ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Marco Tulio Aguilera Garramuño,
La honesta lujuria,
ISBN 978-607-9786-21-2, México,
Nieve de Chamoy,
2018, 104 pp.


Carlos Valenzuela Ocaña (Ciudad de México, 1981). Egresado de la licenciatura en Letras Latinoamericanas de la Facultad de Humanidades de la UAEM. Realizó estudios en la Escuela de Escritores de la Sogem, sede Metepec. Actualmente es corrector de estilo en la Secretaría de Cultura del Estado de México. Durante casi una década publicó reseñas literarias en el periódico digital Alfa Diario.


La honesta lujuria

Carlos Valenzuela Ocaña

 

Erotismo, lascivia y ¿pornografía?: unos u otros dirían que, al menos a dos de estos ejes rectores (al que cabría añadir uno más: el del humor) se supeditan las narraciones que integran La honesta lujuria, de Marco Tulio Aguilera Garramuño (libro que, cabe aclarar desde el inicio, se compone de fragmentos “metaliterarios”, pues fueron “escritos” y publicados por el personaje Ventura, del mismo autor, dentro sus novelas compendiadas bajo el título de El libro de la vida; así que quien esto escribe ya conocía varios fragmentos que Aguilera Garramuño hilvanó para darle forma a la presente edición): seis relatos o una “novela episódica”, sin inhibiciones, protagonizados por Amado de los Santos Dionisio Luna, un voluptuoso y amantísimo consultor especializado en dar “solución a asuntos amorosos, afectivos y eróticos”, una historia “que tiene por motor el erotismo y por protagonista a un personaje obsedido, más que por el sexo, por la plenitud que el sexo le brinda”, como apunta Rafael Antúnez.

La primera narración, “Historia incompleta de Ranita”, nos presenta al personaje y cómo da inicio su sensual proyecto laboral: una excompañera de trabajo le solicita su ayuda ante la menesterosa y naciente sensualidad de su hija, la Ranita del título; su progenitora desea que su “niña tenga una iniciación feliz a la vida amorosa y que entienda que el erotismo es algo agradable, limpio, sincero. No quiero que un bruto la convierta en su desaguadero y un esposo en su esclava […] Quiero que un hombre como usted le sirva de maestro de la vida”. La trama se complica entre la impotente reticencia de Amado (aunque se sabe, desde siempre, enamorado de las ninfas impúberes, seducido por su naciente sexualidad, en el fondo le provocan más desasosiego que vil calentura) y el giro caricaturesco que le da Ranita al meollo: el del seductor seducido que termina derrotado.

A esa primera y más extensa (al menos por el número de páginas) faena le siguen “Donna maradonna”, en donde nuestro quijotesco seductor se enfrenta a una italiana de proporciones descomunales, “un auténtico elefante marino”, capoteada y finalmente embanderillada por el gozoso colegial del amor; “La mujer armada contra el amor”, un viaje expedito a tierras queretanas para allegarse a Margarita, pudorosa y sensibilísima mujer que no ha conocido hombre en casi un lustro, pero que no puede dejarse seducir por cualquier asilvestrado truhan (de ahí las treinta y cinco cartas que enviara al “profesor erótico” para que socorriera sus penurias); en “La mujer a la que siempre le decían que no (o a mí que me gusta el trote del macho)”, Cayita, una casada y acomodada damisela, persuade a Amador para darle una lección a su marido, hombre inepto, intelectualmente emasculado (“Y a mí que me gusta el trote del macho, me tocó galope de burra vieja… Me casé con un hombre para que me dijera que no”, dice la afligida mujer). A continuación, en “Cleopatra Martínez”, homónimo de la heroína en cuestión, se nos presenta a una desangelada amante cuyo bravucón proveedor de clímax se encuentra en prisión.

Finalmente, la violinista polaca Korolenko, altiva y destemplada dama “que termina por castrarlo con su despliegue de desdén e intelectualidad” (Gustavo Arango dixit), le revelará a Amado su verdadera condición de irremediable enamoradizo más que de pornógrafo o de seductor.

Dice Roberto Pliego que le resulta antipático el protagonista de esta novela, pues el narrador “maneja un estilo tan pomposo y extemporáneo como los zapatos de charol”, porque “siente un cariño natural por el lenguaje pomposo, una mezcla de academicismo, vanagloria y falsos arrebatos poéticos”, lo cual culmina en una “resuelta invitación al bostezo”. Puede ser. A quien esto escribe, en cambio, siempre le ha divertido ese tono que homenajea al Manco de Lepanto (todas las distancias guardadas, obviamente) al juntar barroquismo y neologismos con pinceladas barriobajeras, llaneras y soeces. Y coincide con Peter G. Broad, quien afirma que lo que caracteriza al estilo de Aguilera es “el cuidado y el gozo con los que escoge su vocabulario, inventa sus neologismos, da vida a sus personajes e insinúa su concepción del mundo y del arte. […] está enamorado de las palabras que le facilitan sus obras y las trata, las acaricia y las domina de una forma casi impúdica. En este afán de buscar un lenguaje exacto, pulido, original y expresivo vemos al máximo la emoción, la pasión con las que Aguilera Garramuño se esfuerza en crear sus obras”. Además, “la novela reivindica la libertad del acto creador”, ratifica Gustavo Arango; “pero sería condenada al fuego por la inquisición moral que intenta tomarse los estudios literarios. Su diálogo es con Cervantes, Rabelais, el Marqués de Sade. Su gran protagonista es el lenguaje: ese estilo de perro viejo con que Aguilera Garramuño sigue escribiendo en la sombra la historia de la literatura colombiana”.

Por todo lo anterior, creo más conveniente quedarse (y cerrar) con lo dicho por Mónica Braun, editora del libro, para quien esta novela ostenta “todo lo que apreciamos nosotros en la literatura: un lenguaje magistral, una historia que a muchos les puede resultar incómoda y mucho sentido del humor”. Y cabría concluir con sus palabras: “En estos tiempos de corrección política, esta novela gozosa, lujuriosa y bella es un verdadero regalo. Porque la literatura siempre ha sido y debe seguir siendo fundamentalmente libre”.