todos los textos precedentes, de pronto nos topamos con que no se ha dejado de hablar de lo mismo: “glosolalia, oráculo o esquizofrenia”, es decir: la imposibilidad de sentido por vía de su multiplicación delirante: el sueño dentro del sueño dentro del sueño. Del que, además, es imposible volver con una rosa; si acaso, con la incómoda certeza de que “las cabras radioactivas y la mandíbula suelta tendrán / relación entre sí”. La mandíbula suelta que articula estas palabras, al difícil modo de un zombie zahorí, y las cabras radioactivas, que no son el cordero de Dios ni nos darán la paz.

Burn, baby, burn!, le diremos al bonzo mientras esperamos su respuesta pronta, amable, afirmativa.

 

Ángel Ortuño (Guadalajara, 1969-2021). Licenciado en Letras por la Universidad de Guadalajara. Entre sus libros publicados se encuentran Las bodas químicas (Secretaría de Cultura de Jalisco, 1994), Turbo Girl. Historias de la mamá del diablo (Ediciones Aguadulce, 2015) y Gas lacrimógeno y otras cosas que no son poemas (Universidad de Guanajuato, 2018). Fue miembro del Sistema Nacional de Creadores y formó parte del Comité Editorial de Grafógrafxs. Sus textos se pueden encontrar en antologías colectivas y han sido traducidos al francés y al alemán.

 

 

[*] Este prólogo aparecerá en la edición mexicana del libro Bonzo, de Luis Alberto Arellano, que publicará Editorial Palíndroma. Agradecemos la cortesía de compartirlo a los lectores de Grafógrafxs.