Sacramento de absolución
Yahaira González Barajas
Despertó, como cada sábado, de golpe. En los últimos años, ni en días de descanso necesitaba alarmas, pues sus ojos se abrían en punto de las cinco de la mañana. La luna aún brillaba y se asomaba por la delgada división de las persianas. Se bañó, y al limpiar el empañado espejo de afeitar vio el rostro de Manuel Díaz en lugar del suyo en el reflejo, el primer delincuente que había matado en un cateo. Se talló los ojos y, bajo el agua caliente, alzó la cara. Sólo el sabor a sal le permitía distinguir sus lágrimas de las gotas de agua. Después se puso las licras, tenis y el puff. Preparó la pócima para soportar el territorio Xinantécatl. Tomarían la ruta más larga y tenía intención de terminarla sin descanso, así que esta vez la polla sería doble: dos huevos de codorniz y un chorro de jerez. Armó la bicicleta de montaña y emprendió el viaje para encontrase con su equipo de aventura.
Todos eran amigos desde la universidad y ahora, después de papeleos en la oficina, equipos tácticos, interrogatorios y operativos, destinaban sus sábados a olvidar las jornadas entre las ruedas y su pasión por el ciclismo, los paisajes, las bajadas y las distancias cumplidas.
Lo frondoso de los pinos se comía los rayos del sol. Finos destellos lampareaban la ruta haciéndola parecer fotogramas de un carrete de película de rollo. El sudor corría: las gotas llegaban a la boca, el cuello y se entregaban hasta el final de la espalda. La respiración, agitada. La infinitud de lo verde le hacía pensar en la subida al cielo, en lo efímero de la vida, en que un día una bala podía atravesarle la cabeza, como a Manuel, en la entrega al destino, sin discusiones ni reproches, de una buena o mala vida vivida.
Más allá del Parque de los Venados, como siempre, se complicaba el pedaleo. La tierra suelta, piedras, grava y la inclinación de la punta del volcán hacían explotar los músculos de las piernas, que ardían, quemaban. La sed era mortal. No bebió, como una especie de manda, como una autoflagelación. Concluyó, bajó de la bicicleta y las piernas temblaron, las sentía como ramas débiles que pronto se romperían por la mitad. Bebió, ahora sí, de la botella sin despegar la boca; vació hasta las últimas gotas y aún tenía sed. Con sus pocas fuerzas, a punta de saltos y cerca de resbalar, bajó hacia las lagunas del Nevado. Cual animal sediento, se hincó y zambulló su rostro en el agua helada y clara. Burbujeó tres veces y salió exhalando todo el cansancio.
Como un espejismo, la vio a orillas de la laguna de El Sol: imagen hermosa, desnuda, piel apiñonada y tersa, semejante al barro, cabello negro que le llegaba hasta la cintura con una caída en punta que perfilaba la línea media de la espalda y los hoyuelos que se le formaban en la cadera. Pensó que no era real, que era producto del agotamiento y un síntoma de la insolación. Volvió a beber y la imagen se hizo más vívida, se acercó, la tocó. La muchacha dio la vuelta, le sonrió y, entre el pestañeo, desapareció. Las ondas acuáticas hicieron olas dejando pensar que algo pesado había saltado al centro de la laguna. Un grito amigo lo hizo despertar del trance. “Voy”, dijo. Subió los peldaños del cráter y sin decir palabra alguna se trepó a la camioneta que los llevaría a Toluca para celebrar con cerveza la hazaña de ese sábado.
Él y sus amigos caminaron por el andador 20 de Noviembre de los Portales. Entraron a la Escalera y ordenaron una ronda de yardas oscuras. Entre orden y orden les dieron las 11 de la noche, era tiempo de pagar la cuenta, dirigirse al estacionamiento y tomar su bicicleta. Se despidió y avanzó sobre Lerdo. Comenzó a llover. Las luces de los autos alumbraban como centellas las gotas de agua que salían disparadas de las llantas de la bicicleta al cruzar los charcos.
A lo lejos, cerca de las ruinas del Molino, vio como sombra el cuerpo de tibio barro de la mujer del cráter. Frenó, pero el asfalto mojado hizo patinar la llanta y cayó. Se incorporó. Recargó la bicicleta en la pared blanquizca y descarapelada y sintió el golpe en la cabeza. Mareado, escuchó una voz que lo llamaba. “Julián, Julián, ven”. Aunque se resistía a dirigirse hacia el eco de la voz melodiosa, su cuerpo maleable se movía, cobijado por el dulce tono que cada vez se escuchaba más lejano. Despertó dentro del Molino entre hierbas altas y tabicones. Cuando sacó su celular tenía cientos de llamadas perdidas de casa, ya amanecía.
