Relato de un náufrago
Daniel Guebel
Había resuelto el problema P versus NP y debía presentar procedimiento y conclusiones en un encuentro de colegas. Debido a mi temor a los aviones, mi mujer me propuso viajar en barco. La tormenta nos agarró en medio del océano, el casco escoró contra un escollo, una saliente oculta, el lomo coriáceo de una ballena, un iceberg, y se fue hundiendo. Los botes eran escasos, su goma estaba vencida, se hundían apenas tocaban el agua, envolviendo a los pasajeros en su olor a pudrición. Mi mujer no pensó en mí y se precipitó a su pérdida; la contemplé a la distancia, mientras subía al mástil; su boca hacía globitos mientras pronunciaba un nombre que no era el mío. Yo seguí trepando, pero los metros que ganaba los iba comiendo la catástrofe. Preferí no demorar más el fin y me arrojé al vacío. El choque contra la superficie fue como un golpe contra un muro. Al despertar, descubrí que flotaba. Al parecer mi ropa era impermeable y se había inflado con el aire. Claro que ese milagro era de corta duración y no me permitía guardar esperanzas. Por hacer algo di un par de brazadas. El movimiento no me sirvió para avanzar o retroceder pero al menos me entibió el cuerpo. Yo nunca aprendí a nadar porque el espectáculo de las piletas públicas siempre me repugnó. Me daban asco esas manadas de lagartos semidesnudos que ingerían y expulsaban aire y mocos por la nariz mientras orinaban en el agua, grasienta además por las secreciones dérmicas. De todos modos, mis conocimientos tampoco me habrían servido aun de haber sido un nadador profesional. En la cena de la noche previa al naufragio, el capitán comentó que estábamos atravesando el centro geográfico del océano, la parte más distante de tierra firme y donde las fosas abisales son más profundas. Luego, en tono lúgubre, refirió una experiencia sentimental que lo había arrasado. Dijo que todos los días pensaba en suicidarse y lo demoraba la comprensión de que en esos momentos uno se iba solo. Mientras seguía braceando pensé que el infeliz había puesto una bomba en el casco para morir acompañado. Por su culpa yo y tantos otros éramos condenados a sucumbir sufriendo la mayor de las agonías. Eso me rebeló de tal manera que di un par de manotazos furiosos y hasta me elevé por sobre la línea del agua buscando una tabla o un faro, la prueba de la existencia de tierra firme o de algún otro sobreviviente. Pero nada había a mi alrededor, salvo el líquido que rozaba mi cuerpo y alguna bestia marina que pasaba entre mis piernas tratando de adivinar si yo era alga, rama u objeto comestible.
Nadar de noche me resultó fácil. Estiraba un brazo, lo hundía y después, con la mano haciendo cuchara, lo recogía en tanto el otro hacía lo propio. A veces tragaba lo salado de esa negrura, pero escupía y seguía. En ocasiones descansaba entre brazada y brazada, dejándome llevar, y sólo retomaba la acción cuando comenzaba a hundirme. En algún momento gané mayor confianza y traté de cerrar los ojos y permanecer quieto, pero era imposible mantenerse boca abajo por más de un minuto; después necesitaba respirar. Y me agitaba. Entonces me volví, y al quedar de espaldas, boca arriba, encontré las luces del cielo. En las ciudades uno se acostumbra a no prestarles atención, porque las fuentes eléctricas proyectan su resplandor irregular y parpadeante que choca contra las capas de la atmósfera debilitando la contundencia y el espesor de esas lámparas, pero en medio de lo oscuro, arrastrado por ese oleaje que restallaba en espuma, fosforescente el mar y convertido yo mismo en una fosforescencia, descubrí que cada una de las gotas que rolaban sobre mí, posándose por un instante en mi pecho o mi vientre, o que durante segundos se alzaban con el movimiento de mis brazos, reflejaban, no sólo la radiación total de la región del universo que se presentaba a la vista, sino cada uno de sus brillos particulares, fulgor por fulgor, en partículas que titilaban como un camafeo. Es claro que yo no podía ver mis propias facciones, pero me sabía parte de ese esplendor enjoyado. Eran rojas, amarillas y ocres, doradas, levemente azules y tornasoladas, las estrellas. Tramaban su telaraña, y si no hubiera sido por el fragor del viento hasta hubiese podido escuchar sus crepitaciones. Además, la claridad de esos cielos boreales hacía rebotar la luz de cada una sobre las otras, luces que cruzaban el firmamento en trazos destellantes, líneas que se tejían en una trama abierta, cerrada, abierta, cerrada. Pero al margen de su propio resplandor, la suma de aquellas iluminaciones se mostraba como una masa única, una especie de coraza inmaterial y consistente, un espejo que no sólo representa su propio mapa como una duplicación etérea, sino que en el bisel de sus límites trae también la noticia de otros firmamentos que titilan, amontonados y en tumulto, chispeando sus estallidos, comprimiendo espacios mayores en su interior, espacios que se veían y no y que sin embargo estaban allí, nítidos y reales. Galaxias que giraban, conjuntos de cientos de miles de millones de estrellas que se atraían y rechazaban, galaxias regulares e irregulares, las más cercanas a sus discos girando más rápido que aquellas que orbitaban en la periferia, y, sin embargo, tal vez por las ondas de densidad, los brazos en espiral seguían desplegándose, manteniendo la estabilidad del conjunto.
No me cansé de mirar, y aquella noche aprendí lo que necesitaba acerca del arte de moverse o permanecer quieto. Al amanecer, contra toda previsión, aún me mantenía a flote. El resto puede ser una enumeración de las variaciones que el agua y el tiempo fueron imprimiendo a mi cuerpo y el modo en que eso modificó mi comprensión de los hechos. Como supe demostrar en la resolución del problema, que ya nadie conocerá, los circuitos de la evolución no siguen un camino estricto. Mi transformación no fue dramática y me acostumbré a vivir siendo aquello en que me iba convirtiendo. Sé que estoy en lo que soy, aunque ignore cuánto durará este ciclo. Alguna vez divisé una luz a lo lejos, el recorte irregular de las casas de pescadores, y a cambio de acercarme y llamarlos a los gritos, alegando mi condición de náufrago, me volví hacia la inmensidad y seguí haciendo lo que hago, dejarme llevar por el oleaje.
Daniel Guebel (Buenos Aires, Argentina, 1956). Escritor y periodista. Es autor de más de veinte libros; los más recientes son: La carne de Evita (Mondadori, 2012), El absoluto (Random House, 2017) y Un crimen japonés(Random House, 2022).