Daniela Albarrán,
La escuela,
Toluca, México,
Universidad Autónoma del Estado de México,
2020, 82 pp.
Ricardo Aguirre (Toluca, 1993). Es licenciado en Antropología Social por la Universidad Autónoma del Estado de México. Actualmente estudia la maestría en Antropología y Estudios de la Cultura. Forma parte de la banda de post punk Hel y del taller de poesía de la revista grafógrafxs.
La escuela, de Daniela Albarrán
Ricardo Aguirre
La escuela ha sido sistemáticamente la institución que vela porque los individuos socialicen, es decir, que aprendan la connotación del civismo y puedan denotarse como ciudadanos. Habitamos en la escuela alrededor de 19 años, esto si no quedamos APLAZADOS de la universidad, si tenemos el privilegio de estudiar el bachillerato. Tener una vida escolar implica desplazarnos entre compañeros, maestros, directivos, orientadores, intendentes y promotores. Esto, a su vez, conlleva interactuar con muchos otros que darán forma a lo que percibiremos y significaremos en nuestra vida cuasi adulta. Puedes ser el más popular con un total 90 y tu ropa de marca, ser acosado por no poder defenderte, el rudo por acomodar quijadas a la hora de la salida, el que se la vive en la dirección llenando reportes o el mudo de la esquina del salón. Hay algo que comparten todos esos lugares, y es el color grisáceo con el que los docentes adoctrinan a sus alumnos, la forma en la que se conciben la niñez, la adolescencia y la juventud. Pareciera que quienes están al frente olvidan que alguna vez estuvieron en el lugar de sus pupilos. En esos lugares se apacigua y se mata al espíritu crítico, a los sueños de ser diferente ante la hegemonía de ser-hacer algo de acuerdo con el molde. Pero cuando este principio básico termina, tus amigos ya se ahogaron en recuerdos que anidan tu memoria, cosida, llena de parches y de estigmas; entonces, el golpe de suerte está de tu lado, tienes la posibilidad de estar en el alma mater pública. Ahora alguien al frente te pide un milagro: “Sé crítico, piensa y reflexiona”. Jodida la cosa, ya nos han martillado la cabeza para la memorización-repetitiva. ¿Cómo pedirle eso a una generación agobiada por tener que callar y escuchar? Entonces asumes el papel de hacerte consciente, pero en casa ya le caes gordo a tu familia con tu actitud despótica, develadora de los mitos. Que se calle el chairo. Te acosan, te golpean académicamente, te callan de otras formas y ya estás como pasante o licenciado, ahora a tocar puertas. Recibes un puntapié con el CV impreso con tu cara de idiota, soñando con el puesto perfecto que te catapulte a la gloria laboral académica, pero el de enfrente te reclama por tu inexperiencia: “Eres un novato, aquí pedimos cinco años para darte el salario debajo de la mal media, con el horario de entrada, pero no de salida”, y entonces te das cuenta de que te la has vivido encerrado de cuarto en cuarto, de ser aceptado a ser aplazado, nadie te dijo para qué te has estado preparando, porque los golpes que recibes a diario te recuerdan que has corrido a ciegas en la escuela, grisácea, institucionalizada, llamada vida.
La escuela, de Daniela Albarrán, es una parte de un manifiesto de la generación que es culpable de ser joven e inexperta, de poner el dedo en el jenga de un edificio a punto de colapsar, el cual ha sido coloreado con pintas rojinegras, verdes-moradas para renacer. Cada parte del poema es un encuentro con una vivencia derivada de habitar en las aulas y en los patios con nuestros compañeros y amigos, de respirar los sentimientos que anidan ahora en imágenes fugaces, pero que nos permiten hablar desde la que alguna vez fue nuestra interacción detrás de esos muros. Lo cierto es que debemos creer que siempre habrá demasiadas bombas en el colegio explotando por doquier, en palabras, música y trazos… Tal vez algún día, la escuela en la que estábamos sea otra escuela, y la escuela que traemos no sea la escuela, y la escuela de escuela nos parezca muy mala escuela... ¡Y nos va a pasar a todos!