Alejandro Ariceaga, et al.,
No hay límite: tunAstral 1964-1995,
ISBN: 968-484-342-9, México,
Gobierno del Estado de México / Instituto Mexiquense de Cultura,
colección Cuadernos de Malinalco,
1997, 54 pp.
TunAstral cumplió 60 años
Iliana Espinoza Rivera
En 1997, el Instituto Mexiquense de Cultura publicó el número 28 de los Cuadernos de Malinalco Nueva Época, que es también la primera edición de la segunda antología del grupo TunAstral, con el título No hay límite: tunAstral 1964-1995. La primera antología es un pequeño libro de tapa rústica, editado por José Yurrieta Valdés, publicado por Cuadernos de México e impreso en junio de 1967.
¿Qué relevancia puede tener TunAstral en la actualidad? ¿Qué es o quiénes son? Roberto Fernández Iglesias, conocido como «el Gordo» Iglesias, presenta la antología y define a TunAstral como una tribu caracterizada por asumir el riesgo artístico y por su acción, particularmente en torno «a la letra». El proyecto nació el 11 de mayo de 1964, en la ciudad de Toluca, Estado de México, impulsado por los «tunastralopitecos», es decir, los miembros de la Primera Era. Aunque algunos de ellos se nos han adelantado, otros se mantienen activos, han evolucionado, han integrado a nuevas generaciones y ahora se muestran como una mariposa, en cuyo corazón palpita una pluma fuente.
Estas líneas se enriquecen con la charla de quienes conocieron a los fundadores y a algunos de los primeros integrantes, en actividades que ya no resuenan, pero son sus raíces. Nos enteramos de que, en los años sesenta, la agrupación toluqueña no sólo incluía escritores noveles, sino jóvenes que se iniciaban en la pintura, como Martinef; o de los apasionados del teatro experimental, como Gladys Rivera, quien evoca las presentaciones en el Teatro del Seguro Social, así como la ampliación de horizontes y quehaceres que significó para el grupo un apoyo del Gobierno del Estado de México, con que emprendieron gastos de vestuario, traslados y publicaciones.
Desde la voz de América Luna, adquieren carne e historias de vida un par de nombres que son tinta en las páginas de la antología, como el de Blanca Aurora Mondragón y el de Eugenio Núñez Ang. No sólo ellos perseveraron en la escritura, además de que otros se enfocaron en las rugosidades del papel o el lienzo, unos más se hicieron médicos que escribían. Obstinadamente, en fin, hubo quienes escribieron hasta desaparecer, pero no de la Enciclopedia de la Literatura en México, como Alejandro Ariceaga. Hay un camino en el que abundan evidencias del paso de Carlos Olvera, Francisco Paniagua, Margarita Monroy, Rosaluz Velázquez, Alfonso Sánchez Arteche, María Eugenia Olguín, Hernán Bravo, Eduardo Osorio, Mario Márquez, Luis Antonio García Reyes, Martín Mondragón, Enrique Villada y Mario Ríos.
Entre cadencia y fluidez, leemos un Ariceaga mozo que se codea con los bichos, que todo lo mira y mientras más mira, más quiere ver. Nos hace acumular la tensión de un observador aficionado de los secretos que guardan las azoteas, que incita a las conjeturas y logra el clímax. Mientras tanto, Blanca Aurora nos lleva del brazo de una mujer embarazada y nos convierte en su única compañía, luego de que todos y su familia la hayan dejado a sus propios recursos, sólo con una maleta y con una oprimente sensación de vulnerabilidad; pero no dispuesta «a aguantar».
Núñez Ang nos permite escuchar sus pensamientos de placer y angustia alrededor de los pies, los pies de todos, los suyos, los de los hombres bellos, los de los hombres de la costa, y es una suerte no tener que conformarnos sólo con ver. Carlos echa un ojo al día de una pareja, con razones para vagar entre galerías, enfocados en pinturas admirables, cuyos datos habrán de distorsionar, en medio de un frío y una negligencia capaces de dejar exánime a su esclavo. De manera contrastante, Monroy, en su ensayo breve, reflexiona sobre la idea de cultura, su importancia, la multiculturalidad del Estado de México y la necesidad de que se fortalezcan las políticas que la incentivan y la difunden, y se amplíen los espacios de expresión.
¿Cómo podría no haber poesía? Bravo siente el drama de la separación forzada de un ternero y su madre, testimonia una angustia colectiva que resulta en una solidaridad pasajera para la vaca. Natura siempre es y el hombre siempre esclaviza, explota. Roberto, por su parte, se lamenta de un mundo lleno de artificios humanos, del debilitamiento de la naturaleza, vive un extrañamiento en medio de alambres, cables y las suposiciones de una selva que existió. En tanto que, a la vuelta de una página, se queda absorto en los encuentros ineludibles de los cruces urbanos, en un parpadear del otoño.
En combate con la inmanencia de la tarde y del amor, García Reyes se vacía a la calle a redescubrir un mundo de monotonías, de «respiraciones cansadas», que lo hacen desear volver al ensueño de un amor marino. Mientras tanto, Márquez anhela un nuevo corazón, valiente, que sobreviva las batallas, así como imagina congregar a los seres con una campana, para abrir puertas; abrir, volver. Y Matinef, inmerso en el continuar, que se llena y siempre está vacío, va y viene con «una regadera en la frente», que llueve llueve.
Martín confiesa sus enojos, maldice a quienes no leen poesía y a quienes crean que la leen, porque el alma no está en venta, pero sí. Olguín, en cambio, queda fija en la distancia y canta para que haya poetas; que no queden cielo ni pájaros sin ser nombrados, que se cumplan los encuentros. Luego del propio nacimiento, se declara hambrienta, abierta, mientras que el fuego de su ser escapa entre las ranuras y coloca leves frutos entre sus ramas.
Eduardo se despierta y escribe, sin llorar, en tanto que todos lo hacen; ríe, luego de acabada la agonía del que parte, así como de quienes hicieron guardia en un hospital, frotándose todo el tiempo la idea de muerte bajo la piel. De entre los versos endecasílabos de Villada, en dos cuartetos, dos tercetos, uno descubre al caballo en las suertes charras, otro a la cebolla que se cuece en los aromas de la cocina, y son castillos de luz. Y es Rosaluz quien los precede con sus poemas de melancolía y del dolor ajeno, del dolor de todos, así como de la promesa de volver a beber de la esperanza.
Sánchez Arteche imprime las estampas De cierta ciudad y de un pueblo trepado en el cerro. Contempla un arcángel petrificado sobre un muro de A-Pinahuizco, de pinahuixtle, lugar de la yerba de la vergüenza, que florece en cazuelas rosadas. Es el atrio donde suceden pastores niños y la devoción. En fin, Paniagua destapa el peso de la impotencia ante el cansancio por las guerras, la extinción del cuerpo, cuando «los pulmones se pudren» y nos deja con la sensación de arar la vida con las uñas. Pero las semillas que encontramos, sin embargo, germinaron, porque leer esta antología fue sorpresa que osciló entre lo visible y lo profundo.
TunAstral cumplió 60 años de existencia en 2024. Durante esas seis décadas se ha entramado en la historia y la cultura toluqueña. Es un pasaje significativo. Por su resistencia a morir, la tenacidad en evolucionar y su continua labor de difusión de la obra de artistas y escritores del valle de Toluca, es justo reconocerle con estas líneas y a la par de esta máxima casa de estudios mexiquense.