ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Los Quilmers
(fragmento)

Leandro Ávalos Blacha

 

 

4

 

Mientras la gente volaba hacia las luces del cielo, la criatura había aparecido tomada de la mano del oficial Gutiérrez. Con su tacto le transmitió: “Tranquilo, no soy un chico perdido que te agarra por error. Soy un extraterrestre. No hay motivo para tener miedo”. Gutiérrez no dudó. Las palabras se instalaron en su mente como una verdad. Era bajo de altura. Una especie de niño verde, rellenito. La mitad superior de su cabeza era transparente y dentro se veía el movimiento de una sustancia gaseosa. Tenía ojos pequeños. Ínfimos. Gutiérrez lo tomó de los brazos y lo llevó a un costado para que no los aplastara la gente. Entonces lo agarró del cuello. Le pidió repetidas veces que hablara. De qué planeta era, qué querían, adónde se llevaban a las personas. Habían arruinado los fogones. La criatura no contestaba. Sólo repitió su mensaje, que a Gutiérrez le hizo aflojar la presión con la que empezaba a ahorcarlo: “Tranquilo, no soy un chico perdido que te agarra por error. Soy un extraterrestre. Pero no hay motivo para tener miedo”. Gutiérrez lo soltó y trató de cubrirlo con el cuerpo. “Acá Gutiérrez, necesito refuerzos”, avisó por radio. Pese al caos y las corridas en la calle, algunos repararon en el visitante. Se interpuso para protegerlo. La gente le sacaba fotos y lo filmaba. Otros reaccionaban más violentos. Lo insultaban. “¡Devuelvan a los nuestros, hijos de puta!”. Una botella cayó cerca de ellos y lastimó a una mujer. Gutiérrez sacó el arma y disparó al aire. El visitante desapareció. Antes le aseguró al oficial que reaparecería.

 

 

Las luces de los invasores ya no se veían, pero la mayoría de los oficiales seguía en las calles de Bernal intentando controlar los desbordes y la histeria colectiva. Había llegado un apoyo de Gendarmería. Gutiérrez fue a la comisaría y contó lo sucedido. Lo sentaron en un despacho lleno de gente y debió repetir la historia varias veces. Para sus colegas, para los superiores, para los que llegaban de la intendencia, del gobierno, de la Unqui. Él catalogó a la criatura como “niño marciano”. “¿Le dijo que venía de ahí? ¿Que era un chico?”, le pregunta-
ban los científicos. Gutiérrez no se acordaba. Dijo que sí. Si volvía, había que estar listos para recibirlo. No sabían cómo tratarlo ni qué ofrecerle. No existía un protocolo para la situación. “Tiro en la cabeza” pedían los policías furiosos. Con esa hostilidad no era el mejor clima para que la criatura apareciera y se sintiera cómoda. Uno de los presentes sugirió que dejaran solo al oficial. Pasaron varias horas. Ante la falta de novedades le permitieron a Gutiérrez que volviera a su casa. Si no fuera por los videos que circulaban de la gente sobre la criatura, algunos hubiesen dudado de que Gutiérrez decía la verdad. Tenía fama de borracho. Gutiérrez vio las llamadas perdidas de Mimí. Estaba preocupada. Le escribió que llegaría en media hora. Con las calles cortadas, le costó mucho transitar. Debió hacer la vista gorda a algunos desmanes. La familia lo esperaba en la puerta. Gutiérrez los sentó en el comedor y los puso al tanto de la situación. Mimí parecía aterrada. “Es un bicho horrible, no voy a mentir, pero no es malo”, dijo Gutiérrez. No estaba seguro de eso. La criatura podía estar mintiendo sobre sus intenciones. Se quedaron mirando las noticias. En todos los canales transmitían desde Bernal. Mimí le dijo a Brian que era hora de dormir. Cuando la mujer fue hacia el cuarto pegó un grito. El visitante dormía en la cama del matrimonio.

