ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Reposan mis ojos en un vaso de formol[*]

Rogelio Pineda Rojas

 

 

Fue paulatino, sin comienzo preciso ni fecha de la que pueda asirme para recordar cuándo este síndrome se apoderó de mis ojos hasta prácticamente enceguecerme. Padecimiento por el que ahora cuento esta historia mediante notas de voz grabadas en mi celular. ¿Cómo inicio, Santiago? ¿Presentándome? Soy Raymundo Félix, tengo treinta y ocho años, vivo con sobrepeso y estoy calvo…, sin embargo, soy muy hábil para plasmar pintorescas descripciones físicas (lo digo irónicamente, claro está).

Hasta hace poco vivía del cuidado ortotipográfico y de la redacción de textos para una editorial de presencia en todo el mundo. Aunque ya no colaboro con esta desde que semanas atrás me fue imposible continuar corrigiendo sus originales, que enviaba después a maquetación, y revisar las pruebas finas de sus libros en busca de callejones, huérfanas o viudas, por lo que, desempleado, sobrevivo de ahorros en este momento. No mencionaré su nombre, pues conservo la esperanza de que algún día me llame de nuevo a sus filas.

Ese dato será el único que me reservaré en la siguiente historia. Este y ningún otro, pues me arrancaré poco a poco las prendas y quedaré sin taparrabos ante tus ojos. Tienes razón, Santiago. La imagen es extraña. Lo que quiero decir es que puedes estar seguro, tal y como lo sugeriste, de que contaré todo sobre mí; a veces con nostalgia, y otras más con voyerismo cínico. Busco con esto encarar mi nueva condición, una vida secuestrada por la ceguera futura, ahogada en gotas oftálmicas y miedo; y al miedo se le afronta con luz, del mismo modo que lo haría un niño que apuntara su linterna hacia los atemorizantes escondrijos adentro del clóset.

Y porque lo único que me resta de aquella luz se encuentra en el pasado, de este hablaré. ¿Acaso no es el recuerdo el reposo para los ciegos? Tal vez sí.

Pero basta ya, comencemos. Hoy es el primer día de cuarenta de tratamiento y si este no funciona, temo pensar que estoy condenado a la ceguera. Sin embargo, antes de que la oftalmia aparezca, hablaré contigo.

Mi padecimiento se llama «ojo seco» y consiste en que la calidad de mis lágrimas ha menguado en los últimos seis o siete años debido a la cirugía refractiva con técnica lasik que me practicaron en 2011. Y es que si bien esta operación te permite recuperar la vista tal y como la tenías cuando viniste al mundo (siempre que hayas sido un niño de mirada poderosa, libre de miopía neonatal o retinitis pigmentaria), incumple por desgracia el principio hipocrático de «primero no hacer daño».

La cirugía refractiva lesiona las terminaciones nerviosas oculares cuando corta el colgajo, una laminilla de la córnea, por donde el láser atraviesa para aplanar el ojo (la miopía es el alargamiento del ojo: achatarlo mejora la vista). Sin embargo, después de esto, entre otras posibles complicaciones, además de dolor crónico, miodesopsias, deslumbramientos, infecciones y ectasia, los globos oculares nunca más serán sensibles a los efectos ambientales. Liberarán poco aceite lubricante a través de los párpados y con ello comenzará un síndrome en el que, sin la humedad suficiente, encargada de lavar el ojo, las glándulas de Meibomio en los párpados se taponarán con el polvo u otros residuos. Lo que a la larga las obstruirá y con ello sobrevendrá el ojo seco, que provoca irritación, ardor, sensación de arenilla, fotofobia y, en casos severos y de no controlarse, rasgaduras en la córnea. Además de vista borrosa y susceptibilidad a las alergias.

Dicha complicación de la cirugía refractiva es menospreciada por los oftalmólogos. Al menos, yo no recuerdo ninguna advertencia firme al respecto antes de operarme y, créeme, Santiago, vaya que vuelvo a diario a esa ocasión cuando la doctora Torres me dijo que yo era candidato a la cirugía:

—¿Es segura?

—Nada es ciento por ciento seguro en medicina.

—No me va a dejar ciego, ¿verdad? En unos años no tendré problemas, ¿verdad?

—Félix, esos comentarios no vienen al caso. Debes confiar.

