ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Mi amigo Pulpito

José J. González

 

 

En casa, mi mamá tiene muchos libros. Todo el tiempo le habla a papá de ellos. Los tiene amontonados en todas partes. A veces los encontramos en la sala, en la cocina, en el pasillo o en el jardín. Pocas veces los acomoda en su librero, pues dice que ya no caben.

Ella es profesora en la universidad, y a veces pienso que a sus alumnos también les habla de sus libros. Cuando llega, me siento en sus piernas a escucharla hablar durante largas horas hasta que comienza a ganarme el sueño. Entonces papá me toma entre sus brazos y me lleva a la cama para arroparme y darme un beso en la frente; allí puedo dormir con mi hermanita, una bebé que apenas está aprendiendo a hablar.

Papá siempre deja la luz encendida porque a mi hermanita le da miedo la oscuridad. Lo que ustedes no saben es que debajo de la cama viven monstruos. Los podemos escuchar todas las noches. Gruñen y se mueven. Nunca bajamos los pies hasta que es de día y esos monstruos se van a dormir. Sí, porque también deben de dormir.

Mi mamá dice que no existen los monstruos, que todo se debe a mi gran imaginación. Muchas veces mamá ha regañado a papá porque cree que nos lee cuentos de terror. “Pero ¿cómo se te ocurre leerle eso a las niñas, eh?”, la escuché decir hace unos días. Papá se encogió de hombros y prometió no leernos más.

Los libros que nos lee papá cuando mi mamá se va a trabajar no me dan miedo, de hecho, me gustan. A veces nos lee cuentos de animales que hablan, de niños que perdieron sus dientes, de robots que quieren conquistar la tierra y de animales que viven en el mar, como las ballenas o los pulpos.

Mamá tiene un cuarto enorme para ella solita y a veces se mete allí a leer durante horas, tantas que algunas veces se queda a dormir en su sillón. Papá dice que si mamá sigue así, se volverá toda una quijota. Yo no creo que la lectura la vuelva loca, pero lo que sí creo es que a veces le hace falta un espejo y un cepillo, porque cuando sale de ese cuarto parece que los gatos se pelearon sobre ella.

Hace unos días tocaron la puerta. Yo estaba en la cocina comiendo con papá y la bebé; pensamos que era mamá. Papá se levantó y se asomó por la ventana para ver si el auto de ella estaba afuera, pero no vio nada. Entonces volvimos a escuchar que tocaron la puerta. Brincamos de susto, pues casi nadie viene hasta la casa a visitarnos. Papá fue hacia la puerta. Mi hermanita y yo nos quedamos en silencio. Sin abrir, preguntó con voz fuerte quién tocaba.

—El correo, señor —dijo un muchacho.

 

—¿Correo? —preguntó papá con cierta duda.

 

—Sí, es un paquete para la señora Eva —respondió el muchacho.

 

Papá abrió la puerta. Afuera estaba un muchacho flaco, alto; era tan blanco que parecía que se había puesto harina en la piel; su cara era similar a la de un pescado. No me crean, pero yo puedo decir que medía casi dos metros o más. Papá pidió que le entregara el paquete a él. El muchacho le dio una hoja para que firmara y se fue. La bebé me pidió que la bajara de su silla para ir hasta donde estaba papá. Antes de bajar a la bebé, me asomé a la ventana para ver de nuevo a ese muchacho, pero era como si hubiera desaparecido. La bebé y yo caminamos hasta donde estaban papá y el paquete. Afuera había quedado una caja de cartón bastante vieja y maltratada.

—No puedo creerlo. ¿Así entregan los paquetes estos señores? —dijo papá con tono de enojo.

Papá quiso cargar la caja, pero cuando intentó hacerlo se dio cuenta de que era muy pesada. Entonces intentó empujarla, pero la caja no se movió. Me acerqué a él para ayudarlo, pero en el momento que la toqué sentí como cosquillas. Fue una sensación rara. Cuando al fin pudimos meterla, cerramos la puerta. Papá se preguntó cómo un joven tan flaco pudo cargar esa caja pesadísima.

