ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Luis Paniagua
Claro rastro del mundo oscurecido
ISBN: 978-607-8658-17-6, México,
Fondo Editorial del Estado de Morelos,
2020, 98 pp.


Aldo Rosales Velázquez (Ciudad de México, 1986). Es coordinador del Taller de Creación Literaria del FARO Indios Verdes y autor de La luz de las tres de la tarde (BUAP, 2015), Mismatch (Cuadrivio, 2020) y Tren suburbano (Malpaís, 2019), entre otros. Es integrante del taller de narrativa de Grafógrafxs.

 

El mosaico de la memoria

Aldo Rosales Velázquez

 

Entremos en la génesis de mis pretensiones”, nos pide Pierre Michon en “La vida de André Duforneau”, pieza inicial de sus Vidas minúsculas. Pero, exactamente, ¿a qué pretensiones se refiere? Me permito leerlas desde su acepción más jurídica: el derecho que pedimos se nos reconozca a través de la sentencia de un juez. ¿De qué derecho habla Michon? ¿Quién es el juez? Quizá hable, simplemente, del derecho a erigir, por medio del recuerdo, y un poco a través de la ficción (acaso sinónimos), esa “autobiografía del hombre sin nombre”, como afirmaba René Démoris. En ese caso, ¿dónde se halla dicha génesis, en dónde comenzaron esas pretensiones? Si para Revueltas todo acto profundo es inmemorial, y no existe data de su creación, es necesario explorar esos fragmentos concatenados que llamamos memoria para hallarlo o, al menos, tratar de hacerlo.

Claro rastro del mundo oscurecido, de Luis Paniagua (libro merecedor del Premio Nacional de Ensayo Malcolm Lowry 2020) es un compendio de ensayos que buscan, mediante el análisis de las memorias de Ida Vitale contenidas en su libro Shakespeare Palace, explorar la escritura autorreferencial y memorística. El autor, fiel a la búsqueda que ha llevado a cabo en trabajos previos, se aventura en los senderos de la memoria, así como en los entresijos de la escritura autorreferencial, y por medio de seis apartados nos ofrece un amplio panorama de lo que gusta llamar “exposición pública de lo privado”. A la par que desentraña las memorias de la poeta uruguaya en su paso por México, Paniagua habla también de la memoria como concepto y, quizá un poco, de su propia memoria (personal y lectora), ya que, como asegura Simic, referente continuo del poeta, “quien lee filosofía se lee a sí mismo tanto como lee al filósofo”. Después de todo, como dice la propia Vitale en uno de sus textos, “todo comienza antes”, esto es, no hay registro de lo verdaderamente importante, no hay huella de inicio. Es inmemorial, como decía el maestro Revueltas. En ese sentido, el autor de El apando consideraba que la respuesta al ¿para qué estamos aquí? (en una cuestión no espacial, sino ontológica) es precisamente la capacidad de formularnos dicha pregunta. El autor de Maverick 71, por su parte, parece preguntarse no qué hacemos aquí, sino cómo es que hemos llegado hasta este punto, y es por ello que nos habla de la escritura como hallazgo de sentido y de la memoria como, en todo caso, una forma de escribir. 

En el prólogo a Historia oral de la infamia, de John Giebler, se señala que en dicho libro “lo oral suplanta a la escritura”, puesto que el trabajo del estadunidense se limita (se contiene) a acomodar los testimonios de los involucrados en la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. Sí, como trozos de un mosaico, imagen empleada por Luis Paniagua en su Claro rastro del mundo oscurecido para sustentar sus hipótesis sobre la memoria. Y en su lugar, continúa el texto, funciona, ininterrumpida, una multiplicidad de voces que van contando lo vivido. La labor de Giebler es, más que nada, “escuchar” y, desde las sombras, tras bambalinas, lograr ese reacomodo que proporcione la sensación de acción y avance: ser el antinarciso. 

Por su parte, Luis Paniagua, en Claro rastro del mundo oscurecido, se dedica no a escuchar, sino a observar (acción no reservada, pero sí entendida quizá con mayor fuerza en el poeta, según el propio Luis): observar lo que otro poeta, Vitale, ya observó. Paniagua desbroza el camino de la memoria para mostrarnos la memoria misma, y dice que ser Narciso no es la finalidad de la escritura testimonial. No es sorpresa, entonces que la labor de Luis sea, valga el parentesco con Gibler, no la de mostrarse él frente al público, sino trabajar desde las sombras para mostrarnos algo más o, en todo caso, a alguien más; ser artífice del acomodo, de la cita, de la glosa y de la exploración, pero no protagonista. 

André Malraux, en sus Anti memorias, dice:

Cómo es que mi vida responde ante estos dioses agonizantes y ciudades que se levantan, a este tumulto de acciones que parecen latir contra el trasatlántico como si fuera el eterno rugir del mar, a tantas esperanzas vacías, a tantos amigos asesinados? Aquí es donde mis contemporáneos comienzan a narrar sus pequeñas historias.

Y es justo en ese punto donde Vitale inicia su Shakespeare Palace, libro alrededor del cual orbitan las reflexiones de Luis Paniagua sobre la memoria misma, reflexiones siempre, bien vale mencionarlo, aderezadas por las lecturas propias del autor y un constante análisis del ejercicio poético y memorístico.

¿Regresar a la memoria es como el toro (pasado) en la tienda de porcelanas? Quien se instala en sus recuerdos, ¿no puede moverse ahí sin destruir algo? La lectura del libro más reciente del poeta y ensayista Paniagua orilla a formularse ciertas preguntas de esta índole. Sus ensayos, artefactos narrativo/poéticos, se aventuran a diseccionar la memoria, a la vez que ofrecen un acercamiento a la prosa de Ida Vitale, “tan olvidada en ocasiones”, como asegura el mismo autor. Si para Vitale, en su poema Toro pasado, “ahora es ayer”, quizá el ayer sólo sea el fósil de otro tiempo, encerrado en el ámbar de la palabra, que Luis Paniagua toma entre los dedos para mirarlo a contraluz y mostrarnos sus distintas caras.