Quisiera retroceder en el tiempo, introducirme en el calendario de la computadora y, de igual manera que si se tratara del sistema operativo de Windows, restaurar mi vida en una fecha anterior a aquella, una en la que revirtiera la cirugía. Y es que de las complicaciones a largo plazo no te dicen nada. Pareciera que los oftalmólogos se ponen de acuerdo para minimizar el ojo seco posterior a lasik y, cuando los cuestionas, como en mi caso, te mandan a casa con una receta para comprar lágrimas artificiales que debes ponerte cuatro veces al día, de por vida, como si fuera lo más natural del mundo.

—Raymundo, si te lavas los dientes tres veces a diario, ¿por qué no puedes ponerte unas gotitas?

—Pero ya no seré libre. Me operé para no depender de los anteojos y ahora dependo de un gotero. Además, ¿usted va a comprármelas?

—Ese comentario no viene al caso.

El asunto no es tan sencillo. Antier fui al oftalmólogo porque mis síntomas se han tornado brutales. Las conjuntivas me pican como si constantemente les rociara limón. Tengo los ojos tan irritados que las escleróticas bien podrían confundirse con hemorragias. También sufro fotofobia: la luz de la computadora o de cualquier semáforo me lastima. Percibo cómo se cierran las pupilas, se comprimen dentro de cada ojo, y me duelen tanto que padezco dolores de cabeza. Ante mi situación, el oftalmólogo Sánchez, a quien visité en la clínica donde me operaron (era el único médico disponible, pues la doctora Torres, a cargo de mi cirugía, ya no trabaja ahí, además de que mi expediente curiosamente tampoco existe ya), me dijo:

—Mejorarás en pocos días.

—¿Cuántos días?

—A veces pasa en quince, a veces en cuarenta. Varía de acuerdo con la severidad del ojo seco. Demos el tiempo máximo de recuperación, ¿te parece?

—Pero no soporto el ardor y la luz es dolorosa.

—Del uno al diez, ¿cuánto te duele?

—Nueve punto cinco.

—No es posible, no te veo tan mal.

Tras una llamada telefónica contigo, Santiago, he decidido iniciar este diario del tratamiento que al final tú transcribirás.

—Al menos, si te quedas ciego, tendrás un recuerdo de todo lo que has visto hasta tus treinta y ocho años —ironizaste—, como Acteón, que lo último que vio fue el cuerpazo de Diana.

—¿Quién diablos es Acteón?

—Un cazador soberbio que descubrió a Diana bañándose junto con sus ninfas —me explicaste con esa pedantería de exalumno de la Facultad de Letras, que se asoma de vez en cuando por tus palabras—. Lo sorprendieron espiándolas y la diosa lo transformó en cervatillo. Nadie en este mundo descubre algo sin perder la inocencia a cambio.

—¿Ese cervatillo era como Bambi?

—Así es, al que los propios podencos de Acteón devoraron porque lo confundieron con una presa. Ni los huesos dejaron. Existe otra versión en la que un hombre se queda ciego por el mismo encuentro, aunque a él Diana lo transforma en pitoniso-hermafrodito.

—¿Qué es un hermafrodito?

—No seas chistoso, Raymundo, sabes bien qué es. Sólo que ese mito es demasiado obvio para tu caso. Además, te faltan tetas, digo, ya las tienes por bofo, pero…

—Basta, te entiendo.

Esta es mi historia, la de un tipo condenado a un futuro que, conforme lo enfoca, se disuelve como sal en el agua. Sumerjámonos entonces en algunos momentos anteriores a mi condición. Prometo que habrá cena, baile y show.

 

* * *

 

La pelota de basquetbol había parado en la pata de la banca donde Georgina permanecía sentada al lado de la cancha, junto con otros muchachos con uniforme de secundaria. A pesar de que les grité que me pasaran la bolita, ninguno me hizo caso más que ella. Las yemas de sus dedos se hundieron en el caucho rugoso de la pelota y por un momento sentí que acariciaban mi brazo en lugar del balón. Me la extendió y así comenzó todo.

Los inicios amorosos son un parpadeo, un brevísimo impacto que te refresca los ojos, como lluvia. Cuánto desearía que algo parecido en este momento me refrescara las pupilas e hidratara las membranas más secretas de mis ojos. Sea el recuerdo un remanso para mi dolor de conjuntivas, la pausa en la que aflore el sabor almibarado de la curación.

Me entregó la pelota con una sonrisa por la que asomaron sus dientes apiñados:

—¿Cómo te llamas?

Su voz rasposita me recordó a cuando recién se ha bebido agua fría.

