Remitente: María Alejandrina
Judith González Pérez
Pachuca, Hidalgo, 20 de abril de 1986.
Muy añorada hermana:
Espero que al recibir esta carta te encuentres muy bien de salud en compañía de Pepe y de mis guapos sobrinos, quienes ya deben de ser unos rompecorazones. Y mira, con lo celosa que has sido siempre, ahora tienes que aguantarte los corajes con sus amigas. ¿Puedes creer que tengo en la memoria el aroma de tus hijos de cuando eran bebés? Los recuerdo con mucho amor. Una parte de mí los siente como míos. Y qué bueno que ese Pepe siga siendo tan bueno como el pan. Te sacaste la lotería con él; siempre fue un muy buen muchacho. ¡Cómo te envidiaron las vecinas cuando se te declaró y cómo se murieron de coraje cuando fue a pedir tu mano! ¡Qué lindos tiempos aquellos! Me da mucho gusto que te vaya tan bien; tú lo sabes.
Respecto a lo que me preguntaste de las cosas de mamá, te envío mi respuesta. Antes quiero agradecerte mucho el funeral tan bonito que le hiciste. Y tú a mí no me agradezcas el dinero, es lo menos que puedo hacer estando tan lejos. Siento un orgullo especial por el hecho de que respetes mi autoridad de hermana mayor, siento que no me lo merezco. Eres muy linda al tomarme en cuenta.
Me preguntas qué hacer con su ropa. Yo te sugiero que la vendas o la dones. Qué triste que mamá se haya ido con las ganas de estrenar aquel vestido lila tan mono. Siempre esperó una ocasión especial y, ya ves, le ganó el tiempo. Pon todo en venta o regálalo; no me voy a ofender, tú me conoces. Dales todo a las tías o a las vecinas y tú quédate —esto sí te lo ordeno— con sus pocas joyas. ¿Te acuerdas de que, cuando niñas, nos peleábamos por ponernos aquellos aretes de oro con piedrita verde? Pues son tuyos. Yo tengo ahora una aversión inexplicable por el oro y los lujos: no les encuentro el chiste, me parecen inútiles.
Por favor, quema su vestuario del teatro; quémalo todo, que no queden ni las cenizas. Que desaparezcan, con esos trapos exagerados y ridículos, las frustraciones y decepciones de mamá por no llegar a ser la actriz consumada, ya no digamos del país, sino de nuestra ciudad. Te diré esto por la confianza y el cariño que te tengo: a veces, cuando pasaba por su cuarto, la veía de reojo en aquellos trajes frente al espejo, pavoneándose ante un público invisible y haciendo caravanas. ¡Cuánto me dolía verla así! Y nunca fui lo suficientemente valiente para decirle que tal vez no fue la reconocida actriz que quería ser, pero que para mí era la mejor madre del mundo. Estoy segura de que también lo era para ti, aunque te haya dejado de hablar por un tiempo porque rechazaste al hijo de don Manuel, el dueño del torno, y preferiste hacerte novia del muchacho más tímido de la colonia. Así era mamá, ya lo hemos platicado antes. Como que quería vivir su vida en nosotras. De joven, eso me molestaba. Por eso me puse necia y me vine a Estados Unidos. Pero he aprendido a entenderla. Imagino que quería lo mejor para nosotras, pero pensando en lo mejor para ella. Pues bien, te decía, saca todo: vestidos, utilería, maquillaje, pelucas. Todo. Es un acto de amor lo que harás: desaparecerás todo lo relacionado con el fracaso de mamá. Haz lo mismo con sus fotos; pero si el licenciado Hinojosa insiste en que las des a la Casa de Cultura, llévaselas. Sólo escoge las mejores, aquellas en las que mamá luzca su belleza, su donaire, su elegancia, eso que dicen que te heredó. Las demás rómpelas o quémalas con lo del teatro. Quiero ir pronto a visitarlos y no me gustaría mirar a mamá en imagen, porque la siento lejana, ajena y llena de melancolía.
