ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Nidia Nadie,
Desierto,
México, Fósforo,
2021.


 

Transfiguraciones en la escritura
a través del libro Desierto, de Nidia Nadie

Elianne K. Valdés Santiago

 

 

Devenir la descendencia de los propios acontecimientos,
y entonces renacer, nacer otra vez más,
y romper con nuestro primer nacimiento carnal.

G. Deleuze

 

Poner palabras ahí donde no alcanzan para simbolizar el horror ante lo real que se despliega —no sólo frente a los ojos, sino en el cuerpo mismo, como una verdad irremisible— implica un acto de voluntad, subversión y valentía inusitado. Me refiero a la experiencia de la enfermedad; ese real desencarnado, sin metáforas posibles, que hace presencia inesperadamente, acompañado de la incertidumbre, el miedo y la angustia. Lo ominoso sin bordes para ser concebido, definido, abordado. Ese significante que el Otro del discurso médico impone sobre un cuerpo, despojándolo de su singularidad, para sólo identificarlo con un diagnóstico sobre el que pareciera que nada más puede ser dicho; pero ante el que surge la escritura como posibilidad de arrebatarle toda presunción de soberana verdad. La creación de otro cuerpo para encarar el mundo. Un ejercicio que permite interpelar cada supuesta certeza, propia y ajena.

Desierto, de Nidia Nadie, editado en la colección La Caja de Cerillos, da cuenta de la travesía que se teje a partir del significante cáncer. Un vocablo vacío de significaciones para quien no ha sido trastocado por la amenaza de su dominio en el cuerpo mismo. Erial donde Nidia bien podría ser nadie, porque los semejantes, al no poseer registro para dicho acontecimiento, no alcanzan a entender e imponen distancia (en un tiempo, además, espoloneado por los imperativos de la felicidad permanente, donde el dolor y el sufrimiento no tienen cabida: se desconocen los códigos del reconocimiento a la otredad y fallan la escucha, el acompañamiento, la ternura, debido a la inmediatez que impone la velocidad de un sistema regido por la productividad y el consumismo).

El desierto se propone, así, como el lugar de retiro en soledad, prueba y destierro, por antonomasia. Yermo hasta el cual los ermitaños emprendían camino para cultivar la sabiduría del alma, pues ahí —donde nada se es para otros ni nada se posee— el cuerpo se somete a una ascesis que esclarece íntimamente las verdades que trascienden al hombre. Al igual que los maestros del desierto, quien es sometido a la criba del sufrimiento se transfigura en un iluminado, a quien —con cada pérdida— el peso de cuanto esencialmente importa se le revela lúcidamente. Accede así al develamiento de los enigmas negados al hombre profano: verdades que se muestran con una luz capaz de cegar a quien no se ha adiestrado en tales empresas. Es claro, por tanto, por qué Nidia Nadie eligió tal título para dar nombre al destierro de su travesía, pues la enfermedad, al igual que el desierto, es “una ciudadanía más cara”, en palabras de Susan Sontag.

“Tengo cáncer”. Así inicia el primer texto, titulado “Brújula”, un intento por hallar coordenadas respecto al significado del verbo tener en dicha afirmación, donde en un segundo momento se anula la palabra cáncer con una línea recta sobrepuesta, para comenzar a describir aquello que sí se posee en el cuerpo, que es parte de sí, aun cuando trastocado por la desfiguración del sueño. Un cuerpo que se revela —mediante imágenes deformadas— como ajeno, hasta el punto de no poder verse ante el espejo. Quizá porque algo de la imagen propia se desvanece ante la enfermedad, dado que la certeza de cuanto brindaba solidez ha mudado, y es preciso entonces hallar asidero en cuanto aún se posee: las mascotas, un par de bicicletas, las ganas de, el antojo, el anhelo; todas, formas del deseo que movilizan hacia la vida: “Tengo el deseo de volver a descubrir algo por primera vez”. Un recuento de lo que se tiene en medio de la pérdida, para hacerle frente a lo incierto y mantener el arraigo a la vida.

“Tener es un verbo demasiado personal. Algo que es tuyo, o está en ti, o te pertenece, o es”; enunciarlo duele —advierte Nidia Nadie—, dado que al hacerlo se siente y materializa ante los ojos: “siento un frío recorriendo mi cuerpo”. Ese estar expuesto ante lo real, sin posibilidad de encubrimientos. Ahí donde, por más que se omita lo escrito, como ocurre con la línea recta impuesta sobre la expresión “tengo cáncer en medio de la pandemia”, cada carácter ha sido inscrito como una verdad ineludible sobre la carne en blanco de la página y la existencia.

