ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Revolución verde oliva

Mario Sánchez Carbajal

 

A mi tío José Luis Sánchez Sánchez

 

No se ría, compañero, lo que usted no sabe es que en el mundo no existe nada más una perspectiva, sino muchas, muchísimas, y quien le diga lo contrario lo quiere intrincar en la vida. No se ría, si se lo cuento con reflexión y fábula es porque en aquellos días un error de perspectiva nos valió la revolución. Hubo buen entrenamiento: éramos muchos, latinoamericanos a borbotones, gente fuerte a la que nos enseñaron a marchar aguantando el hambre, la sed; entrenamos bien metidos en la sierra, ahí donde ya nadie entra porque espina el miedo, haciendo caminatas de hasta treinta y seis horas, con cansancio, con dolor y, peor aún, con los pesares de adentro: extrañando a la familia, al hermano, al hijo, a la madrecita. Y de estudio, qué le digo: leíamos de veras, porque el revolucionario debe saber para saber por qué pelea. Teníamos nuestras reuniones de lectura cada semana, con decirle que a mí de novato me tocó exponer El arte de la guerra, un clasicazo: ese libro no hay revolucionario que se precie de serlo y no lo haya leído y entendido a cabalidad. Y de inteligencia, andábamos mejor aún, los estrategas de las ligas mayores se paraban delante de la pizarra y con la tiza hacían hasta cálculos geométricos y, nada más y nada menos, que para enseñarnos cómo darle en la madre al enemigo. Imagínese que nos instruía el general Alberto Bayo. ¿Sí sabe quién es él? Ese hombre inventó la “guerra de guerrillas”: batallas chiquitas, escaramuzas que van mordiendo el terreno hasta comérselo todo muy orgánicamente. ¿Usted se acuerda que Muhammad Ali decía “flotar como mariposa, picar como abeja”?, pues algo parecido nos enseñó el general Bayo: entrar, atacar, hacer el mayor daño posible en el menor tiempo posible y salir, y así mismo ir debilitando hasta que solito el contrincante se desmoronara y terminara deflagrándose como pólvora encendida.

Éramos revolucionarios de verdad y el triunfo de la revolución nos coqueteaba desde la mañana en que nos calzábamos la botas hasta la noche en que nos despojábamos de los quepís.

Pero para qué le miento, compañero, ni siquiera llegamos a probar si funcionaba o no eso de la guerra de guerrillas.

Mi comandante, ese hombre que fue para nosotros el corazón rojo y latiente de nuestros ideales, nos entrenó con el anhelo y el afán de que fuéramos las manos que comenzaran a echar los ladrillos para levantar un mundo mejor. Y primero nos tuvo desperdigados en pequeñas células por toda la Ciudad de México: grupos de estudio, entrenamiento militar, acopio de armas, etcétera, y después ya fue cuando nos llevó a la sierra, y ahí mismo un día nos avisaron: “Salimos hacia la isla tal día a tal hora”. Y cómo me acuerdo que el hermano del comandante dijo —mire cómo hasta se me pone la piel chinita—: “Los que sean nombrados”, o algo así dijo, “se van a embarcar en el Granma”. Imagínese, compañero, en esa embarcación iría el comandante y ochenta de sus mejores hombres. Y yo sé que ochenta tampoco son tantos, pero cuando uno lleva una ilusión, más grande que el mismísimo océano, de liberar a millones de personas, de salvar al mundo de la injusticia, la fuerza de uno solo se multiplica por cien, por quinientos, por mil hombres: se lo juro.

Fue entonces que le digo que escuché mi nombre en voz del hermano del comandante, y no es que él tuviera un vozarrón, pero yo lo oí como un estruendo que me dejó petrificado. Si no me desmayé fue puro milagro… No, mi buen, esa vez fue porque no había comido en días, pero ya, no se ría, la cosa es que oí aquellas palabras
con que mi mamá me insertó entre las cosas y entre los otros nombres del mundo, y contesté “¡presente!”, y me volví a mirar la sierra, llena de matas resecas y pardas, de un verde sucio o de un gris percudido o de un café opaco, o de los tres, no sé, compañero, porque eso de los colores es cosa de pura perspectiva, que es lo que le vengo diciendo desde el principio.

Más tarde, el mismísimo comandante me mandó llamar para pedirme…, y aquí escúcheme bien, compañero, que es aquí donde viene la trastada de la vida, me dijo así: “Vete a Pachuca y que te hagan doscientos pares de botas, y luego a la Ciudad de México y que te hagan doscientos uniformes verde oliva”, y me extendió una orden que era una hoja, una petición firmada por él mismo donde se detallaba cuánto y qué de cada cosa, y luego me dio dos fajos de dólares de este grueso más o menos.

