Luis Paniagua,
Entre los árboles, la voz,
ISBN 978-607-490-471-0, México,
FOEM,
2023, 170 pp.
Aldo Rosales Velázquez (Ciudad de México, 1986). Autor de Mismatch (2021), Luego, tal vez, seguir andando(2013), Foley (FOEM, 2020) e Infierno número dos (Grafógrafxs, 2022), entre otros. Coordinador del Taller de Creación Literaria del FARO Indios Verdes. Es integrante del taller de narrativa de Grafógrafxs.
Los cuatro árboles de Luis Paniagua
Aldo Rosales Velázquez
¿Qué, exactamente, es un ensayo? ¿Dónde nace y dónde termina? La pregunta, amén de acuciante, me parece necesaria. Si para Francisco Hernández (uno de los poetas predilectos de Paniagua) cada poema es una poética, afirmación similar le cabría al género que compete a este volumen llamado Entre los árboles, la voz: cada ensayo es una visión y una propuesta de abordar el ensayo; a cada paso que da, el ensayo avanza, sí (sinuoso, serpenteante, como lo vislumbraba Chesterton), pero se reconfigura en el proceso y a veces vuelve sobre sus propios pasos, aunque distinto de como partió.
Quisiera tratar de responder (me) la pregunta anterior, para lo que echaré mano de un postulado sobre el ensayo (no recuerdo si pertenece a Liliana Weinberg o a Beatriz Sarlo): el ensayo es un aforismo glosado, es la exégesis de la sentencia breve y contundente. Me gusta dicha afirmación, he tratado de trabajar con ella: el ensayo es un conglomerado de ideas, vivencias, hipótesis, postulados y tanteos cuyo aglutinante (o quizá de manera más precisa: su punto de arranque) puede ser una sentencia breve y la conversación que el autor sea capaz de establecer con ella. Pero ¿exactamente de dónde ha de obtener el ensayista ese aforismo? ¿Trabajará con lo que le han dejado otros en sus textos (su biografía intelectual, llamémosle)? ¿Echa mano de sus propios aforismos y con ellos labora? Porque si nos atenemos a la segunda opción, el ensayista ha de empezar por trazar un aforismo y expandirlo o, en todo caso, en el camino de su pensamiento (cuyo rastro nosotros seguiremos) halla uno o dos aforismos. O aventuro algo que parece una tercera opción, aunque en realidad quizá sea una variante de la primera: el ensayista limpia todo exceso de la prosa de otros, de los versos de otros, hasta hallar un aforismo.
En esta sintonía, podemos, me parece, situar una parte del trabajo ensayístico de Luis Paniagua: conversa con su tradición, dialoga con sus autores predilectos o, en todo caso, les pide que lo acompañen en esta travesía; así, reconfigura piezas clásicas y algunas de sus contemporáneos, las dota de nuevos significados; no en balde en una de sus Analectas, Confucio nos recuerda que “quien revisando lo viejo descubre lo nuevo, es apto para ser un maestro”. Creo que Luis Paniagua es un maestro si nos atenemos a una de las acepciones que el Diccionario de la lengua española dicta para dicha palabra: “Persona que es práctica en una materia y la maneja con desenvoltura”. De esta forma, Luis Paniagua se convierte en maestro, no porque no enseñe cómo elaborar ensayo (cosa que, dicho sea de paso, sí hace: a mí me enseñó cómo hacer ensayos o, por lo menos, me mostró un camino que yo no había considerado hasta entonces), sino es maestro porque se maneja con desenvoltura en eso que Rafael Vargas nombró como una muestra de la inteligencia del poeta. Es maestro porque, como señalaba Francis Bacon en su breve ensayo titulado Del discurso, varía y entremezcla al tema presente argumentos diversos, anécdotas, hace preguntas y opina, mezcla lo jocoso con lo serio. Luis Paniagua, a lo largo de los cinco apartados del volumen (“Ácido desoxirribonucleico”, “Camafeo”, “Documentos de identidad”, “Todo es Cuautitlán” y “Para más referencias…”) no ensaya para nosotros, ensaya para su persona; si por casualidad logramos ser testigos, bien por nosotros.
