El día de la ballena
Ramiro Sanchiz
Papá no iba a acompañarnos esa tarde al museo. Había elegido para mí la camisa blanca de manga larga, la que tenía rayas de un rojo pálido y feo, porque decía que cuando era ropa de hombre, ropa formal, le tocaba a él elegir. No me gustaba esa camisa, pero había entendido hacía tiempo que no tenía que hacer preguntas ni protestar cuando papá no nos acompañaba; mi madre, en cambio, se volvía en esas ocasiones más locuaz que nunca, como si la hubiese animado de repente una nueva libertad.
Por aquel entonces mamá todavía manejaba el Ford negro en el que se perdería poco más de un año después; salimos a las tres de la tarde y encontramos pocos autos en la calle, así que quizá —no lo recuerdo bien— era feriado. Con el tránsito tan ligero el viaje no tomó más de veinte minutos. Había algo de gente en la entrada; mamá sonrió con suficiencia.
—Y… es natural —dijo—. Todo el mundo quiere.
Estaba claro que bajo sus palabras había mucho más: estaba diciendo también todo el mundo tiene que verlo o hay que ser un verdadero cabeza hueca para no sentir interés y quizá también estas cosas no le importan a tu padre, pobre.
—Federico, vos prestá mucha atención adentro, ¿estamos? Es muy importante para vos, especialmente importante.
Asentí. Mamá sonrió y me dio un besote en el cachete.
—Esto es fundamental, Fefín, a lo mejor no te das cuenta ya mismo, ahora nomás, pero con el tiempo lo vas a entender. Es algo muy importante, muy muy importante.
Me tomó de la mano y avanzamos en la cola. Nos detuvimos ante el mostrador de las entradas. Mamá puso esa expresión de jocosa suficiencia que solía adoptar cada vez que debía dirigirse a un vendedor o para hacer trámites; pidió una entrada de mayor y otra de niño, pagó y me tendió un pedacito de papel gris con la Cabeza bosquejada entre unos números que examiné detenidamente, como si aquello tan importante tuviese alguna relación con las cifras en apariencia azarosas que llevaban los boletos.
—Prestá atención, Fefín. Cada vez que se exhibe la Cabeza pueden pasar cosas; son días especiales.
Ya dentro del museo me acerqué a una enorme pintura de tema bélico.
—Eso me parece muy bien, Federico, pero lo más importante no está acá; vamos primero a lo que vinimos, después podemos mirar el resto.
Caminamos a través del atrio y encontramos una caseta de información en la que podía verse un mapa del museo.
—¿Ves? Ahora estamos acá. La Cabeza está acá —señaló en el mapa—; vamos derecho y luego, si querés, recorremos. Pero tampoco conviene apabullarte demasiado; la Cabeza ya es mucho para un día.
Me adelanté un par de pasos y examiné el mapa.
El punto que mamá había señalado llevaba la indicación número 12. En la clave leí “Exposición itinerante”.
—¿Qué quiere decir itinerante?
—Quiere decir que no es algo que podés ver todos los días, que es algo muy importante, que viene de otro museo. En este caso no es así, porque la Cabeza siempre está acá, pero guardada; la exhiben solamente una vez cada muchos años.
—¿Vos la viste antes, mamá?
—Era un poco mayor que vos, Fefín. Me trajo la abuela Clara.
La sala indicada con el número doce era la más grande, según el mapa. Le seguía en tamaño la siete, casi contigua.
“Ballena, crc 14,2 kA, prsrv. Adm. Victorinoff”, leí en la clave.
—¿Y por qué es tan importante la Cabeza, mamá? —pregunté.
Había sido un error formular esa pregunta.
—Federico, ¿no prestaste atención todos estos días? ¿Querés que busque un guía del museo para que te explique? ¿Un guía viejo y loco, como la última vez?
Yo era mucho más chico cuando sucedió; me había asustado y refugiado detrás de las piernas de mi padre.
—Es porque… —traté de que mi voz no sonara a que estaba adivinando— porque… ¿Porque se sabe que no es humana y es muy vieja?
Mamá volvió a suspirar. Me pareció que miraba con vergüenza a las otras personas que veían el mapa del museo.
—¿Muy vieja? ¿No es humana? Pero, Fefito, ¿cómo podés preguntar eso tan obvio? Lo tenés que saber, lo estudiaste en la escuela. Y vos y yo lo hablamos a principios de año, ¿no te acordás?
Asentí.