“Dispositivo” es un texto que se adentra en la posibilidad de alejarse de todo, valiéndose para ello del juego, los videojuegos; la presencia del sujeto gozante que, bajo un diagnóstico, pareciera desaparecer para los otros, pues se está sujeto a sólo ser concebido en alusión a la enfermedad. Y es, justamente, el sustraerse de dicha limitada visión, a partir del juego, la pregunta y los silencios, lo que posibilita un movimiento de subjetivación, como se lee al final del diálogo con la enfermera: “—Lo vas a lograr / —¿Qué? / —Todo”.

“Taxol” es un terreno plagado de significantes que refieren la soledad más pura, tal como resulta imposible transferir la experiencia de cuanto se vive en la enfermedad: términos farmacológicos y procedimientos para los que no hay un entendimiento común y, en tanto, es preciso definir: apiretal (“compuesto activo de los analgésicos más simples”), ácido boswélico (“compuesto activo de los antiinflamatorios más simples”), paraclitaxel (“agente antimicrotubular aplicado de manera intravenosa en la quimioterapia”). Compuestos químicos que son oro puro en las manos de laboratorios especializados: “negocio estúpidamente redituable” para quienes lucran con la enfermedad.

Todo lo anterior en alusión a una industria farmacológica que genera ganancias extraordinarias a costa de la conveniente explotación de recursos en América Latina, sin pagar impuestos ni generar beneficio alguno a las comunidades. El dominio científico de la naturaleza para tratar la enfermedad, a conveniencia de unos pocos. Procedimientos y compuestos que, además, conllevan una serie de efectos secundarios capaces de daño orgánico irreversible, pero cuyo tema a pocos interesa. Se halla, así, de nuevo al sujeto solo en su desierto ante la denuncia de un sistema que mantiene convenientemente enferma a la población. La guerra del cuerpo ante una industria que palia la enfermedad o la cura dejando tras de sí aún más daños.

La expresión “a veces entender el dolor va más allá del dolor” es antesala a “Metástasis”. Ciertamente no hay referentes precisos para definir el dolor; nadie puede aproximarse a la experiencia subjetiva del otro, comprender: faltan palabras y, quizá, un órgano capaz de ello. Hace aparición, por tanto, ese real incognoscible para el que no hay representación posible: “Una metástasis te hace entender que el dolor y el miedo no es algo que quepa en las palabras”. Porque ¿quién podría adentrarse en la significación plural de un cuerpo ante el dolor, quién en la nervosidad de palabras como “Dudar. Entender. Temer. Llorar. Sentir. Sufrir. Dormir. Soñar. Gritar. Cambiar. Reiniciar”?, ante las cuales los limitados sentidos humanos sólo ven un cuerpo, sin el complejo de procesos, cogniciones, sensaciones, percepciones, emociones y significaciones que se tejen en su interior. Un armado de carne y huesos sobre los que se impone un saber científico inconmovible, apuntalado por análisis, diagnósticos, resultados, interpretaciones, tratamientos, medicamentos, ante los que el sujeto en su singularidad, su padecimiento subjetivo, es anulado.

“Un cuerpo que te abandona sin piedad cuando más lo necesitas. / Un cuerpo que no entiende otro lenguaje que el del dolor. / Un cuerpo que busca el camino de la muerte en cada intervención”. Y, frente a los límites del cuerpo, sólo es posible hallar trascendencia en algo más, quizá en lo indemne de esa invisibilidad que lo habita y conecta con lo innúmero: ahí donde se puede ganar una batalla a lo limitado de la materia, las palabras y el dominio de cuanto cuantifica el hombre en sus afanes: “Porque a mí me dieron cinco años. Que son uno más que cuatro”. “Cinco” da título al penúltimo texto, una limitada cifra con que se enuncia el peso superior de la incertidumbre, y que no gratuitamente se ubica ante un último poema titulado “Poiesis”, en un afán de ganar la contienda por astucia de la palabra. Cinco años, el más uno que podría marcar la diferencia, “en que un cuerpo puede tomar otro rumbo”.

La enfermedad ha sido injustamente concebida como metáfora de algo más, quizá en un intento por generar defensas contra aquello que es imposible apresar a través del entendimiento, eso enigmático —propio de algunas patologías— que escapa al dominio científico. De tal suerte, cuando alguien enferma, se le responsabiliza de dicha condición y se le adjudica la posibilidad de “decidir” sanar, en tanto modifique pensamientos y subsane rencores; pero tal imaginario sólo impide ver al sujeto en toda su dimensión: un ser que ama, sueña, juega, desea, se duele, tiene miedo, rabia y que, ante todo, es susceptible de enfermar, como cualquiera, sin dejar por ello de ser en su multiplicidad subjetiva.

