ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Xitlalitl Rodríguez Mendoza,
Prositas de amor contra el SAT,
ISBN: 978-607-99908-1-7,
México, Ícaro Ediciones,
2022, 80 pp.


Alonso Guzmán (Toluca, 1980). Es licenciado en Letras Latinoamericanas por la Universidad Autónoma del Estado de México y egresado de la Escuela de Escritores del Estado de México. Publicó La agonía de la marmota (2006), Premio Alejandro Ariceaga para primera novela del Centro Toluqueño de Escritores; Los geranios y la nieve (Diablura ediciones, 2014), Górgoro (Diablura ediciones, 2019); y Herida cubierta de malva (Grafógrafxs, 2020). Es locutor y productor en el 99.7 de FM, Uniradio; bajista y vocalista de la banda de punk Re.IN; y coordinador del taller de narrativa de la revista Grafógrafxs.

 

Safari de oficina

Alonso Guzmán

 

 

Siempre he sido un animal de oficina. Habité la primera en 2006. Las paredes eran de vidrio y cada escritorio tenía una Mac fosforescente. Desde el principio la sentí como una jaula y pronto me reconcilié con ella. Fue un pacto lento, pero fue. Desde entonces, mi ecosistema han sido los pasillos, la repetición, la cabeza gacha y la impresora compartida. No puedo explicar mi vida adulta sin la imagen de un escritorio mediano, una computadora random, ciertos libros y papeles que se amontonan como una manifestación pública. Uno se convierte en la jaula, toma su forma y cede hasta transformarse en un mamífero manso que se encorva sobre un tablero que reproduce oficios, notas, guiones.

Esto es: cuando te entregas a la oficina, lo primero que ofreces es el cuerpo. Podemos hacer una breve anatomía del oficinista y veremos su joroba insinuada, la barriga (prominente o llana) destacando entre los muslos y el pubis como un guiño; los brazos delgados como carrizos y las piernas esbeltas apenas visibles entre el armatoste de la espalda que se encorva como un iglú. Es el cuerpo lo que ofrendamos a esos dioses lentos pero feroces del horario laboral. Es su sustancia la que se convida en ese ajetreo de letras y símbolos que con afán vamos trazando sobre una hoja en blanco que no nos pertenece. No hay martirio sin cuerpo y no hay éxtasis sin carne. Xitlalitl nos lo recuerda en sus prosas de oficina, nos detalla esa transformación de nuestros dedos en símbolos, sus venas en marcas tipográficas, porque esa simbiosis es la transformación del oficinista, de pronto el rigor de su geometría convierte el cuerpo en un bosquejo quebradizo, masticable, bagazo que, lo sabemos, será desechado en algún momento por esa trompa salitrosa de la burocracia, la institución o la empresa.

Desmedidos y corporales, las bestias de oficina murmuramos salmos, máximas de un Confucio de pasillo, de un deseo sagrado; le apostamos a la conformación del misticismo de escritorio, ese fervor de nueve a cuatro que se nos revela inmaculado, sagrado e inalcanzable, abstracto hasta el hartazgo, inasequible de tan puro. Nos consagramos a ese invisible poder de lo cotidiano en donde la revelación se manifiesta en un memo, y la hierogamia se manifiesta en la oficina cerrada de los jefes, porque hay que decirlo, siempre hay jefes, figuras borrosas que latigan con su indiferencia nuestros lomos percudidos.

Pero nos reímos agazapados en la sombra del monitor. Pero susurramos al margen del salario y mostramos los dientes y simulamos un graznido que suele confundirse con la carcajada. Xitlalitl nos confronta con este bestiario de lo hipercotidiano. Dota con ese extraño fulgor de la risa al paso desértico por las editoriales, las gerencias y las salas de juntas.

Qué animal deseoso es el asalariado, qué lamento germina en su garganta y termina por regalarlo todo. Qué salario tan pigre abarrota su marsupio, su desbandada entre el Electra y la tarjeta Walmart; su viperina sensación de triunfo a la sombra de ese depredador silente que es el SAT. En este libro, Xitlalitl está construyendo el mapamundi del oficinista, su natural sustancia que anhela y se rompe, que toca con guantes de hule la piel de un camaleón gigante. Ahí, en sus labios húmedos y su risa navajada, el oficinista es el nuevo místico; el anhelante que su contemplación halla y extravía, siempre en un camino seco que, lo sabe, no lleva a ninguna parte.

Este libro, sin embargo, es más, al menos dos momentos más: el recuerdo y el anhelo. Xitlalitl nos presenta una cotidianidad debocada, transita desde el gag, el minimalismo, la parábola pop, para recorrer con ella ese desasosiego de la memoria, su memoria; recuerdo sobre recuerdo nos ilumina su tundra personal y evoca las ciudades vividas, los cuerpos trazados, los abrazos idos, lo fatal de Kafka y Lyn May, la misma puerta cerrada y el mismo trance.

Me encanta esa tragedia constante y la lejanía con que las palabras se acomodan para formar un cerco que es trinchera y es motín. Xitlalitl quiebra las sólidas paredes del lugar común y nos ofrece el inestable flujo del lenguaje; es en su fascinación ante el mundo y el retablo íntimo de su pasado en donde suele habitar el Zeitgeist, el espíritu de la época que nos aniquila y nos empobrece mientras creemos, sólo creemos, que nunca seremos salvados, ni nos salvaremos.

Sería una buena broma que en 700 años los formularios del SAT se leyeran como poemas arcaicos de amor, escritos por una sociedad estandarizada que veía por el bien común. No lo sé. De lo que sí estoy seguro es de que estos poemas se quedarán en algún rincón de la memoria latiendo como late el anhelo de la quincena o el gozo, mínimo, de no pagar impuestos. Para la burocracia hacendaria, una bomba que es poema.  

Hasta ahora veo la oficina en donde paso nueve de las doce horas de un día. Sus hebras y su cosmos. La representación del éxtasis en cada uno de mis tendones, porque estar en una oficina, habitarla, poblarla, necesita un cuerpo. El martirio necesita un cuerpo, y la explosión mística también. Un cuerpo que se arrebata con las grafías de la corrección, que se desparrama como tinta verdosa sobre un escritorio de congoleum. La autora de este libro es una consolidada trabajadora de oficina. Se ha consagrado en ese ritual de popelinas y encajes.

Me encantaría escribir esta reseña como escribimos los Post-it que pegamos en el microondas para recordarle a los demás que lo limpien después de calentar su pozole. Quiero decir: claro, conciso, lapidario.