Pulsión de muerte
León Felipe Cuenca Mejía
[Play: The Smashing Pumpkins - I of the mourning]
Todos los viajes a las tiendas de discos eran, más o menos, de la misma forma: entrar, ignorar a los vendedores que te preguntan ¿puedo ayudarte?, dirigirte a la sección de la tienda donde están los discos importados y buscar alfabéticamente, aunque desde antes ya sabes dónde están los discos que buscas, en qué orden, qué hay antes y qué hay después, la clasificación B12, C15, etcétera. Incluso ya sabes cuál es el precio.
Sigues esta misma rutina siempre, no porque ahora sí puedas comprarlos ni porque quieras verificar nada, a veces sólo es para ver si hay algún disco nuevo de la misma banda, uno que no tengas ya o para ver si ese que no tienes bajó de precio o si ya llegó aquel por el que preguntaste la semana pasada. Nada de esto pasa nunca. Siguen ahí los mismos discos que no puedes pagar. Ya los tengo, te dices y, claro, te los sabes hasta de memoria, pero no son los originales y esa es toda la diferencia. Sólo te paras ahí para poder tenerlos en las manos.
Todo eso no importa ahora, ya es tarde. Sales corriendo de la tienda de discos con las manos vacías otra vez. Corres a través de los portales, chocas con el darky de los dulces, se encabrona y le tienes que ayudar a levantarlos para correr de nuevo. Ella ya está esperándote, te disculpas por la tardanza. Comienzan a caminar. Nunca sabes qué decir o cómo comenzar una plática. Eres torpe. Deciden ir por unas chelas, eso siempre sirve para soltarse un poco. Hablan de lo de siempre: la música, las películas, etcétera. Ríen, “eso es lo más importante”, piensas. “Por lo menos la puedo hacer reír”. La llevas a casa. Todo transcurre con normalidad. Quedan para salir nuevamente, te dice que la pasó bien y todo eso que ya has escuchado antes. Contestas lo mismo; en ese momento lo sientes.
Caminas a casa, todavía con una sonrisa en el rostro, aunque con cada paso comienza esa sensación que ya es familiar: esas ganas de correr, de encerrarte en tu cuarto otra vez. Lo que sigue es parte de tu rutina: no contestar el teléfono, dar una explicación totalmente ambigua y una disculpa por demás estúpida. Aunque una vez enviada, alivia esas ganas de vomitar. Quieres recordar cómo comenzó esta rutina de mierda. Sientes cómo se te levanta un peso de encima, y te repites a ti mismo que no eres una mala persona.
[Rewind – play: Mac Miller - Objects in the mirror]
Cada vez que lo piensas llegas a la misma conclusión, a la última ocasión que no quisiste huir. Los detalles no son los más precisos, pero la sensación sí. Hiciste todo lo anterior, pero entonces no era un fastidio, era honesto, siempre pensaste que eras honesto. Ambos estaban en alguna fiesta, esa charla casual, que ahora odias tanto, se dio como si nada, como si se conocieran de años, como si después de aquellos quince minutos ya existiera esa intimidad. No querías apartarte de ahí. Hablaron de la música y de las películas y de los libros y de todas esas cosas que a nadie le interesan. Los dos se escucharon, quiero decir realmente; no estaban esperando su turno de hablar.
No conocían a nadie, y no quedó más remedio que platicar entre ustedes. “Está medio loca”, le dijiste al amigo que invitó a ambos a aquella fiesta. Él soltó una carcajada y se limitó a responder “pues como te gustan, güey”. Tenía toda la razón. La primera ocasión que salieron y deambularon en los bares de Carranza casi de la nada te soltó que era comunista y simpatizante sobre todo de Stalin. Ese día se besaron por primera vez en la fuente del monumento a los maestros. También dijo que quería que la acompañaras a tomar una prepa el siguiente fin de semana. De inmediato dijiste que no creías que ese tipo de acciones hicieran una diferencia. Discutieron el resto de la noche y los siguientes días. No te convenció, ni tú a ella. O eso pensaste. Antes de darte cuenta estabas desempolvando tus notas de estudios críticos y teoría marxista. Pero, como sucedió cuando eras estudiante, pensaste que era interesante, pero no era lo tuyo, la academia nunca lo fue. Lo hacías para entenderla a ella. Así se quiere a las personas, pensando en ellas. ¿O no?
Todo avanzó muy rápido esa primera vez. En las siguientes semanas ella se centró en la idea de tener hijos y, no conforme con eso, quería que tú fueras el padre. Sin pensar, te negaste, no sabías si hablaba en serio; ahora ya lo sabes. Después de esa conversación desapareció de tu vida a la misma velocidad. No esperabas volver a verla. Querías decirle que se quedara, pero no pudiste. Se te atoraron las palabras en la garganta, se te quedaron ahí hechas nudo.
[Forward – play: Bright Eyes - A perfect Sonnet]
La segunda vez que se encontraron (años después) fue inesperada, por decirlo así. Te urgía salir del trabajo y tomar una cerveza. No importó que afuera se estuviera cayendo el cielo. Encendiste la moto y partiste. Son unas cuadras hasta el bar, suficientes para llegar empapado. El lugar era de tus amigos y entraban como máximo unas veinte personas. La viste justo en el instante en que sacaste la cabeza del casco, y te quedaste ahí con tu cara de idiota por un momento.
Inmediatamente llegaron a tu cabeza todas las veces que colgaste el teléfono, que no quisiste contestar mensajes, que evitaste a toda costa volver a tener contacto con ella; esa vez que saliste corriendo de casa porque había dicho que iba hacia allá, la respiración acelerada y esa opresión en el pecho; todas las veces que quisiste ahogar los recuerdos en cerveza y canciones.
Todo ese tiempo y, de repente, ahí estaba. Desviaste la mirada y te fuiste al fondo. Sabías lo que querías decir, ya hasta lo tenías ensayado. Tantas veces te pasó por la mente ese momento. Una cerveza en una mano y un shot de garañona en la otra para ver si se aclaraban las ideas; no fue así. El coraje y el dolor te nublaron el cerebro, como siempre, y, también como siempre, no fuiste tú el que dijo algo, no fuiste tú el que se acercó a ella y le regurgitó todas las palabras que se te enredaban en la cabeza. Se acercó a ti y te tocó el hombro.
—¿Podemos hablar?
—Claro.
—Me iba a acercar a ti con una navaja y te la iba a poner en el cuello.
—¿Y luego?
—Nada. Pensé que no iba a ser suficientemente dramático.
—¿Para ti? No.
—No te voy a decir que te extraño.
—¡Qué bueno!, porque yo tampoco.
León Felipe Cuenca Mejía (Toluca, 1986). Licenciado en Comunicación por la UAEMéx. Estudió el diplomado máster en Cinematografía en Altrafílmica. Ha colaborado en Celuloide latino, blog dedicado a la producción cinematográfica en Latinoamérica. Es integrante del taller de narrativa de Grafógrafxs.