 

 

El marciano se movió por la casa con confianza. Revisó todo. Placares, cajones, heladera, freezer, alacena. Dejaba las cosas revueltas, fuera de lugar. A la familia no le prestaba atención ni les hablaba. Gutiérrez tenía que controlarse. Le daban ganas de golpearlo hasta que explicara lo que le habían hecho a su gente. Por qué lo dejaron a él ahí. Por qué en Bernal. Mimí lo calmaba. “Sos el embajador de la humanidad”, le recordaba. Gutiérrez avisó a sus superiores de la aparición. Tenía la orden de cuidar al marciano mejor que a su propia vida. “Me está dando vuelta la casa”, se quejó. No importaba. Enseguida llegaron profesionales para ayudar. Lingüistas, médicos, psicólogos. En la puerta instalaron patrulleros para proteger a la familia de cualquier amenaza. Tenían prohibido hablar del tema con extraños.

Con el correr de los días, aquella atención no pasó desapercibida entre los vecinos. No era fácil controlar al marciano. Aunque tuvieran todo cerrado con llave, la criatura se desintegraba, desaparecía y aparecía en el patio, en la esquina, en el medio de la calle. También era descuidado. Utilizaba esa técnica para salir, pero después volvía a lo de los Gutiérrez y tocaba el timbre para entrar, como cualquier persona. Gutiérrez explotaba de bronca. “Oíme, pelotudo, ¿no te das cuenta de que así los otros ven que estás acá?”. El marciano lo miraba mudo. Lo siguió haciendo como de costumbre. Pronto circularon los videos que registraban su presencia en las calles de Bernal y en la casa de la familia. Los Gutiérrez tuvieron que mudarse con regularidad, siempre en el mismo barrio.

 

 

El bicho se pegaba bastante a su hijo. Mimí decía que quizás la compañía le hacía bien a los dos. Al marciano le ayudaría a socializar con humanos. Todavía no se abría ni hablaba con nadie. Brian tampoco tenía amigos. Lo consideraban raro. Caía fácil en peleas. Eso a Gutiérrez no le molestaba. Servía para moldear el carácter. Pero no podía conectarse con él. Estaba convencido de que lo arruinaron al bautizarlo con ese nombre extranjero, horrible. Un capricho de su mujer. Y que el marciano lo arruinaría un poco más. En vez de devolverlo al mundo, lo alejaría hacia la fantasía. Al chico le gustaban esas cosas. Las naves. Las historias de guerras entre planetas. Mimí le pedía al marido que fueran precavidos. Que nunca los dejaran solos. Sus emociones respecto al visitante fueron cambiantes. Por un momento, lo odió. Parecía que nunca se iba a ir. Mimí llegó a ponerle pequeñas dosis de veneno para ratas en su comida. Si moría, terminaría el calvario. Pero el marciano jamás demostró ningún signo de malestar. Y ella se sintió culpable. Al terminar de comer, la criatura hacía gestos que Mimí interpretaba como un agradecimiento a su cocina. Un día, el marciano se había levantado de la mesa para salir a la calle. Mimí lo corrió. Cuando volvió a la mesa, el gato estaba sobre los platos, terminando la comida del visitante. Al rato cayó muerto. No sólo muerto. Quedó duro, en una posición extraña. Mimí se preguntó si eso delataría el envenenamiento. Corrió al jardín para enterrar al gato. Lloraba de los nervios. El marciano apareció a su lado. Extendió su manito y tocó al animal muerto. El gato se sacudió. Estiró el cuerpo, como al despertar de una larga siesta. Después fue a tirarse al sol. De la alegría, Mimí abrazó al niño marciano. Ella también sintió un sacudón. Un cosquilleo que le recorría el cuerpo entero. Le agradeció lo que hizo y lo soltó. Mimí se fue a acostar, aunque no pudo pegar un ojo.

Nunca mencionó el episodio del gato a nadie. El visitante ahora se le hacía agradable. No era mala compañía. Inquieto, pero educado. Si bien no hablaba, se hacía entender. Arreglaba cosas de la casa si ella se las mostraba. Bastaba con que las tocara para reparar grietas en las paredes, humedad, filtraciones. Le gustaba la música alegre. Mirar televisión. Realitys sobre todo. O Talk shows. También la acompañaba cuando ella se ocupaba del jardín. El marciano se divertía revolcándose en la tierra, en el barro. Mimí ya no se enojaba si después le ensuciaba la casa. No tenía dudas de que el crecimiento de sus plantas se debía a algo que él provocaba.