Georgina tenía el cabello corto, más o menos como el de un muchacho. Otras veces, Santiago, te he dicho cuánto me gustan las mujeres de cabello corto. Quizá sea un gusto subconsciente por los hombres que palío con féminas de aspecto hombruno. Total, eso qué importa en nuestros tiempos. Era bajita, vestía una falda de cuadrados que la engordaba más de lo que en realidad era. Su mirada de pestañas espaciadas como pétalos de girasol horadó en segundos el camino de mis brazos hacia su cintura, al calor de su pelvis arrejuntada a la mía durante ese abrazo que significó nuestro noviazgo.

Tengo dieciocho años y doy tumbos por la vida. Estoy a punto de terminar la preparatoria, pero no tengo idea de qué estudiaré después ni las ganas necesarias para conseguir otro empleo, porque acaban de correrme de la tienda de abarrotes donde trabajaba por las tardes después de la preparatoria. Con palabras similares le expliqué a Georgina mi situación. Parada frente a mí, separó las piernas; recargó su peso en el otro pie, en el otro zapato escolar cuya tira al tobillo imaginé que yo desataba con los dientes en tanto permanecía rendido a sus pies. De joven uno fantasea de esa manera, ¿no?, con una lascivia reconocida por toda una generación.

Con los vientres de los ceros rechonchos de tinta azul, en una hoja de cuaderno, me escribió el teléfono de su casa (pocos utilizaban celular en aquella época). Y a los pocos días de conocernos le llamé para avisarle que iría por ella a la escuela.

Las imágenes fluyen difusas: un carrito de raspados, otro de frutas donde revolotean abejas por encima de un tarro de miel, el clima nuboso con aroma a chicle. Ella se separó de su amiga, otra muchacha aún más rellena, y caminó apresurada a saludarme con un beso que mojó la mitad de mi boca. La sensación fue idéntica a cuando la llave que uno desconocía poseer se introduce en la cerradura y abre la puerta del jardín donde lo esperan una tumbona y una alberca soleada.

Después de ennoviarnos, varias tardes de aquella época fui a buscarla a la escuela, para absorber a través de su cabello el aroma a chicle de esa secundaria tan próxima a la vecindad donde crecí con mi madre Olga (por cierto, debería llamarle por teléfono en un rato… Mmm, mejor no: esta no es su historia).

De esta manera, conocí a sus compañeros de salón, adolescentes con los que encajaba bien. Al sentirme tan cómodo con ellos, inmerso en esa alberca metafórica en la que chapoteábamos con libertad, me cuestionaba si no había llegado antes a mi vejez. Es decir, si no había crecido demasiado pronto como para apuñalar mi adolescencia y transformarme en adulto de un tajo. Muchas veces me he sentido así: contento al rodearme de gente más joven, nunca en armonía con los de mi edad. También esto mismo me pasa al otro extremo: aprecio a los viejos, los quiero porque moriré antes de los cincuenta (eso creo) y nunca llegaré a ser como ellos, o porque mi corazón es un búnker retrospectivo, parecido al suyo.

Alguna vez fui con esos muchachos a un departamento en remodelación, propiedad de la madre de uno de ellos. Compramos botellitas de Viña Real y ahí, en parejas, quienes teníamos, o en soledad, una soledad sabor mango con burbujas de alcohol, nos tendimos en los rincones a esperar que la tarde se extinguiera. La juventud es una espera eterna de la noche, mundo secreto donde manos todavía inexpertas desabrochan brasieres, tiran de cremalleras o se mojan con líquidos sexuales de diverso aroma y sabor.

Bajo esa media luz, tendidos en el suelo y alumbrados apenas con una lámpara sorda, toqué la piel de Georgina. Sólo la cintura, las piernas y la espalda. Así era mi pudor. Temía conducir mis manos más allá de aquellos sitios, pues en aquel tiempo suponía que la manera de respetar a las mujeres era esa. No es que años después les haya faltado al respeto, pero algo adentro de mí —la inexperiencia a mis dieciocho, mi educación cuasicatólica o quizá mi mentalidad, la imbécil mentalidad que me sella la boca para nunca incordiar (la misma que años después ha hecho que me resigne a mi tumba de gotas oculares, debido a que jamás cuestioné a fondo a la oftalmóloga Torres sobre el ojo seco que produce la cirugía refractiva a largo plazo)— propició que aquel faje con Georgina fuera moderado e intenso a la vez, lo cual agradezco.

De otra forma, libre de contradicciones, lo habría olvidado. Resistirme a mi deseo le ha dado vida a Georgina en esta grabación. Necesito hoy en día una fuerza de voluntad semejante para sofocar la lumbre que cada noche, cuando me acuesto a dormir, incendia mis párpados. Ojalá saltara desde ahí al edredón, a las cortinas, a las sillas de plástico de mi departamento, y me achicharrara como peluche.