Fui para Pachuca y dejé la petición y el dinero, y de ahí salí volado a la Ciudad de México, y llegué a la avenida Cuauhtémoc, donde, haga de cuenta, tuve que bajar como al inframundo, a unos sótanos que parecían la casa de la inmundicia y donde había hileras completas de mujeres sentadas, sudorosas de hastío y encorvadas sobre máquinas de coser. Aquello me pareció el mundo mecanizado de un cuento de ficción científica. Recorrí un pasillo largo en la semioscuridad y, no se vaya a reír, pero sí dije “aquí me van a hacer algo”; pero no, entré a un cuartucho que estaba hasta el fondo y ahí me recibió un chino o japonés, un oriental, pues, y nada más sonrió y estiró la mano para recibir la orden y volvió a estirarla para los billetes. “Uniformes verde oliva”, todavía le dije. Y él nada más me respondió que gracias y se quedó silencioso y bien quieto, como si lo hubiesen despojado de las baterías triple A que lo animaban.

Un par de semanas después volví, pero esta vez no solo, íbamos veinte en cinco grupos de cuatro, en cuatro carros, por si agarraban a uno no nos decomisaran toda la ropa. Los revolucionarios así funcionamos, como una manada de hormigas…, ¿no se dice así?..., ¿una colonia de lobos...? No se esté burlando, compañero, el caso es que al final llegaron todos los uniformes completitos e intactos metidos en las cajuelas de los carros que sin parar nos llevaron hasta Veracruz. Cuando llegamos nos avisaron que la salida hacia la isla se había adelantado para esa misma noche. Es cosa de estrategia, compañero, si uno sale en la fecha indicada deja que los soplones vayan y avisen, así en cambio, de improviso, uno los agarra con los calzones abajo. No sabe qué júbilo. Todo estaba saliendo en orden, todo a tiempo como si el reloj de la revolución estuviera sincronizado con el tiempo perfecto de las estrellas. Y se repartieron los uniformes y las botas y, no le miento, yo sentí que esa fue la primera batalla que gané en mi vida de revolucionario.

¿Usted sabe a qué huele un uniforme de esos nuevo, unas botas de esas nuevas? Huelen a pura esperanza, compañero, a pura esperanza.

Luego de embarcarnos pasamos días en el mar hasta que una noche fondeamos en unos manglares ya a las orillas de la isla. Y ahí es donde le digo que viene el giro de la suerte, porque además, cómo se explica que nadie se dio cuenta si éramos ochenta pelados, con estrategia, bien entrenados, educados, listos, gente de veras amaestrada… quizá en una de esas fueron los nervios y la emoción los que nos cegaron. Porque así fue que nadie reparó en el tono de verde que traíamos puesto: era verde oliva, afirmativo, pero del verde oliva claro, el que se parece más a la cáscara de un limón medio amarillo que ya le tira a ponerse pachichi. Y la cosa es que el verde oliva tiene varios tonos, varias perspectivas, como le digo, y entre ellas, una demasiado clara como para hacer la revolución y que, para acabarla, era exactamente la que llevábamos puesta.

Ya luego supe que en México aquellas hilanderas hijas del chino llevaban años haciendo unas banderas mexicanas que le vendían al gobierno y que el gobierno usaba para regalar en mítines políticos, y un licenciado, trinquetero, había pedido que fueran verde oliva claro, no por gusto y menos por patria, que ese nunca ha sido el color oficial de la bandera, sino porque entre menos saturado el color más barata la tela. Y así en la cabeza, en la perspectiva de las hilanderas, del chino o japonés, que seguro fue quien se encargó de comprar la tela, ese era el único verde oliva que existía en el mundo.

Y ahí nos tiene como blancos perfectos, sin poder mimetizarnos ni tantito en medio de la espesura de la jungla nocturna: puro verde fuerte, casi negro, y nosotros brillando como anuncios de la Coca-Cola. No duramos ni dos horas en la batalla, qué guerra de guerrillas ni qué nada, compañero, antes diga que tengo vida para poder contárselo; porque en aquella refriega, a donde apuntaban ya le daban a uno y a otro y a otro.

Huimos de las balas y nos encaramamos a la embarcación que también, a decir verdad, nos la dejaron bastante maltrecha, e hicimos la retirada. Me acuerdo que apenas agarramos mar abierto, ya a salvo, el comandante se quitó su casaca y el quepí y los arrojó al mar, y aun entre tanto verde oliva claro, su torso pálido, desnudo, parecía una flor de carne blanca sembrada en una maceta que flotaba derrotada en medio del océano.

 

Mario Sánchez Carbajal (Ciudad de México, 1983). Estudió el diplomado en Creación Literaria en la SOGEM. Fue becario del FONCA-JC, en las áreas de novela y cuento, en los periodos 2008-2009 y 2010-2011. En 2013 obtuvo el Premio Nacional de Cuento Breve Julio Torri con el libro La línea de las metamorfosis (FETA); en 2014 ganó el Concurso Nacional de Cuento Juan José Arreola con el libro Muerte derramada (UdeG), reeditado en 2021 por Malabar Editorial; en 2015, su novela Bilis negra (INBA) se hizo acreedora al Premio Bellas Artes Juan Rulfo para Primera Novela, y en 2017 su libro La piel de la mujer foca obtuvo el Premio Nacional de Cuento Agustín Yáñez.