De tal suerte, el enfermo se torna un excluido, un desterrado, ahí donde los otros, en su angustia, evitan asomarse a la propia vulnerabilidad y la niegan tras supuestas interpretaciones en torno a una etiología psicopatologizante, concerniente sólo al afectado. Esto, en un afán de desconocer la falta común que nos constituye y no asumir que somos seres lanzados a la incertidumbre. Se vive una época poco tolerante al dolor y al sufrimiento; de ahí dicho taponamiento sobre la angustia que sobreviene ante la conciencia de la fragilidad, mediante diagnósticos, motes, discursos, lecturas, sentidos y explicaciones diversos, impuestos como un saber amo sobre quien padece. Una forma de eludir lo que interpela. Se teme a la pregunta, la escucha y la angustia frente a lo inexplicable, lo incierto, quizá por el mandato de hacer algo con ello, cuando sólo es preciso acompañar, hacer silencio, dar lugar al otro en su singularidad y en el reconocimiento como semejantes.

Ciertamente no decidimos ser parte de este caos, pero sí somos libres y responsables para elegir qué hacer con ello. Nidia Nadie eligió la escritura para recrear un mundo en mayor consonancia con su deseo. Y, a través de estas páginas, forja un lugar propio, un ser-en-el-mundo, más allá de donde no pareciera factible. La escritura traza, así, otra topografía posible sobre los significantes impuestos. Y si bien, en palabras de Sontag, el “cáncer sigue siendo un tema raro y escandaloso en la poesía, y es inimaginable estetizar esta enfermedad” (Sontag, 25: 2003), Nidia Nadie lo consigue. Configura un discurso alterno al impuesto. Allana el terreno, abre veredas y crea entresijos por donde escamotear tiempo al discurso de ese Otro del saber científico. Juega, para ello, con formas, tipografías (invertidas o disminuidas), subrayados, cursivas, corchetes, vacíos, que dan cuenta de estas otras posibilidades discursivas y subjetivas.

Y si bien la única certeza que tenemos es que somos seres destinados a la muerte, Nidia Nadie le gana tiempo a esta a través de su escritura. Los intervalos, marcados textualmente con el recurso de los corchetes, son un subterfugio para ello: abrir intersticios a un tiempo otro, quizá al despliegue del tiempo lógico en sus múltiples posibilidades sobre el tiempo cronológico limitado. Un espacio lúdico propio, en el cual el cuerpo otro de la escritura da sitio a cuanto no lo tiene en el mundo del lenguaje, el tiempo, los juicios, concepciones e imposiciones ordinarios. Entre estos signos es posible sustraerse de los diagnósticos, expresar lo inexpresable, gritar, hallar calma, hacer perdurar el deseo y “amar con una tormenta furiosa”.

Al interior de estos, la realidad se subvierte. Se juega con el revés de los vocablos y la forma tipográfica para desafiar las convenciones y lo aparentemente incuestionable; para ironizar, dar relieve y tesitura a las voces que somos anímicamente. Ahí cabe lo que rebasa al cuerpo con un puntaje menor. Ahí es posible decir el dolor más allá del dolor, en un intento de hacer asequible a otros lo inefable. Ahí el tiempo se distiende y alcanza para toda una vida.

 

[y aquí en este huequito, pequeño,

muy pequeño,

los cinco años

se hacen cin-cuenta]           

 

Nidia Nadie hace de esta marca discursiva de los corchetes una ventana a la libertad de la “Poiesis”, a través de la cual escribirse otro tiempo, otra historia, otro ser, otro destino posibles. El suyo es un recorrido por el desierto que, a semejanza del tránsito por la noche oscura del alma, habrá de gestar una transfiguración en quien lo enfrenta hasta advenir a la luz, a la claridad de la conciencia de la vida en tiempo presente: “Estoy aquí y estoy viva” da fin a este Desierto. Un pasaje del tener a la liberación del ser y estar elegidos, más allá del pretendido dominio de cualquier pronóstico. Un camino en que el lector también se habrá de reconocer trasmutado ante el encuentro con las más vulnerables fibras que lo hermanan al otro de este desierto.

 

Referencia

 

Sontag, S. (2003). La enfermedad y sus metáforas y El sida y sus metáforas (2ª edición), (Trad. M. Muchnik), Buenos Aires, Argentina, Taurus.