Volvimos a la cocina. Nuestro caldo de pollo se había enfriado y adentro hacía mucho frío, como cuando dejas abierta la puerta del refrigerador. Papá trató de buscar alguna ventana abierta, pero nada. Nos cubrió con una manta que tenía en las piernas y subimos a la habitación. La bebé temblaba de frío.

Papá tenía las manos más suaves que he sentido. Cada vez que tocaba mi cabello para peinarme era como si me acariciara. Me gustaba sentir el latido de su corazón cuando me abrazaba. Mamá también tenía manos suaves, pero ella acariciaba más sus libros. Papá, a diferencia de mamá, escuchaba música. Cuando ella se iba a trabajar, él no perdía ni un minuto y prendía la radio. Lo veía bailar de un lado a otro. Me enseñaba a mover los pies. Siempre decía: “Ojalá no hayas sacado los pies izquierdos de tu mamá”. Yo no entendía qué significaba eso. Así podíamos pasar toda la tarde. La bebé brincaba de un lado a otro en un intento chistoso de querer bailar. Movía las manos y balbuceaba algunas cosas que sonaban aún más graciosas.

Cuando llegó mamá, se sorprendió al ver la enorme caja que estaba casi en la entrada.

 

—¿Qué es esto? —preguntó con cierta sorpresa.

 

—Un paquete que te ha llegado a mediodía —respondió papá.

 

—¿Un paquete? Vaya a saber de quién sea porque no he pedido nada —dijo mamá con mucha seguridad.

Mamá trató de averiguar quién se lo pudo haber enviado, pero por más que buscó no encontró ningún nombre o dato. Como papá, ella también intentó mover la caja, pero no tuvo éxito.

—Qué frío hace aquí —dijo mientras corría hasta su habitación por un abrigo—. Y eso que aún no es diciembre, eh.

La caja venía envuelta con una cinta café, por lo que mamá tuvo que ir hasta la cocina y tomar un cuchillo para abrirla. Por un momento pareció desesperada, porque el cuchillo se atascaba a cada rato. Lo intentó entonces con unas tijeras, pero el resultado fue el mismo.

—¡Qué extraño! —dijo mientras se llevaba las manos hacia atrás y parecía inspeccionar la caja.

Mi hermanita y yo observábamos a mamá tratando de abrir esa enorme caja. No fue hasta casi una hora después que por fin se pudo destapar. Cuando nos asomamos a ver qué había dentro sólo encontramos otra caja más pequeña y mucho periódico. Mamá dijo que parecían ser periódicos árabes. Yo tomé un par de trozos y vi que sus letras eran muy extrañas, no se parecían en nada a las palabras que me enseñaban en la primaria. La bebé agarró otro pedazo de periódico y parecía que estaba leyendo. Todos nos reímos.

Papá trató de sacar esa caja más pequeña, pero decía que pesaba mucho. La caja era de madera roja. En algunos de sus lados podían verse pequeños muñequitos que montaban caballos y perros muy grandes. En otros lados parecía tener letras muy extrañas. Además de todo eso, venía cerrada con un enorme candado. Ese candado, según dijo mi mamá, era de oro.

—¿Quién me mandaría una cosa así? —dijo para sí misma.

 

Mamá revolvió los periódicos que estaban adentro hasta encontrar la llave. Era una pequeña llave plateada. No creíamos que esa llavecita pudiera abrir ese candado enorme. La tomó entre sus manos y giró la llave dentro del candado. Los tres escuchamos un clic muy fuerte. El viento aventó la puerta de la entrada, pues a papá se le había olvidado cerrarla con seguro. Además de eso, en la habitación de arriba se escuchó cómo el viento había azotado la puerta.

—¿Escuchan eso? —preguntó papá.

 

—Es como un sonido de flautas, ¿no? —respondió mamá.