—¿Después podemos ir a ver la ballena, mamá? Mirá, es la número siete…
—¿Una ballena? Pero, Fefito…
Me tomó de nuevo de la mano y empezó a caminar por el pasillo principal. Yo recordaba el mapa: la Cabeza estaba al final del recorrido.
—Ahora vamos a entrar, Federico; tenés que ponerte serio, concentrarte.
Le dije que sí y me esforcé por ponerme receptivo, como cuando algo de lo que veía en la televisión o en los libros atrapaba mi atención y lograba abstraerme, arrojarme a un estado en el que parecía capaz de olvidarme del mundo que me rodeaba. Imaginé que en ese modo de pensar y de estar iba a sumirme por contemplar la Cabeza.
Entramos.
En la sala había unas diez personas, todas en silencio ante una enorme cabeza de piedra. Algunas permanecían de pie, inmóviles; otras se movían en círculos. Mamá me apretó más fuerte la mano; parecía contener la respiración. Sentí que era él el absorto, el que había logrado olvidarse del mundo. La cabeza, la cara en la cabeza, no tenía expresión alguna. Los rasgos —como los recuerdo ahora, porque no volví a verlos— me parecieron borroneados por el tiempo: las cejas finas, los ojos débiles, la nariz mínima. Creo que había algo esencialmente inhumano en aquella escultura —porque eso supuse que era: algo que quién sabe quién había horadado en la piedra—, pero a la vez pensé que la persona que representaba no podía ser enteramente ajena a lo humano, como un lobo o un árbol, sino que debía ser algo intermedio, más cercano a los seres humanos, como hombres de otras épocas quizá. Y después estaban las leyendas: las de las ballenas que habían dominado el mundo y las de la victoria final de los seres humanos.
—Mamá, ¿es un hombre o un robot?
—Pero, Federico, por favor, concéntrate y mirá —y añadió, en lo que era una mezcla de orden y ruego, articulado en la voz más lastimera que le había escuchado hasta entonces—; no vas a poder verla de nuevo hasta dentro de cuarenta años.
Obedecí, pero en lugar de concentrarme en la Cabeza sólo pude pensar en la otra sala, la de la ballena. ¿Sería un armazón colgado del techo? ¿Sería una ballena preservada, reconstruida, una simulación? ¿Sería peligrosa, incluso miles de años después? Yo había visto imágenes de ballenas en los libros de cuentos de hadas: sus formas tan perfectas y su evidente poderío me fascinaban, pero también su misterio, el hecho de que aparecieran en todos aquellos mitos, en las historias de cuando construían ciudades, volaban por el aire y el espacio y cayeron después tras la rebelión de sus esclavos, nosotros, que las empujamos hacia el mar y las extinguimos, haciéndonos a la vez un daño profundo por el que debimos pagar y seguimos pagando sin saber del todo por qué, o al menos eso dicen los locos (yo, naturalmente, sólo repito palabras que en realidad no significan nada). Entonces quise no estar allí —la inmensa cabeza de piedra no me decía absolutamente nada—, tenía ganas de correr hacia la otra sala, la número siete, para admirar la ballena.
—Es… —susurró mamá— es… maravilloso.
Estaba llorando, y sentí que mi madre se había vuelto muy muy pequeña. Que ante aquella cabeza tallada en la piedra estaba de alguna manera inerme, que pese a su edad avanzada no era mayor que yo o que papá.
Miré nuevamente aquellos ojos sin pupilas. La piedra era roja, como las rocas que había cerca del edificio en que vivimos hasta que cumplí cinco años, cerca del mar. Pensé que eran las mismas rocas que trepaba junto a otros niños del edificio, esas rocas que me parecían altas como las montañas. Si era así, la Cabeza no podía ser tan ajena a mi vida; quizá por eso, pensé, no me asombraba, no me emocionaba tanto como a mi madre.
—¿No es increíble? —me preguntó, cuando nos íbamos de la sala.
—Sí —mentí—, es increíble.
Quizá debí esforzarme más por parecer entusiasmado.
—¿Entendés ahora por qué sólo la exhiben cada cuarenta años?
Asentí. Pensé en decirle lo que había sentido al evocar las rocas de aquel edificio, pero ella seguía hablando.
—Cuando la abuela Clara se perdió… no, antes de que la abuela Clara se perdiera y el abuelo Quique se hiciera chiquito chiquito… —no entendí por qué de pronto me hablaba como a un niño de tres o cuatro años—, ¿sabés qué me dijo la abuela Clara? Una tarde, ¿te acordás de la casa de los abuelos?, bueno, una tarde antes de que se perdiera me dijo que a veces soñaba con la Cabeza.