Dice Rafael Vargas, en la introducción a El flautista en el pozo, de Charles Simic, que “la verdadera demostración de inteligencia de un poeta es su capacidad para escribir prosa”. Roberto Juarroz, citando a Eliot, parece apostillar lo anterior y nos dice que lo que puede decirse en prosa se dice mejor en prosa. Considerando que esto sea una verdad (y no precisamente la verdad), Luis Paniagua decide emplear la prosa para explorar ciertos aspectos de su vida, de su memoria, de sus procesos y descubrimientos. La materia de este libro es él, el yo y sus posibilidades. Si nos atenemos a la sentencia de Rafael Vargas, Entre los árboles, la voz, de Luis Paniagua, es una muestra de la inteligencia de su autor, que, sépanlo o no, ha desarrollado el grueso de su trabajo en el área ya no digamos del poema, sino de la poesía, porque, como bien se sabe, hay poemas sin poesía. En sintonía con lo anterior, me gusta pensar que las obras de Paniagua, ya sean poemas o ensayos, comparten una misma raíz: una raíz metafórica, queda claro, pero también una raíz de metáfora. Me explico: poema y ensayo, nos dice otra vez Rafael Vargas, son formas de indagar, y ambos, me permitiría glosar yo (con toda modestia y precaución), son tentativas de exhibición de una capacidad única en el verdadero poeta: decir que esto es parecido a aquello, hallar los hilos invisibles (mas nunca inexistentes) entre dos fenómenos; encontrar, en pocas palabras, las similitudes en lo aparentemente disímbolo. Así, lo que vemos surgir, ya sea prosa o verso, es brote nutrido por idéntica luz e idéntica agua. Lo que Paniagua quiere decir, como la yerba de Los cuatro chopos, de Octavio Paz, titubea entre ser y no ser (ensayo o poema, agregaría yo), pero es, desde mi punto de vista (y aquí aventuro una mera hipótesis) el registro de los ensayos de su vida, como afirmaba Michel de Montaigne respecto a su propia obra. Lo que Paniagua nos oferta en Entre los árboles, la voz no es otra cosa que la bitácora del “cúmulo de decisiones que somos”. Los árboles a los que alude el título del libro, como los chopos de Paz, “son uno solo y son ninguno”.
Hablo y hablo sobre el ensayo, es el asunto que aquí nos convoca, pero ¿qué es exactamente el ensayo? Ya intenté decir algo (atrevido de mi parte cuando estoy hablando sobre un libro de Luis Paniagua), pero quisiera volver. Dice Liliana Weinberg que “se trata de la representación de un proceso reflexivo y un recorrido interpretativo desencadenados a partir del punto de vista, la situación y la experiencia personal de un sujeto pensante en diálogo con el mundo, con su época y con una comunidad de lectura”. Sujetos a la definición anterior, lo que vemos aquí, me disculpo si me repito, es la huella del recorrido que hace el autor por su época, su experiencia y sus lecturas, ya que en el ensayo, según Beatriz Sarlo, se escribe para encontrar, para mostrar las maquinaciones y dificultades a las que obliga seguir un rastro, los desvíos y desvaríos; no se escribe para contar lo que ya se ha encontrado, y Luis Paniagua, me parece, se asume, como asevera Rebeca Solnit, plenamente perdido (no es que lo esté en ningún momento), sigue buscando y eso le confiere total libertad a los derroteros de su pluma. Eso sí: tiene la cortesía (que no la obligación) de mostrarnos su particular visión del ensayo, la que ha capturado en este momento, diría él mismo y con mejores palabras, en el apartado que abre el libro: “Ácido desoxirribonucleico” (que será, me atrevo a pensar, un referente teórico para futuros ensayistas, una boya más en el oscuro mar del ensayo para quienes deseen iniciarse en dicho género).
Quepa una aclaración: este libro está incompleto y no es de sorprender: para Beatriz Sarlo, todo buen ensayo desafía la clausura y con ello la argumentación. Walter Benjamin, por su parte, nos dijo que los grandes hombres dan mayor peso a las obras inconclusas que a las que ya ostentan un punto final, así que, sí: este es un libro inconcluso porque la otra parte la aportará el lector, ese “otro miembro de la tribu”, en palabras del autor de este volumen de ensayos.
Y otra vez, espero me disculpe el autor, trato yo de decir qué es el ensayo: es esa pieza exploratoria, confesional y autorreferencial, que pretende compartir con otros nuestro tren de pensamiento. O quizá sea mejor retomar otra vez a Sarlo: “El ensayo es un texto que resiste la paráfrasis y que no puede describirse por sus partes; es la pieza que dibuja un movimiento más que un lugar alcanzado; es el testimonio de una vida, la biografía intelectual de un hombre sin nombre, no histórico; la conversación que sostiene alguien consigo mismo sobre una hoja en blanco”. El ensayo es, hoy, aquí, “eso que abre una caja de resonancia donde cabe la intimidad y la memoria”. Lo dice Luis Paniagua; yo le creo.