 

—Deben de ser los hijos de los vecinos. Los dos hermanos estaban aprendiendo a tocar la guitarra y la armónica.

Era verdad. Se escuchaba un sonido muy bonito de flautas. Yo no había escuchado nada parecido. Me acerqué a papá y le pedí que me abrazara. Mamá abrió con mucho cuidado la caja de madera y vio que en el interior había un libro envuelto en tela roja. Lo tomó con cuidado y, para sorpresa de ella, pesaba lo mismo que una pluma o un cabello.

Con delicadeza, retiró la tela que lo cubría y todos pudimos ver que se trataba de un libro viejo y gastado. Mamá pensó que todo esto había sido planeado por papá, pues él sabía que era una amante de los libros, pero papá parecía no querer decir la verdad, pues negaba que él hubiera pedido ese extraño paquete. Yo le creía a él.

Me acerqué a la caja grande para levantar la cajita de madera, pero mamá no me dejó hacerlo. Papá supuso que esta era la que debía de pesar, sin embargo, cuando la levantó, se dio cuenta de que no pesaba. Todo era extraño y sorprendente. Mamá quiso comprobar el hecho y, con un gesto de sorpresa, se dio cuenta de que el libro y la caja eran muy ligeros.

—Qué extraño, el título viene en latín —dijo mamá—. Incluso creo haberlo leído en alguna parte.

—¿Cómo se llama ese libro, mamá?

 

—Se llama —pareció dudar un segundo— De vermis mysteriis, que quiere decir Los misterios del gusano.

Mamá tomó la caja y subió a toda prisa a su habitación de libros. Papá le gritó que no se tardara, pues la cena ya casi estaría lista. La bebé y yo subimos corriendo hasta donde ella estaba. La vimos allí sentada en su silla. Yo tomé mi lugar en un banco que estaba en una esquina; mi hermanita se sentó en una pequeña silla. Tomamos nuestros colores y nos pusimos a pintar. Mamá buscaba libros y libros en cada estante. Tomaba de aquí, luego de allá, también de arriba y de abajo. Quizá se estaba volviendo loca, como la Quijota.

—A cenar —gritó papá desde la cocina.

 

—Ya voy.

 

Mamá detuvo todo lo que estaba haciendo.

 

—Creo que entenderé mejor si tengo el estómago lleno —dijo mientras dejaba los últimos libros sobre el escritorio.

—¿Ya vas a cenar, mamá? —pregunté sin quitar mis ojos de los dibujos que estaba pintando.

—Querrás decir ¿ya vamos a cenar? —dijo mientras se acercaba para ver cómo íbamos con los dibujos. Besó en la frente a la bebé y a mí en la mejilla.

—Sólo termino de pintar este muñequito y bajamos, mamá.

 

—Está bien, no tarden mucho, eh.

 

Mamá bajó las escaleras y yo me quedé sentada junto a la bebé apurándome a pintar el último muñequito, que parecía un pulpo chiquito. Volteé a donde estaba el escritorio y vi los libros amontonados allí. Tuve curiosidad. Me levanté y, cuando estaba a punto de sentarme en la silla de mamá, un chiflón hizo que el libro nuevo se abriera. Me quedé sorprendida: en una hoja venía dibujado un pulpo enorme y enojado. Le hablé a mi hermanita para que se acercara.

—¿Estás enojado porque se te perdió tu hijito? —le pregunté.

 

La bebé trató de imitar lo que había dicho, pero sus palabras no se entendían.

 

Entonces tomamos nuestros crayones y dibujamos un pulpo bebé en la otra hoja, para que cuando se cerrara el libro los dos se abrazaran. Cuando terminamos de dibujar el pulpo bebé, me di cuenta de que arriba había unas palabras. Yo ya era niña grande, iba a la primaria, así que podía leer sin ayuda de mamá. Las palabras eran las siguientes:

¡Ia! ¡Ia! ¡Cthulhu fhtagn! ¡Ph´nglui mglw nafh Cthulhu R´lyeh wgah-nagl fhtagn!

