Luis Alberto Arellano Hernández,
Rafael Lozano, mensajero de vanguardias,
ISBN: 978-607-8500-78-9, México,
El Colegio de San Luis / El viajero inmóvil,
2018, 256 pp.
Yaret Rodríguez Badillo (Dolores Hidalgo C.I.N., México, 1992). Es estudiante de la licenciatura en Letras Españolas en la Universidad de Guanajuato. Ha colaborado con Nagari Magazine. En 2023 obtuvo una mención honorífica en el X Concurso Nacional de Crítica Literaria Elvira López Aparicio.
Tras la figura prismática de Rafael Lozano
Yaret Rodríguez Badillo
Podría pensarse que quienes definieron el rumbo de la literatura son aquellos que dejaron una señal indeleble y perfectamente identificable, que cincelaron su paso por el campo literario de tal forma que su senda se convirtió en el camino por transitar para los que venían después. Sin embargo, con facilidad se da por sentada la participación de las personas que lo marcaron de forma menos evidente, figuras a través de quienes la luz se refractó para cambiar la percepción de la literatura. Tal es el caso de Rafael Lozano, un autor desconocido, cuyo nombre quedó sepultado acaso por el peso de su labor, como si para dejar huella hubiera optado por el industrioso trabajo de un tramoyista que contribuyó a hacer posible la escena literaria de la década de los veinte.
En ese sentido, con el libro Rafael Lozano, mensajero de vanguardias, Luis Alberto Arellano Hernández busca situar la figura del escritor neoleonés en el ambiente cultural de los años veinte y, con ello, reconocer su labor «en la formación de una década fundamental para la historia de las letras nacionales» (p.16). Así, hace de Lozano un hilo conductor que permitirá entender la transformación del horizonte literario tras la Revolución mexicana y la recepción de las vanguardias en el país. A pesar de que su actividad es vasta, por cuestiones metodológicas, Arellano Hernández deja a posteriores investigaciones sus facetas como poeta, traductor y crítico. Así, el autor centra su análisis en Prisma. Revista Internacional de Poesía, la primera destinada por entero a la lírica en México, creada en 1922 y dirigida desde París por Lozano. Asimismo, recupera otras de sus colaboraciones en publicaciones periódicas, tales como Cosmópolis y La Falange.
Si bien Lozano participó en múltiples proyectos y publicó obra propia, Prisma es la síntesis de sus intereses cosmopolitas, el instrumento que, desde la Ciudad Luz, refractó «todas las aventuras poéticas del momento» (p. 188). Tal vez por ello, siguiendo esta analogía, Arellano Hernández propone un abordaje tridimensional y trata la figura de Rafael Lozano a manera de prisma. Los tres capítulos recuperan una de las caras de su labor en la vida cultural y literaria. En el primero de ellos el autor retrata a un joven colaborador de dos grupos enfrentados: contemporáneos y estridentistas. En la segunda cara va tras sus pasos como corresponsal de El Universal Ilustrado en París, donde tuvo contacto con las vanguardias europeas. Una tercera superficie muestra a Lozano como director de Prisma, en la cual además fungió como crítico y traductor. El epílogo cierra con su participación en la revista Crisol.
Estas caras del prisma sirven también para aproximarse a las inclinaciones de Lozano. Para Arellano Hernández, la actividad que desarrolló el autor neoleonés en la década de los veinte tuvo tres ejes: «el poliglotismo, el interés por la novedad formal como la expresión de una necesidad de renovación en la poesía, y el interés por acercar tradiciones exóticas a los lindes de la poesía en castellano» (p. 90). Esto explica que, con tan solo veintitrés años, fue espectador de las vanguardias europeas y se convirtió en el intermediario entre ellas y una literatura mexicana ávida de revolucionarse, labor que cambió la escena literaria del momento.
Sin embargo, el fenómeno luminoso de Lozano fue breve. Del mismo modo que entró a ese mundo y se movió con total soltura, regresó a México para colaborar con figuras como Salvador Novo y Jaime Torres Bodet. Una vez aquí, redirigió sus esfuerzos. Para Arellano Hernández, «Lozano no ve necesario explicar cómo su visión cosmopolita va de un proyecto como el de La Falange, un lustro antes, y termina en la militancia nacionalista y revolucionaria que Crisol enarbola…» (p. 205). Con ello cerró una década de proyectos propios y se enfocó en la divulgación de la obra poética de otros autores, actividad que siguió desarrollando, incluso en otro país. Posteriormente, la figura de Lozano se opacó hasta convertirse en un misterio.
Por ello es tan relevante la labor de recuperación que hace Luis Alberto Arellano Hernández con su obra. Sin duda, este libro es una oportunidad para arrojar luz sobre la figura de Lozano y situarlo como puente entre diversas tradiciones literarias. Asimismo, la reconstrucción del peregrinaje de este escritor cosmopolita es útil para entender una época en donde el campo literario mexicano se reconfiguró para dar cabida a nuevas formas de literatura. Finalmente, como primer abordaje, la investigación sirve como punto de partida para otras más profundas sobre la obra poética, crítica y de traducción de Lozano.