Lloró una vez más. Pensé en lo pequeña que la había sentido minutos atrás; ahora era como si hubiese logrado agrandarse de nuevo, pero apelando a un material ligero, menos denso. Pensé en mi padre mirando las camisas y las corbatas, imaginé la sonrisa un poco forzada pero sincera que pondría cuando volviésemos a casa y apagase el televisor con algún partido de futbol al que, ansioso por nuestro regreso, en realidad no habría estado prestándole atención. Iba a esperarnos con torta y café con leche, chocolatada para mí, quizá canapecitos de atún, mayonesa y aceitunas.
—El abuelo Quique la vio sólo una vez, en 1930, y la abuela Clara la vio en 1943 y después conmigo…
—Me acuerdo de la casa de los abuelos —dije.
Estábamos de nuevo ante el mapa.
—Yo ahora entiendo… Fefito, yo ahora entiendo —y sonrió—, la abuela se perdió después de ver la Cabeza; no después, pero… eso, después… Como si fuera porque… pero no entendés, no podés entender aún.
Ahora me estremezco al recordar esa sonrisa y se me humedecen los ojos. Mamá se perdió hace años, la Cabeza no fue expuesta otra vez y yo aún no tengo una hija.
—Mamá… ¿no podemos ir a ver la ballena? —dije.
Me miró con cara de no entender.
—¿La qué?
—La ballena, mamá; en el mapa dice que en la sala siete hay una ballena, fíjate.
No miró.
—No, Fefito, ya no —me pareció de repente cansada o desilusionada—. Es demasiado por hoy… en un tiempito… en unos días te traigo de nuevo y ves lo que quieras. ¿Te parece bien?
—Yo quería verla hoy…
—Pero hoy viste la Cabeza, Fefín…, es mucho para un día. Además, yo no vi nada que hablara de una ballena… ¿Una exhibición de leyendas, decís?
Traté de insistir.
—Pero, Fefito, vos sabés bien que las ballenas…
Parecía nerviosa. Bajé la mirada y me resigné.
—Vos sabés lo que es una leyenda, Fefito.
Salimos del museo.
Afuera la gente parecía abstraída, ajena a la ciudad, a los árboles del parque, a los lejanos edificios. Algunos sonreían, o se buscaban y miraban con vergüenza. Mamá quiso acercarse a un grupo, pero se detuvo, me miró y me acarició el pelo.
—Mejor vamos a casa, Fefito. Papá ya debe haber comprado la cena… pizza seguro, o iba a encargar canapés, ¿no? Como te gusta a vos.
Pasamos entre la gente absorta y nos metimos en el auto. Mamá manejó sonriendo; seguramente entendía lo que yo no entendí, lo que quizá ya no entenderé. Pasaron dos semanas antes que le pidiera que me llevara a ver la ballena. Se negó: yo no insistí, ni traté de buscar el permiso hablando con papá. Después, al año y pico, se perdió. Subió al Ford y partió hacia el este, como su madre lo había hecho décadas atrás, como yo no habré de hacer nunca. ¿Y cuántos años pasaron ya? ¿38, 39? ¿Tendré una hija alguna vez? ¿O un hijo? ¿Cuánto falta para que vuelvan a exhibir la Cabeza, para que yo pueda entender? ¿Cuándo podré hacerme pequeño y más pequeño, y dejar de moverme, y respirar con el pulso de la eternidad recordando a mi madre y a mi abuela y a las voces de todas las mujeres que vinieron todavía desde más atrás que ellas?
Con el tiempo pude ahorrar el dinero de la entrada y fui solo al museo; me paré ante el mapa y busqué la referencia siete. No mencionaba a la ballena. Cuando pregunté a los guías resultó que sólo uno de ellos, el más viejo del grupo, recordaba que había sido dispuesta, muchos años atrás, una exposición con una ballena. Me pareció que los otros guías se reían de él.
—Con todas las piezas relucientes —dijo, con mirada soñadora.
Ramiro Sanchiz (Montevideo, Uruguay, 1978). Estudió Literatura y Filosofía. Entre sus libros publicados se encuentran Verde (2016, 2023), Un pianista de provincias (2022), El orden del mundo (2014, primer Premio Nacional de Literatura 2016), David Bowie: posthumanismo sónico (2020) y Las imitaciones (2016, 2019).