Gutiérrez no estaba tan feliz. Le molestaban los arreglos. “No me gusta que se meta en las cosas de casa”, se quejaba. “Que pague sus gastos entonces”. A Mimí no le parecía justo. Gutiérrez recibía un bonus en su mensualidad para cubrir el mantenimiento de la criatura. “Eso lo paga el pueblo argentino”, remarcaba él. “En ese bicho se van nuestros impuestos”. Mimí no respondía. Gutiérrez le mostraba a diario las noticias. Los nacionalistas eran cada vez más extremos en sus reclamos. Pedían respuestas del visitante y su cabeza. Trataban de averiguar dónde lo escondía el Estado. “Un día nos van a volar la casa”. En la fuerza también había gente que lo presionaba. Le pedían que no fuera cagón, que lo entregara. Estaba protegiendo al enemigo. Sabían que era un hombre de bien y que haría lo correcto.

 

 

Mimí no lo dijo con esa intención. Sólo comentó que se sentía muy contracturada. Se tocó la nuca y soltó una queja de dolor. Sin que se diera cuenta cómo, apareció recostada en el sillón del living y el niño marciano comenzó a masajearla. Mimí sintió que los nudos y las tensiones que acumulaba el cuerpo se disolvían y se sacaba años de encima. Las manos del marciano eran pequeñas, casi invisibles en la vida cotidiana. Mimí nunca había reparado en ellas. En su espalda se sentían enormes. Hacían una presión suave sobre los puntos que le causaban dolor y, enseguida, le provocaban alivio. Mimí se olvidó de todo lo que pasaba alrededor. Si estaban los custodios, o los científicos, si había dejado tareas a medio hacer. Se durmió profundamente. La despertó la voz de Gutiérrez cuando cerró la puerta de un golpe. Ella seguía en el sillón. Habían pasado dos horas. “¡Negra!”, la llamó. Mimí se desperezó y se levantó de un salto. Se acomodó el pelo. “¿Te hiciste algo?”, le preguntó Gutiérrez cuando le llevó el mate. Mimí negó y se fue al patio a regar las plantas. Gutiérrez la escuchó silbar.

 

 

Cuando comían, Gutiérrez le decía al marciano que mirara las noticias y se informara del mundo en el que vivía. También veían algunos programas viejos de Volver, como “Policías en acción” o “Calles salvajes”, de Martin Ciccioli, para mostrarle el trabajo de policía y la realidad oculta de la Argentina. A veces daba la impresión de que el marciano miraba la transmisión interesado. Su atención duraba poco. Menos que la de un chico. Un psicólogo le recomendó a Gutiérrez que nunca le mostrara los momentos en los que aparecían los nacionalistas. Las protestas en su contra podían traumarlo. Gutiérrez ya no le prestaba atención a los especialistas. Ninguno de sus disparates había funcionado. Tenían al invasor en una burbuja de cristal y fueron demasiado pacientes con él. ¿Algún día les iba a dar algo a cambio? ¿Tecnología? ¿Avances en medicina? Quizás necesitaba un shock de realidad. Un día el oficial decidió llevarlo en la ronda en su patrullero. A Mimí le pareció una locura. Gutiérrez no le prestó atención. Fueron a la comisaría. Aunque el visitante no era querido, lo recibieron muy bien. Saludó a los policías. Se sacó selfis con los comerciantes de la zona. Después siguieron la marcha. Tenían que atender un asunto en el Triángulo de Bernal. Un grupo de vecinos intentaba cortar Dardo Rocha. Se quejaban por la aparición de unas alimañas salvajes y grandes como perros. Salían por las bocas de tormenta. En el predio vecino a la subida del acceso sudeste habían instalado algunos juegos de feria. Una rueda de la fortuna. Una pequeña pista de autos. Una carpa modesta para algunos espectáculos circenses de acrobacia y magia. El mago tenía unos conejos para sus trucos. Los bichos se los habían devorado. Gutiérrez miró al marciano. “Este despelote lo armaron ustedes, ¿no?”. El visitante soltó un ruido que los investigadores interpretaban como risa, y se hizo humo. Gutiérrez dio aviso a todos sus colegas de inmediato. “¡Se escapó el marciano!”. A una cuadra se oyeron bocinazos y el choque de varios autos. El marciano corría entre ellos, persiguiendo a una moto que se daba a la fuga por Calchaquí. El conductor intentó alejarse, pero el marciano se le apareció de frente y lo hizo perder el control. La moto voló. El niño marciano agarró el bolso ensangrentado del conductor y se lo dio a Gutiérrez. Estaba lleno de plata. Venían de cometer una salidera bancaria.