«Pobre muñeco de peluche, sobrevivieron al fuego sólo sus ojos de canica», dirían los bomberos al hallarme carbonizado.

Las visitas a aquel departamento se repitieron a lo largo de semanas. Los muchachos y yo lanzábamos a la oscuridad suspiros, risas, la motilidad de unos estómagos ansiosos e inexpertos cuya alegría chapaleaba hasta el esternón. Por el departamento había botes de pintura, brochas rígidas semejantes a pedazos de corteza, y bancos chorreados de yeso en las recámaras.

—Cortaron la luz para evitar un incendio. O eso me dijeron mis papás.

—Oigan, si queremos mirarnos las caras, tenemos que venir un domingo temprano, cuando tampoco haya nadie.

En ese tiempo estaba a punto de terminar la preparatoria (¿ya lo dije?). Mi madre me presionaba para que consiguiera trabajo y también para que le llamara por teléfono a Enrique, mi padre, a quien no veíamos desde hacía meses, para pedirle dinero y comprar algo de comida que amortiguara esos tiempos de desesperanza acumulada en la ventana polvorienta de nuestro cuarto de vecindad.

La presión por definir hacia dónde iba mi vida en aquel entonces se encajaba en mi pecho; me cortaba de cuajo la respiración, y había días en que despertaba sin aire. Sentía una placa atravesada a la altura del diafragma de la misma manera que los magos meten la cuchilla en la caja de madera y parten a la edecán adentro. Aquella membrana estaba endurecida como metal: su filo me dolía. Me quedaba tendido durante horas y no hacía otra cosa que beber agua para reintegrarme a la existencia.

En esas andaba cuando un día recordé que tenía novia. Había olvidado a Georgina, no le había marcado en semanas ni había ido por ella a la secundaria.

Fui a su casa.

A veces, era la niñera de un vecino pequeño al que le ayudaba con la tarea, mientras tomaban vasos de Coca-Cola en la mesa del comedor. Ese día, en cuanto aparecí, empujó al niño a una recámara y azotó la puerta con tal intensidad que revolvió el aire de la estancia.

Georgina traía puesta una playera del grupo Mercurio, con el logo estampado a la altura del pecho, y un pantalón de mezclilla, que tenía desabrochado para estar más cómoda. Un moñito en el resorte de su calzón se asomaba por donde iniciaba la cremallera.

—Te fui a buscar, Raymundo —me dijo.

—Hace días que no voy a la prepa.

—A tu casa, a la vecindad, pero no te encontré.

—Nunca vayas ahí; me da vergüenza mi casa.

—Quería saber si seguimos siendo novios.

En su casa sólo estábamos Georgina, el niño encerrado en el cuarto y yo. Tenía la televisión encendida y apareció la cara del Borrego Nava en Telehit. Los otros presentadores, entre ellos Jordi Rosado, hacían chistes sobre lo feo que era.

—No es feo; es guapo el Borre.

—¿Te gustan todos o qué? —me encelé.

—No estoy diciendo eso. Es guapo y ya.

—Es un pendejo y ya, al igual que los de Mercurio.

—A esta edad… —movió el dedo índice en el aire, como si enrulara un mechón de cabello invisible— todos se me hacen guapos, aunque en realidad sean feos, como tú.

Notó que me enfurecía y me dio un beso. La boca de Georgina sabía a Tutsi. Nos abrazamos y poco a poco nos escurrimos sobre el sillón más cercano hasta que nuestras pelvis se encontraron con la barrera de la mezclilla.

Estuve a punto de tocarle los pechos, sin embargo, no lo hice. Tuve miedo de que sus padres regresaran de donde hubieran ido y nos descubrieran, o que Georgina se escapara de mis manos, asustada, por el violador en que me había convertido (¡cuántas santurronerías habitan en el fondo de mi cabeza, Santiago!).

La saliva iba y venía por nuestras lenguas. Como su cabello era corto, un mechón se adhirió al contorno de su sien a causa del sudor. Decidí tocarla más abajo.