Toda la semana siguiente sintió en la espalda un peso irreconocible para su cuerpo, una carga como de cincuenta kilos que creyó que era producto de las dolencias de la caída o del desgaste de la rodada del fin. Fue al médico. Nada detectaron: huesos, músculos y tendones saludables, diagnosticaron.
Ya no veía la imagen de Manuel en el espejo. Su obsesión por la mujer de la laguna había nublado cualquier recuerdo de aquella tarde en la que las ráfagas de disparos de repente pararon; en la que cruzó el patio grande, donde tres cuerpos yacían terrosos, entró a la casa y le disparó en la cabeza a aquel muchacho de dieciséis años, tras pensar que este se le adelantaría. Al acercarse a revisar el cuerpo que había quedado recargado en la pared salpicada, tomó el arma y descubrió que Manuel ya no tenía balas.
Aquella muchacha en desnudez se le aparecía en sueños, lo llamaba. Justo cuando la besaba, una serpiente le atravesaba la garganta, lo atragantaba, lo asfixiaba. Luego, su forma se hacía humo y unas garras lo arrastraban al fondo de un cuerpo de agua. Despertaba entonces empapado en sudor. Siempre el mismo sueño. Meses después ya le costaba comer, reaccionar cuando se le llamaba y la espalda agotada del peso irreconocible lo tiró en cama, hasta que en un momento ya no pudo ponerse en pie. Los doctores jamás encontraron algo que explicara su situación.
Su madre, creyente de la santería, lo llevó a San Luis Mextepec a buscar una limpia por si había agarrado aire o envidias o por si le habían hecho algún trabajo, porque cargar con un muerto no es fácil, aunque no fuera asesino por voluntad. La santera hizo lo suyo: tomó la ruda, los huevos y le dio el sapo. Esta vez vio a la mujer de barro colgada a su espalda. En vez de pies tenía cola de serpiente y lo jalaba por los canales del Verdiguel hasta la laguna de El Sol. Despertó del efecto alucinógeno. La anciana, tras escuchar la experiencia de Julián, aseguró que esa mujer era la diosa matlazinca Tlanchana, espíritu de agua, y que sólo con un sacrificio de sangre lo soltaría. “Una muerte por tu vida”, dijo. A partir de ese día las fuerzas de Julián regresaron a su cuerpo, ya no sentía el peso, pero los sueños eran los mismos.
Cansado de no poder dormir, de las madrugadas entre sobresaltos y miedo, pensó bastante en la santera, en el sacrificio y en el hecho de que no quería morir. Así que lo decidió. Elegir la víctima era fácil. Había escuchado declaraciones perturbadoras de los criminales dentro de la fiscalía: violadores, asesinos, secuestradores sin la más mínima pizca de remordimiento. Cualquiera que le tocara investigar y cazar esa semana podría ser. Tenía tres carpetas asignadas: la del violador de una niña de tres años, la de un feminicida serial y la de un sujeto que había matado a una prostituta transexual. El plan estaba trazado. Esa semana trabajaría solo, lo arrestaría y le inyectaría un somnífero para llevarlo hasta el volcán.
Lo encontró. Ya con el cuerpo tumbado en la parte trasera de la patrulla, subió hasta las faldas del Nevado. La tarde-noche se tornó purpúrea, cual cuadro de Rothko. Ese atardecer le recordó el reflejo del sol atravesando los vitrales del Hombre en Llamas del Cosmovitral. Con los últimos filos de luz llegó hasta donde la camioneta pudo subir. Sacó las cuerdas, la bicicleta y ató al hombre, aún dormido.
Tardó dos horas subiendo peldaño a peldaño. El sudor de repente le cerraba los ojos. La lámpara no alcanzaba a alumbrar más allá de medio metro. La oscuridad le atemorizaba, y conforme más subía sentía cómo criaturas fugaces le rozaban la nuca; sus piernas y el ardor en los pies casi lo doblaban, pero siguió como si subiera los nueve niveles del Mictlán, empujando la bicicleta con el peso de ochenta kilos, llevando a aquel hombre hasta su muerte. Jamás olvidará su rostro y el terror en su mirada cuando por fin despertó y la vio. Rápidamente, como si lo chupara, fue convertido en carne mortuoria, esqueleto con la piel pegada al hueso y ojos que escurrían chapopote, mientras la Tlanchana sumergía ya su débil figura en aquella laguna.
Yahaira González Barajas (Almoloya de Juárez, Estado de México, 1986). Licenciada en Comunicación por la UAEMéx. Actualmente es cuentacuentos e integrante del taller de narrativa de Grafógrafxs.