 

 

El descuido de Gutiérrez no fue pasado por alto, pero se lo perdonaron por el resultado de la acción del visitante. La fuerza policial lo distinguió con una medalla. El marciano se veía contento. Por primera vez Gutiérrez sentía que interactuaban entre sí. Se lo hizo notar a los superiores: “Ahí tienen. Tanto título los de la Unqui, ¿y…? Lo que necesitaba era estar entre hombres de verdad”. El marciano empezó a salir con ellos. De un momento a otro desaparecía para interceder en algún delito. Era experto en detectar motochorros. Pero también asaltos en la calle o en casas, peleas callejeras, discusiones hogareñas violentas. Sólo en una ocasión el marciano se excedió y bajó a unos jóvenes a los tiros. Nadie sabía de dónde sacó el arma. La noticia no trascendió. Por unos días le pidieron que se quedara nuevamente en la casa.

 

 

El rato que Alfie no estaba, Mimí lo extrañaba. Así lo llamaba ella. De todas formas, aunque el marciano saliera con los policías, en algún momento se hacía humo del patrullero y se presentaba en el domicilio de los Gutiérrez. Brian estaba en clases; Mimí, en la cama. Si dormía, la despertaba con suavidad y se recostaba con ella. Mimí perdía la consciencia del tiempo cuando hacían el amor. Trababa todas las puertas. Bajaba las persianas. Ponía la tele fuerte para que nadie escuchara sus gritos. Nunca había conocido algo así. Alfie no era niño ni marciano. Tenían buenas charlas a la siesta. Alfie le halagaba lo rico que cocinaba, lo divertida que era la televisión de acá, lo bruta que era la policía y su marido. Mimí le pegaba en el hombro con cariño. Sabía que Alfie tenía razón. Empezó a mostrarle imágenes de su mundo. Mimí pensaba en Brian. Parecían escenarios de todas esas películas que él veía, con naves volando de un lado a otro. “¡Es hermoso!”. Alfie le mostró a su familia. Su hogar. Un día le hizo saber que se estaba enamorando de ella y que se la pensaba llevar de la Tierra. Mimí lo miró espantada. “¡¿Llevarme?! ¿Cuándo?”. No podía decirle que sí. No podía dejar a Brian con Gutiérrez, sería una tortura. Alfie le preguntó por qué no llevarlo con ellos. Le pidió que lo pensara. Mientras recibía sus pensamientos, Mimí notó que Alfie tenía otra erección y estaba listo para continuar.

 

 

El primero en descubrirlos fue Brian. Llegó temprano del colegio. Con los gritos de Mimí, no lo escucharon abrir la puerta ni caminar por el pasillo, algo preocupado por lo que oía. “¿Maaaa?”, llamó dos o tres veces, hasta llegar al cuarto. Mimí no lo vio. El chico salió de la casa y regresó en el horario habitual. A su vuelta, el marciano le transmitió: “No viste nada”. Brian lo olvidó todo.