Por favor, hermana, también deshazte de todos los espejos. Sé que te va a costar mucho trabajo. Podríamos no tener dinero para comer, pero para espejos nunca faltaba. Espejos por todos lados reflejando infinitamente y en todas direcciones el rostro de mamá con la sonrisa ensayada, con la vejez cada día más marcada. Si te es necesario conservar alguno, está bien, excepto el espejo con marco dorado que brillaba como si tuviera luz propia cada vez que mamá abría la ventana de la terraza. No sé qué enfermiza fascinación tenía por vestirse de Bernarda Alba y emborracharse frente a ese espejo. Se la pasaba mirándose, ensayándose, destruyéndose. «Ven, Pepe el Romano, hazme tuya». Me da pena confesarte que me resultaba patética.
No estoy segura todavía de qué puedes hacer con sus cartas y sus diarios. ¿Encontraste por fin la carta de amor que, nos decía, le había escrito un torero muy famoso? ¿Y la del exgobernador? ¿Y la de don Juan el tendero? Él siempre la veía como se mira a una diosa. Tanto amor que tuvo a su alcance y tan sola que se sentía. Por eso me alegro de que estés con Pepe. Me dices que tu Chema está estudiando cine. Pregúntale si quiere esos papeles viejos de la abuela; tal vez encuentre en ellos algunas ideas para hacer sus películas. Pero dile que, por favor, no nos vaya a poner como personajes, al menos no a mí: una de las hijas casada, feliz, realizada, y la otra inmigrante ilegal, solterona y fea.
Dile a Chema, si acepta quedarse con ellos, que sea discreto y que no revele la identidad de su abuela ni de nosotras. Y que, por favor, se espere a ser más mayorcito para leerlos. Me daría vergüenza que se enterara de los demonios de mamá, de esos demonios que habitaban la casa cuando, en su desesperación y cansancio, nos gritaba que le habíamos echado a perder la vida. Pobrecita mamá.
Lo que sí te voy a rogar es que me mandes el Cristo que nuestra madre tenía bajo llave en el último cajón del ropero. Tú sí sabías de ese Cristo, ¿verdad? Aunque mamá siempre presumió de atea y ofendía a las tías diciéndoles retrógradas y obtusas porque iban a misa los domingos, sacaba su imagen, la besaba, le platicaba sus penas y le pedía perdón. Eso lo hacía cuando estaba borrachita. En mis últimos meses en casa, eso ya era diario. Sin duda has estado encontrando, aquí y allá, botellas viejas y nuevas, llenas y vacías, de ron barato.
A veces me siento tan desorientada, tan vacía, tan infinitamente triste, que no encuentro mi reflejo en ningún espejo y siento que el Cristo puede darme fuerza para soportar esta vida. Me lo mandas por paquetería, hermanita. En caso de que no te sea posible, ni te preocupes, pues tengo planes —ahora sí— de ir a visitarlos, porque ya los extraño. Quiero abrazarlos mucho, especialmente a ti, que fuiste mi timón en mi loca adolescencia, que siempre diste la cara por mí y que me protegiste como debió haberlo hecho nuestra madre.
Ya quiero saludar a los vecinos, ver cómo ha crecido la ciudad, reunirme con mis compañeras del colegio. Lo que no quiero es encontrar ningún vestigio de la existencia de mamá. No me gusta recordar la tristeza en la que vivió y murió. Por lo demás, ojalá todo esté como lo dejé. Salvo mi cuñado, quien ya estará panzón y calvo. Salúdamelo mucho, dile que lo amo y respeto como si fuera mi hermano. Quiero ver a mis niños guapos; han de estar más altos que yo. Y quiero verte a ti, tan risueña, dulce y amable como siempre.
Me despido, hermana de mi corazón. Me ha dado mucho gusto recibir tu última carta. Salúdame a todos y dales un abrazo de mi parte. Gracias por haber cuidado a nuestra madre con tanta entrega y sacrificio. Te adoro y todos los días pienso en ti.
Tu hermana mayor, María Alejandrina.
P. D. Pensándolo bien, quema al Cristo con la ropa. ¡Besos!
Judith González Pérez (Toluca, Estado de México, 1971). Cursó el diplomado en Creación Literaria en la Escuela de Escritores del Estado de México. Es integrante del taller de narrativa de Grafógrafxs.