Clarice Lispector,
Aprendizaje o El libro de los placeres,
ISBN: 978-84-16280-10-0, España,
Ediciones Siruela,
2014, 176 pp.
Eliab Vara (Otzolotepec, México, 1993). Es licenciado y maestro en Psicología, así como doctor en Humanidades (Estudios Literarios), por la Universidad Autónoma del Estado de México. Profesor de asignatura en la Universidad Iberoamericana. Es autor de un capítulo del libro Cultura y personalidad. Experiencias en investigación biopsicosociocultural (UAEMéx, 2021) y del artículo La identidad imposible: algunos apuntes sobre “el doble” en Borges y en el psicoanálisis, publicado en Psicología Iberoamericana.
El silencio es la espera del amor
Eliab Vara
Cada vez que leo a Clarice Lispector me sorprende su prosa tan viva, íntima y evocativa. Me alivio recordando que también puedo escribir narrativa aludiendo a recursos más bien líricos. Esta expresión, además, me impacta personalmente, como si al abandonar mis intentos de comprenderlas, sus palabras me enseñaran algo fundamental. En general, la literatura me conmueve y siento un placer muy especial cuando observo todas sus figuras, los juegos del lenguaje, el entramado que hacen los argumentos con la forma. Y aun así son pocas obras las que, como Aprendizaje o El libro de los placeres, me resuenan en lo profundo. En las dos veces que lo he leído, separadas por unos diez años de diferencia, he constatado mi propio crecimiento al lado de los personajes; en la última oportunidad el libro llegó en el momento justo, como queriendo garantizar mi propio aprendizaje.
La escritura de Lispector me resulta poderosa y enigmática, a veces incómoda. Siendo franco, no creo haber descifrado completamente el significado de su novela, pero ese otro idioma en el que habla la autora penetra, implacable, profundo en mi vulnerabilidad. Su cadencia queda incrustada y hace eco, retumba. Todo esto, además, con muy poca acción, ya que la historia se concentra casi por entero en las sensaciones del personaje femenino, Lori, quien se embarca en un viaje interior hacia formas más auténticas de ser y amar. A lo largo de su travesía se encuentra con agudos estados de misticismo, áridos sentimientos de reconocimiento y abandono, dilaciones contemplativas y, sobre todo, una apertura existencial de sí misma y de Ulises, su amante. Al final, la dicha del encuentro permite que la novela termine casi en puntos suspensivos: las palabras casi dejan de ser necesarias.
El silencio y la espera son dos de los motivos más importantes del libro, pues en su dificultad se producen límpidos descubrimientos interiores, no a la manera racional del entendimiento, sino con toda la voluntad de la experiencia. Para mí, que también encuentro complicado sostener la sensación de vacío que a veces deja el sonido de un diálogo o de la música, las palabras de Lispector me son reveladoras. Dice la autora: “El silencio es la profunda noche secreta del mundo”; y más adelante: “… el corazón se agita al reconocerlo: pues es el interior de cada uno”. De ahí la naturaleza del atolladero: no es posible transitar la espera que da fruto en la bonanza si no es mirando nuestra propia vacuidad, la debilidad de ser humanos frente a extensas oscuridades, la propia y la del otro.
La otredad en Aprendizaje o El libro de los placeres es significativa y se encarna, a mi parecer, en tres figuras: la naturaleza, la divinidad y Ulises. En todas hay una constante tensión: la mujer explora su interacción con fuerzas que la habitan, pero que también se muestran incognoscibles, por vastas. Ella las interroga, cuestiona sus exigencias, juicios y capacidades, y debido también a su silencio, o quizá a su otro lenguaje, Lori se frustra, se lamenta y exaspera, pero, paulatinamente, logra abandonarse al simple contacto que la regresa a una existencia más honesta. La otredad no necesita nada de ella y, sin embargo, no pueden sino relacionarse. Y para ello es menester el recogimiento, una suerte de preparación íntima que les permita germinar.
Antes del momento de la novela que tengo como el fundamental, Lori pasa una noche en vela. La noche es difícil, hermosa, triste. Para entonces, la protagonista ha experimentado ya la frescura de sentir el mundo. En aquella ocasión había estado con Ulises junto a una piscina. Pero ahora quiere estar sola. Tras dormir una siesta fugaz, se pone el bañador y se dirige a la playa cuando va saliendo el sol. En el lugar no hay nadie más que un perro negro. “Ahí estaba el mar, la más ininteligible de las existencias no humanas. Y allí estaba la mujer, de pie, el más ininteligible de los seres vivos”. Con miedo, con ansia, Lori descubre el agua fría. Se mete cada vez más adentro, dejando que el mar la atraiga y la sorprenda. Con pudor, con necesidad, bebe el agua salada dando profusos tragos. Su cuerpo reacciona a la sal, pero ella no desdeña la voluptuosidad y se mantiene en pie. La alegría fatal que siente le produce vértigo. Lentamente, vuelve a la playa, casi agradecida. Lispector coloca a su personaje en un peligro que termina por suscitar una imagen magnífica que revela el deseo de morir, tan conocido e inconfesable.
De este modo, Lori se prepara para el gozo. Permite que el miedo y el dolor se agolpen y rasguñen a sabiendas de que el tiempo recoge también placeres. Se prepara, asimismo, para el amor. Es imposible hablar de este libro sin aludir a la relación entre los amantes, que crece y madura. Ulises comienza por ser una especie de guía, más congruente que su amada respecto a sí mismo. Hay, desde el inicio, una búsqueda de autenticidad de este personaje. Conforme avanza la novela, Ulises se vulnera, se admite temeroso, pero se mantiene expectante de los cambios que se suscitan en Lori. Por su parte, ella vive la soledad, los celos, la terrible necesidad de ser deseada, la desconfianza en la alegría desmedida, la sospecha de ser una farsa, pero también el encanto de tocar su dolor, la grata fragilidad de saberse amada, la enorme capacidad de sentir. Luego del episodio del mar, Ulises le pide a Lori que no se llamen más antes de su próximo encuentro; de ahí en adelante él se hallará a sí mismo en su propia espera, aguardándola el tiempo que necesite. Casi al final de la historia, y con sus aprendizajes correspondientes, ella va a buscarlo. Hasta ese momento no han tenido relaciones sexuales. La entrega, naturalmente, termina siendo algo más que física. Los dos amantes disfrutan una intimidad profunda, el contacto exquisito para el que también están hechos los cuerpos y las almas.
Esta felicidad desinhibida, a la que es difícil llegar, es una de las bondades del libro: no teme alcanzarla. Su camino es accidentado, pues implica una mirada hacia sí mismo que, por contemplativa, no es sencilla. Sin embargo, hay una constante satisfacción en el descubrirse vulnerable en las relaciones con el mundo. Hay también una suerte de orgullo en la intención de sostener la espera, en dejar de hablar frente a la complejidad del otro. La maravilla de esta novela, tan líricamente rica, recae en que amplía el recogimiento. Durante su lectura, uno puede tomarse el tiempo para dejarse afectar por las palabras de Lispector que, enigmáticas, invitan a hacer algo con el amor: pensarlo, escribirlo y, con suerte, dejar la ficción para vivirlo. O en algunos casos más afortunados, simplemente callar.