Los encuentros continuaron sin sobresaltos. Mimí se enteró de que Alfie también era policía en su mundo. Había empezado a fantasear con la idea de que Brian pudiera seguir sus pasos allá, donde la policía era seria, bien preparada. Alfie mismo lo sugirió. Le tenía cariño al chico. Le mostraba casas que se veían como burbujas flotantes, en una página de propiedades en alquiler, para que eligiera su favorita. Mimí seguía creyendo que no era capaz de irse. Aunque no podía evitar soñar en una vida plena con Alfie. Una tarde, el extraterrestre la sorprendió en el garaje, cuando ella buscaba herramientas para su trabajo de jardín. No bien se miraron, entendieron. El escenario era un buen cambio en su rutina. Alfie se le tiró encima. No se detuvieron a pensar en las cámaras instaladas en los rincones. Estaban para velar por la seguridad de los Gutiérrez. En la comisaría, un cadete se ocupaba de su control. El muchacho se preguntó qué hacer al respecto. La formalidad le exigía escribir un informe detallado. Ante lo delicado del hecho, tuvo la amabilidad de informárselo en privado al oficial.

 

 

Mimí sabía que no era la única. Algunas veces, cuando hacía algún mandado o caminaba por la calle, sorprendía a Alfie saliendo de la casa de sus vecinos. A Vanesa, la más nueva en el barrio, la vio asomada en la ventana observando al visitante mientras se iba. Estaba a medio vestir. También se lo comentó Olga en la verdulería: “Una bendición el chico ese que te mandaron”. “¿Brian?”. La mujer puso cara de espanto. “¡Qué Brian! ¡El marciano!”, y señaló al cielo. “Arregló unas cositas de la casa”. Mimí sabía a qué tipo de “cosas” se refería. Pensó que Juana era una vieja asquerosa por andar con porquerías a su edad, caliente como una pendeja. Después cambió de opinión. No estaba segura si fue por sí misma o Alfie la convenció.

 

 

Cuando el cadete le habló de la infidelidad de su mujer, Gutiérrez quiso ver las pruebas. El joven intentó disuadirlo. Eran imágenes fuertes. Gutiérrez lo agarró de la ropa y amenazó con estrangularlo. “¡Mostrame, carajo!”. La escena le dio repugnancia. Su mujer, en el piso, como una cualquiera, y con ese monstruo encima. Lo peor era que Gutiérrez sintió también algo de excitación. Al ver el rostro cautivado del cadete sospechó que le pasaba lo mismo. Le pegó con el codo en el brazo. “Si hiciste alguna copia de esto, te voy a meter diez tiros en la cabeza”. El chico negó. Pasó la grabación a un CD sólo para el oficial. Borró el fichero del sistema. Después registraría ese tiempo perdido como una simple falla.

Gutiérrez volvió a los rencores habituales contra el visitante. ¿Por qué aún se lo trataba como la gran cosa? Seguía sin contar nada. Podía ser una criatura mísera y despreciable en su universo. Acá le daban un trato que no merecía. Como Ergün Demir. Ese actor medio pelo de Turquía que, gracias al éxito de una novela, fue traído por Tinelli como un enviado divino. Los verdaderos protagonistas de la tira eran muy caros. Ergün era soberbio, desagradecido. Gutiérrez se puso a pensar en todas las veces que vio al marciano en los patios de sus vecinos, o saliendo de sus casas. Siempre pensó que lo hacía porque era un boludo, se perdía, aparecía en cualquier lado, o por curiosidad. Ahora sospechaba que no era el único cornudo. Por medio del cadete logró poner algunas cámaras por la zona. Enseguida se llenó de imágenes del visitante entrando y saliendo de las casas del vecindario. Gutiérrez fue mostrándoselas a los otros maridos. “Este bicho nos está tomando de boludos”. Tenía audios de los gemidos de las mujeres. Generó un escándalo. La mayoría quiso ocuparse del invasor en ese mismo instante. Salir a buscarlo en patota. Gutiérrez fue claro en que no lo permitiría. Los iban a meter presos a todos, con las peores penas. En especial a él, por ser policía. Pero había otra gente que con gusto se ocuparía.