 
Dibuja aquí tu pulpo bebé.
 

 

La bebé intentaba imitar las palabras que yo pronunciaba, pero al final todo lo que decíamos parecía no tener sentido. Le dije a mi hermana que quizá era inglés o francés. Ella se me quedó mirando como si tratara de entenderme.

Cerramos el libro y bajamos a la cocina a cenar. Papá regañaba a mamá, pues le decía que era el colmo estarcomprando cosas viejas de otros países. Mamá guardaba silencio. Me miró y me guiñó el ojo. Los cuatro cenamos. Yo noregresaría a la primaria hasta el siguiente mes, todo porque me había dado sarampión, sin embargo, mamá y papá seguían enseñándome en casa, y resultaban ser mejores que la maestra. Mi hermanita también tenía sarampión, pues yo lahabía contagiado. Papá decía que era mejor así, al dos por uno.

—Hora de dormir, pequeñas —dijo papá mientras estiraba sus brazos para llevarnos a la cama.

—Mamá —dije—, antes de que nos vayamos, quiero decirte que ya aprendí a leer mejor. Ya pude leer un pedacito de tu libro, aunque no entendí nada. Hasta la bebé trató de leer.

Mamá se levantó de prisa, me dio un beso en la frente y salió corriendo a su habitación de libros. Papá nos llevó a nuestro cuarto. La puerta se quedó abierta y la luz, encendida. Podía oír un poco de la música que papá escuchaba abajo.Yo trataba de cerrar los ojos, cuando en mis pies sentí cosquillas, como cuando Tere, mi amiga, llevó a su perrito y nos lamió las manos toda la mañana hasta que la maestra lo sacó. La bebé también sintió las mismas cosquillas, pues se levantó a verse los pies mientras decía “coquillas…coquillas”.

Las cosquillas seguían y entonces levanté las cobijas. Allí, en nuestros pies, estaba un pulpo bebé. Era como el que habíamos dibujado en el libro de mamá. Nos miraba con sus ojos enormes. Se veía suavecito, como si estuviera hecho de esponja. Nos estiramos para agarrarlo, pero escuchamos los pasos de papá, y Pulpito se escondió. Mi hermanita y yo nos tapamos rápido, mientras nos hacíamos las dormidas. Sentí la caricia de papá en mis cabellos.

Adentro de la habitación todo era oscuro. Papá había apagado la luz y yo tenía miedo de bajar de la cama a encenderla. Entonces me acordé de Pulpito. Quizá estaría oculto debajo de la cama o quizá ya se lo habían comido losmonstruos.

—¿Dónde estás, Pulpito? —pregunté en voz baja.

 

Mi hermanita imitó mis palabras, pero como aún no sabía hablar, todo lo que decía eran cosas raras. Me reí quedito para no hacer que papá regresara. Entonces volvimos a sentir ese cosquilleo subiendo por nuestros pies. Allí estaba Pulpito. Su cuerpo parecía brillar.

—Le tengo miedo a los monstruos —le dije mientras lo abrazábamos.

 

Pulpito también nos abrazaba. Cerré los ojos mientras una bonita canción de flautas se escuchaba en el cuarto. De repente, toda la habitación comenzó a iluminarse de azul. Era como aquella vez que fuimos al mar. Todo era azul: las ventanas, los muebles, el techo, el piso. Pulpito se metió debajo de la cama y se escuchó cómo los monstruos salían corriendo. Los vi brincar la ventana. Pulpito volvió a nuestro lado y dormimos escuchando las olas del mar golpear las rocas. A la mañana siguiente, la bebé no estaba.

 

José J. González (Toluca, 1989). Licenciado en Letras Latinoamericanas por la UAEMéx. Es gestor educativo, docente de preparatoria abierta e integrante del taller de narrativa de Grafógrafxs.