Me pongo las manos en la cara. Estoy sentado en la silla de mi comedor desvencijado. En la calle va y viene el campaneo del camión de la basura; los coches pitan para rebasarlo. ¡Me duelen tanto los ojos! Son dos aceitunas negras atravesadas por su respectivo palillo, tiradas sobre este plato blanco en el que acabo de comer una sincronizada y el tizne de la tortilla se ha esparcido al ritmo de un vaticinio indescifrable. La piel de Georgina, su calor, la tibieza de sus párpados cerrados durante ese faje adolescente, incendian el tiempo. Le he añadido chorros de mi loción a este último para que su fuego crezca.

Lo primero que palpé al acariciarle las nalgas fue la costura de los bolsillos traseros del pantalón: gruesa, burda, bajo la cual sentí la vida de su cuerpo. Firmísimo. Al sentir mis manos, me empujó. Pensé que me había equivocado, que de alguna manera mis manos la habían ofendido, que ahora se iría lejos de mí. Pero más bien se levantó a patear la puerta del cuarto.

—Deja de chillar, niño, me tienes hasta la madre; ahorita te abro.

Seguimos en lo nuestro, pero la intensidad de la llama bajó al mínimo: ni una quesadilla hubiéramos podido fundir en aquella estufa.

El domingo siguiente fuimos con los muchachos al departamento. Esta ocasión era de día, sin embargo, la luz le restaba misterio a nuestras caras, a cada uno de nuestros arrumacos, y aquellas risitas vitales, que el eco nos devolvía en la noche, a la luz de la mañana nos parecían insípidas.

Georgina y yo nos recostamos en una esquina de la estancia. Puse bajo mi cabeza un empaque de estopa y me quedé dormido en tanto ella apoyaba su nuca en mi pecho y estiraba las piernas.

Al despertar, Georgina fumaba con su amiga gorda en el cuarto de al lado (oí sus voces). En vez de ir a buscarla, me incorporé y caminé fuera del departamento a través de un pasillo iluminado por una luz tan intensa que me permitía ver sólo hasta donde alcanzaba mi mano extendida al frente.

Luego de atravesar la cocina, llegué a un patio con piso de hormigón. El departamento se ubicaba en la planta baja del edificio y tenía ese patio al aire libre en vez de zotehuela. Al fondo, estaban abandonados una pelota de basquetbol con años de uso y un triciclo, de cuyo manubrio pendían barbitas de colores.

Fui al centro del patio. Alcé la vista al cielo y descubrí un chisguete de humo que provenía de un jet ahora desaparecido. El humo serpenteaba en dirección ascendente; cruzaba el cielo a un palmo del sol. Sin saber por qué, comencé a juguetear los dedos. Hacía chonguitos, los chasqueaba.

Georgina salió por la puerta a mis espaldas. Aquel domingo traía puesto un vestido de tela liviana y un suéter parecido al de la secundaria. Al notar la sombra al fondo del patio, cruzó los brazos cerrándose de un tirón el suéter sobre el busto. Se había peinado con una balerina, pero había dejado libres dos tiras de pelo que se balancearon por su frente cuando caminó hacia mí. Se chupó los labios y después soltó un chasquido gracioso, de beso al aire.

Intenté recibirla con un abrazo, pero Georgina se resistió. Su aroma a Tutsi con cigarro se deslizó al interior de mi boca, y lo paladeé tranquilamente. Ella me miró con sus ojos líquidos, de gotas de agua en un geranio. Le toqué con la mano una tira de cabello. La deslicé hacia abajo. Sostuve con mis dedos su mentón. Su calor traspasó mi piel, lamió nervios y venas; desembocó en mi pecho como si se tratara de sangre nueva.

Entreabrí la boca para besarla. Georgina retrocedió un paso. Se quedó quieta de manera curiosa, con el cuerpo ligeramente inclinado hacia atrás y las piernas separadas, como si fuera a huir dando pasos en reversa.

—Quiero mirar la tarde, Raymundo, y nada más —me dijo.

Alzamos la vista al cielo. Por debajo de la luz del sol y de aquella serpentina de humo, voló una paloma. Ese domingo fue la última vez que nos vimos.

 

Rogelio Pineda Rojas (Ciudad de México, 1980). Es licenciado en Comunicación por la UNAM y cursó el diplomado en Creación Literaria de la Escuela de Escritores de la Sogem. Es autor de Permite que tus huesos se curen a la luz (2017), novela con la que obtuvo el Premio Binacional Valladolid a las Letras. Ha publicado reseñas de libros y cuentos en Letras Libres, El Cultural, Casa del Tiempo, Luvina y Círculo Editorial Azteca, entre otros medios. Actualmente se desempeña como editor.

 

 

[*] Este texto forma parte de la novela inédita Reposan mis ojos en un vaso de formol.