 

 

El Club CASBO era una verdadera fiesta. Estaban todos los vecinos. Habían puesto mesas con comida. Música. Los chicos llenaron la cancha de básquet. El marciano se apareció ahí, en medio de ellos, de un momento a otro, y la sala estalló en aplausos. Era el homenajeado. Un encuentro más bien íntimo, con la gente del barrio, para celebrar los seis meses que llevaba el visitante con ellos. Se estaba adaptando cada vez mejor. En verdad, la intendencia no estaba al tanto del evento. Nunca lo habrían permitido con tan poca seguridad. Los chicos le regalaron al visitante un banderín del club y prepararon un número musical. La melodía empezó a sonar en los parlantes. “Sí, sabes que ya llevo un rato mirándote / Tengo que bailar contigo hoy / Vi que tu mirada ya estaba llamándome / Muéstrame el camino que yo voy”. El cuidador de la cancha tomó el micrófono y ocupó el puesto de locutor. “Demos la bienvenida a nuestro invitado especial haciendo ¡palmas!, ¡palmas!, ¡palmas!”. Gutiérrez aplaudió sin ganas. Veía a todos los vecinos, pero no encontraba a Mimí ni a Brian. Le mandó un audio. “¿Negra, dónde estás?”. Quería ver qué cara ponía. Cuando llegó el estribillo el marciano se sumó al grupo. Se puso a imitar los pasos de los chicos. El visitante bailaba bien, aunque le costaba hacer el perreo. Con los brazos siguió el fraseo de Luis Fonsi al marcar el “Des-pa-cito”. Los adultos que miraban desde los costados se sumaron al baile. Gutiérrez se mezcló entre ellos. A los que querían hacerlo bailar, los esquivaba con una sonrisa. “Estoy de servicio, perdón, ¿no vieron a la negra?”. Todos negaban. La música siguió con Shakira, Carlos Vives, Nene Malo, Lali, una playlist con las canciones favoritas del marciano. El invitado despertó una ovación con un gesto sexy y descarado, que acompañaba el “bailo como Britney y visto como Cher” de los altoparlantes. Los policías cruzaban miradas. Se hacían algún gesto con la cabeza. Uno se había encargado de darle al visitante un trago tras otro, fernet, vino, cerveza. A cada rato lo hacían brindar. Gutiérrez recibió la señal. Entre los bailarines se acercaban cuatro muchachos de distintas direcciones. Todos iban al centro. Al marciano. Tenían unas camperas deportivas anchas que casi se arrastraban al piso. Mientras ellos se acercaban, Gutiérrez, también, desde otra dirección. Y aceleraba el paso. Como un guardaespaldas que detecta la presencia de los enemigos. Gutiérrez saltó, se sintió Kevin Costner. “¡Nooooooooo!”. La gente alrededor giró asustada. Lo vieron suspendido en pleno vuelo. El tiro de uno de esos jóvenes le dio en el hombro. Los otros abrieron fuego en simultáneo. Vaciaron el cargador en el cuerpo del niño marciano. La gente gritaba, pero no se animó a intervenir. Los oficiales socorrieron a Gutiérrez. “¡Oficial caído!”, repetían por sus radios. En el tumulto, los atacantes huyeron. Quedaron tiradas sus camperas. Llevaban parches del Partido Nacionalista de Bernal. El marciano no se movía y de su cuerpo salía un humo gris. Gutiérrez estaba tirado junto a él. Un colega hacía presión sobre el agujero de la bala. “¡Aguantá, te vas a poner bien!”. Gutiérrez sabía que era verdad. Una herida inofensiva. Aunque dolía como la puta madre. Gutiérrez giró un poco la cabeza. El marciano estaba quieto. “Sí, me estoy muriendo”, le hizo saber al oficial. Antes de morir, le transmitió un último pensamiento: “Hace unas horas, me llevé a Mimí y a Brian a mi planeta”.

 

Leandro Ávalos Blacha (Quilmes, Argentina, 1980). Estudió Letras. Ha publicado Serialismo (Eloísa Cartonera, 2005), Berazachussetts (Entropía, 2007, ganadora del Premio Indio Rico de nouvelle), Medianera (Eduvim, 2011 / La pollera ediciones, 2023), Malicia (Entropía, 2016), Una casa de pie (Clase Turista, 2017), Estuario (Maison des Écrivains Étran-gers et des Traducteurs, Saint-Nazaire, 2022) y Los Quilmers (Caballo Negro, 2023).