Aldo Rosales Velázquez,
Tren suburbano,
ISBN: 978-607-98050-5-0,
Malpaís ediciones,
2018, 187 pp.
Izel Shamaní (Chalco, Estado de México, 1991). Es autora del libro Muti (Casa Editorial Bonsái, 2022). Ha participado en diversos foros de poesía en México. Cursa la licenciatura en Creación Literaria en la UACM y asiste al Taller de Creación Literaria del FARO Indios Verdes. Textos suyos aparecen en diversas revistas, como Neotraba, Plástico, Monolito y Grafógrafxs.
La belleza del terror
Izel Shamaní
Un día, aunque se haya vivido aquí desde siempre, se ve por primera vez la periferia, que se revela en toda su magnitud, sin previo aviso. Quizá luego no se recordará con precisión la fecha de aquel encuentro, pero desde ese momento será imposible olvidarla: no pensar en ella será tarea ardua, infructuosa. La periferia.
Posteriormente, en un proceso paulatino, va a convertirse, esa misma periferia, esa frontera, en una pregunta que se trasladará a los demás, a los que nos rodean, a quienes habitan en esa zona limítrofe, porque todo lo medianamente urbano sólo puede ser narrado por ellos, sus habitantes. Dado que el Estado de México puede ser cruel, la mayoría ha optado por mantenerse callado. Pensar demasiado, oír demasiado, ver demasiado, puede ser abrumador: hablar de la periferia casi siempre se torna en desamparo, en intemperie; quien habla de ella, habla de la realidad, habla de seres humanos.
Allá, en esa zona insospechada si se le mira desde el centro, desde la ciudad, se camina con la mirada baja, así quizá no veremos al perro que abandonaron en el puente, a la persona que parece dormida en la acera, al migrante que espera a que pase la lluvia, aunque ya esté empapado; si no lo vemos, no tendremos que sentirnos culpables. Pero de vez en cuando sucede que levantamos la mirada, es imposible no levantar la mirada y darnos cuenta de que esos seres siguen ahí: no conocemos el Estado de México sin ellos. Después, quizá, volveremos a andar con la mirada al piso el mayor tiempo posible. Sin embargo, voltear, levantar la mirada, es la misión del cronista, aunque no sea deseable hacerlo, aunque lo encontrado nos rebase y sea imposible de olvidar. Y es justamente el foco de esa observación lo que nos muestra Aldo Rosales Velázquez en Tren suburbano.
En esta entidad, más de la mitad de las noticias son sobre violencia o pobreza. Aquí (como señala Aldo en “Una cobija gris”, una de las piezas que componen este libro), y en el resto del mundo, esto no es casualidad. Por nuestra parte, los habitantes de este territorio siempre estamos preparándonos para combatirlas o, en todo caso, alejarlas, ya que ese sentir se vuelve más palpable cuando lo trasladamos a aquellos que las personifican, cuando los números adquieren rostro. Así, entonces, es normal que queramos apartarlos de nosotros, porque creemos, esperamos, que eso alejará los males que los aquejan y que son tan nuestros, tan cercanos.
El valor de la crónica en Tren suburbano radica precisamente en que, gracias a ella, podemos retroceder y volver a acercarnos al fenómeno anteriormente ignorado. Gracias a la crónica, en palabras de Svetlana Alexievich, podemos “plasmar la cotidianidad del alma” y es eso justamente lo que nos presenta Aldo Rosales en este volumen de crónicas porque, como Svetlana dice, “la belleza se encuentra en cualquier parte”, sólo que debe ser de quien se atreve a mirarla, a tomarla y hacerla suya, aunque pague el precio del saber, del mirar. El cronista está dispuesto a quedarse quieto bajo una lámina, un techo, un puente, para observar y decirnos por qué debemos volver por un instante a ver a esos personajes y, en ellos, reconocernos.
Todos, también los de allá afuera, principalmente los de allá afuera, merecen ser escuchados y vistos por más de un segundo, al menos una vez, ya sea un perro o un hombre al lado de la vía, porque, ¿qué hay del que pierde su cobija o su último par de zapatos? ¿Quién los verá si el cronista no nos toca el hombro y nos señala en su dirección? Gracias a Aldo podemos escucharnos, ver nuestras muletillas mentales, los recuerdos que seguimos repitiendo sin darnos cuenta. Así, en el proceso, la crónica no inventa personajes, acaso los descubre, y resultan ser, desde su existencia, tan bellos como aquellos que son creados por el escritor de ficción.
A lo largo de estas piezas, vamos cambiando con los protagonistas, porque profundizamos en ellos; entendemos que no basta con verlos o escucharlos una sola vez: queremos entenderlos porque deseamos entendernos a nosotros mismos, nos obsesionamos con la lectura hasta que comprendemos algo, cualquier cosa que se escapa, entonces encontramos una crónica honesta, una que no apartamos porque esa historia representa lo que nos preocupa.
En Tren suburbano hay belleza y tristeza, porque, como dice Alexievich, hasta el terror tiene belleza. La literatura tiene que ofrecer respuestas más profundas que “lo negro es negro”, tiene que mostrarnos los matices, aunque sean los infinitos, y si una bondad tiene la literatura es recordarnos que no tenemos que olvidar que existen, que es nuestro deber volver a verlos, incluso en el gris de una cobija.